Tres ideas sobre «Eslovenia» de Esteban Catalán

«Eslovenia» viene a refrescar una narrativa chilena que lleva mucho tiempo haciéndole asco a lo cotidiano, dejándose llevar por detalles y mundos interiores, que no niego que son atractivos. Pero este libro deja las historias de plantas y de personajes que han leído a James Joyce, para reivindicar un cotidiano muy chileno y reconocible, lleno de defectos.

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Eslovenia
Esteban Catalán
Editorial Montacerdos
2014

Acabo de terminar Eslovenia y un cúmulo de ideas desordenadas se me viene a la cabeza. La única manera que tengo de ordenarme es haciendo listas de cosas. Anotando en agendas, por orden cronológico, lo que tengo que hacer en el día. A veces ni reviso esas listas, pero parece que hay una extraña conexión neuronal entre mi mano derecha y mi memoria, que hace que al anotar me acuerde de todo. Entonces eso voy a hacer: una lista de por qué Eslovenia, la primera publicación de cuentos de Esteban Catalán (Editorial Montacerdos) es un libro que hay que leer:

1. Fracaso social

Pasa que no sé dónde está Eslovenia, porque nunca le pegué a la geografía y me da mucha vergüenza. Y se supone que si uno estudia tantos años, primero en el colegio y después en la universidad, debiese saber un poquito de esas cosas. Pero no. No hay caso. Lo bueno es que para este particular no importa, porque el título del libro es un referente de un país lejano, de esos que en Chile poco sabemos que existen. De esas tierras donde hablan idiomas medios complicados, hace frío, la gente es más blanca y más rubia que nosotros. Y esa es la clave, porque los personajes de este libro son de esos que uno se encuentra en la calle caminando cabizbajos, en la micro, que miran de reojo al “rucio” del pasaje —como el protagonista del primer relato del libro—, que compran shampoo de manzanilla a ver si se les aclara el pelo. Y va más allá del análisis de lo siútico y del clasismo. Trata de reconocerse en el fracaso de lo concreto, de lo físico: del querer más y no poder comprarlo porque hay que pagar las deudas, del querer tener otro color de piel, de ojos. De reconocerse en el fracaso de lo material, de la circunstancia cercana, sabiendo que nunca hubo otra opción. Que es un fracaso que nunca tuvo un camino de regreso: no había cómo ganar. Que no había plata para ser más, que no había manera de salir con los ojos verdes. E igual negarse a aceptarlo.

En ese reconocimiento es donde transitan los personajes de Catalán. Ahí está el del primer cuento, “Libro de Ilustraciones”: un joven que ha fracasado en todo, pero que triunfa en el voyerismo de grabar las faldas de las mujeres en el metro. Una historia que se origina en una niñez llena de carencias, pero donde nunca faltó el sonido de la tele de fondo.

Lo vemos también en el cuento “¿Te gustan las rubias?”, donde un padre separado sale a almorzar con su hijo. Y cómo parece la vida decidir por él sin que se inmute. Donde es preferible comer en el McDonald’s que ponerle una cortina a la pieza. Total, con una frazada puesta, igual no pasa la luz. El niño regordete, inquieto, preguntón, va a dormir igual.

Nunca dije que el libro fuese alegre. Es conmovedor, como cuando uno ve un perro atropellado en la calle. Golpea tanto y como pocos.

2. ¿Clase media?

Historias sobre “hijos de clase media” dice la contratapa del libro. No sé. También es ideológico pensar que una diversidad tan amplia de experiencias cabe dentro de lo que catalogamos como clase media. Parece que ahora es más fácil que todos y todo caiga en ese saco: de clase media se decía Sebastián Piñera. De clase media se decían mis vecinos de una villa de Maipú, donde la mayoría ganaba el salario mínimo. También eran de clase media los de Providencia, y los de las Condes, pero al final de cuentas no se reconocen como iguales. Las historias de Eslovenia transcurren entre barrios de una clase media emergente y endeudada; y otra empobrecida, trabajadores vulnerables que andan al tres y al cuatro. Estos relatos no hablan ni de política ni de economía, pero sus escenarios son tan sutiles y rutinarios, que nos recuerdan la fragilidad de lo material, de lo tradicional: de la familia, del trabajo, la pareja y el hogar.

Por ahí están los personajes de Eslovenia. Esos que no conocieron el hambre, pero tampoco conocieron una buena educación. Que no viajaban a otros países para vacaciones, pero van al Tabo, como en el relato de “Cuento de Geraldine”. Entonces, dicen, conozco el mar, no soy tan pobre, yo trabajo, yo puedo. Pero pucha, una caja de pastillas anticonceptivas a ocho lucas, está muy cara. “No alcanza”, dice uno de los protagonistas.

Esas escenas, esos detalles, son exquisitos. Esteban Catalán observa esos gestos, los plasma sin adornos y genera una sensación de patetismo en todos los relatos. No es fácil expresar la sensación de derrota social y de que no tenemos control de nuestras vidas. Y todos esos personajes están en esos caminos, algunos con depravaciones sexuales, otros con hijos obesos o haciendo caridad, porque es un consuelo culposo darse cuenta que siempre hay personas peores que uno. Eso le da un toque de humor irónico a los relatos. Y se lee bien.

3. Mirar lo cotidiano

Eslovenia viene a refrescar una narrativa chilena que lleva mucho tiempo haciéndole asco a lo cotidiano, dejándose llevar por detalles y mundos interiores, que no niego que son atractivos. Pero este libro deja las historias de plantas y de personajes que han leído a James Joyce, para reivindicar un cotidiano muy chileno y reconocible, lleno de defectos, sin el disfraz del pueblo orgulloso y soberano, sino al contrario, derrotado. Libre de estereotipos y de discursos maqueteados. Sin ser un texto documental, plasma el diario vivir de Santiago, lleno de ciudadanos inmersos en la soledad de la multitud. El texto es una bofetada a las cifras de desarrollo, un escupo a la OCDE y una patada a ser los jaguares de Latinoamérica. Sin pretender ser más que historias, sus relatos vienen a mover las letras para mostrar barrios llenos de villas de casas pareadas, colegios subvencionados y padres separados. Siempre hace bien mirar más allá. Ver lo cotidiano con otros ojos. Tratar de empatizar con eso que negamos. Tratar de superar la barrera de la autocompasión y empezar a contar, por el gusto de contar no más, esas historia de vecinos y de compañeros de calles.

Logré hilar tres ideas, pero hay varias que quizás no pude racionalizar. El libro deja una sensación amarga, sin duda. Pero estoy segura que es una sensación que buscaba Catalán. Como cuando uno abre una ventana en invierno —como el invierno de la portada del libro—, bien helado pero, al final, igual entra aire fresco.

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