El sueño de Violeta Parra

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Es mil novecientos treinta y tres (el León está de vuelta en La Moneda). Nicanor Parra ha egresado del Instituto Barros Arana –y ha comenzado sus estudios superiores en la Universidad de Chile–, pero permanece ahí, como inspector de patio, y con él su compañero Luis Oyarzún, con quien se ha vuelto inseparable.

 

Un día, Nicanor le comenta a su amigo la llegada a Santiago de su hermana Violeta, y lo invita a reunirse con ella durante el fin de semana en el Parque Forestal. La joven hermana de Nicanor rápidamente traba amistad con Oyarzún, quien se maravilla ante la locuacidad e ingenio de la joven Viola. Ella, en tanto, se siente atraída por la amabilidad de Oyarzún, un señorito  –poseedor de un ojo clínico que ya entrenaba a conciencia– quién escucha atentamente cada una de sus ocurrencias. Así, semana tras semana, y ya sin Nicanor de intermediario, las tardes en el Parque Forestal se van haciendo cada vez más cortas. Hablan sin parar, también cantan, ríen, a veces se detienen en algún escaño para escuchar alguna canción que ha recordado Violeta, alguna historia oída en San Fabián, en Chillán o en Lautaro. A veces se quedan en silencio, mirando las hojas secas en el suelo, la punta embarrada de los zapatos, las manos cruzadas sobre el regazo mientras el sol comienza a esconderse.

 

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El último sábado, hacia el final de la tarde, Violeta le da a Luis un sobre, lo mira a los ojos, luego baja la vista y le dice: “Tuve un sueño que me gustaría compartir contigo. Lo escribí en estas hojas… y me gustaría saber tu opinión la próxima semana”. Oyarzún, sin decir palabra, comprende enseguida que debe leerlo a solas. No ahí. Y sin mira la esquela la introduce en el bolsillo de su chaqueta de tweed a la vez que prosiguen la caminata.

 

 

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De vuelta en su habitación del Barros Arana, a solas y a punto de irse a la cama, Luis Oyarzún recuerda el misterioso sobre de Violeta y decide leerlo. El papel es celeste claro, casi blanco, y en él su manuscrita. El texto de la carta –el sueño– es algo imprevisto para él: relata una historia de amor entre ambos, es una declaración, una ilusión de mocedad y porvenir. La misiva ha sido toda una sorpresa para él. Una sorpresa no correspondida. Así, confundido y sin saber qué hacer guarda la carta en el cajón del velador. Durante la semana pide consejos a sus amigos –a excepción de Nicanor, ¡obvio!–. Jorge Millas, compañero de universidad, le sugiere inventar alguna excusa para no acudir a la cita, alguna chiva creíble y convincente. En un momento de chacota uno de ellos le sugiere que argumente un accidente: una rodada escalera abajo y un estado de coma de siete días. Y así llega otra vez el sábado, y Oyarzún no asiste a la cita. Esa tarde caminó varias horas por la Alameda en dirección a la plaza Italia, directo, sin asomarse por el parque. Por la noche, al regresar a su cuarto, y antes de dormirse, se percata de que la carta no está en el cajón del velador. En su lugar hay una nota firmada por Violeta en la que se lee: “Vine a buscar mi sueño”.

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