Susan Sontag, algo más grande de lo que esperaba ser

Una gran biografía escrita por Benjamin Moser, ganadora del premio Pulitzer, cuenta la vida de la autora de Contra la interpretación, captura sus diversas autoinvenciones y sus ideas tan radicales como deslumbrantes. Comenta la crítica inglesa Laura Feigel.

Susan Sontag

En noviembre de 1959, con 26 años de edad, Susan Sontag anunció su renacimiento como escritora y como ser sexual. Llevaba siete años casada con Philip Rieff y se había acostado con 36 hombres y mujeres. Pero fue sólo ahora, en la cama con la dramaturga cubanoamericana María Irene Fornés, que había tenido su primer orgasmo. “La llegada del orgasmo ha cambiado mi vida”, declaró orgullosa en su diario. “El orgasmo concentra. Deseo escribir. La llegada del orgasmo no es la salvación, pero sí el nacimiento de mi ego… La única escritora que podría llegar a ser es el escritor que se expone a sí mismo… Escribir es gastarse, es apostarse. Pero hasta ahora no me ha gustado ni siquiera el eco de mi propio nombre”.

Sontag. Vida y obra.
Benjamin Moser.
Trad. Rita da Costa, Editorial Anagrama, Barcelona, 2020, 832 pp.

El pasaje plantea preguntas sobre la relación de Sontag con su cuerpo (¿qué había salido mal anteriormente?, ¿qué había cambiado?), pero de manera más importante sobre su relación con la escritura. Había sabido desde niña que quería escribir. A los seis años, había planeado ganar el premio Nobel de literatura. Pero hasta ahora, únicamente había producido ensayos universitarios y el libro —Freud, la mente de un moralista— que había escrito para su esposo, basado en la investigación de él. Le faltaba la estridencia, el ingenio aforístico por el que pronto se conocería su escritura. Entonces, ¿qué la convenció de que tenía que ser un escritor “que se expone a sí mismo” (y ¿por qué ese “sí mismo” innecesariamente masculino?). Su nuevo modelo parecía ser Norman Mailer, cuyo ensayo de 1957 “El negro blanco” había conmocionado al establishment con sus proclamas sobre los orgasmos como la base de la identidad creativa, justo cuando Sontag estaba descartando su propia voz como “enclenque, precavida, demasiado cuerda”.

La relación de Sontag con Mailer es objeto de fascinación (y fue inmortalizada en el documental Town Bloody Hall, filmado en 1971, donde Sontag lo reprendía por referirse a las “señoritas escritoras”). Pero lo que su personificación de Mailer anuncia aquí es un momento de deliberada auto-invención de tipo que ella representó a lo largo de su vida con un éxito extraordinario. A menudo, se incitaba a sí misma a transformarse al mismo tiempo que se castigaba por su falsedad al hacerlo.

Su capacidad para la auto-invención es, con razón, un tema central en la biografía autorizada de Benjamin Moser. En 1971 Sontag se describió a sí misma como “sólo interesada en personas comprometidas en un proyecto de auto-transformación”, frase que fascina a Moser, quien ve la vida de Sontag como un proyecto primero para abrir la brecha entre la mujer que escribe y “Susan Sontag”, su famoso y carismático alter ego, y para luego cerrarlo.

Sontag había sabido desde niña que quería escribir. A los seis años, había planeado ganar el premio Nobel de literatura.

Las auto-transformaciones comenzaron en la infancia cuando, a los 11 años, la tímida y de frágil salud Sue Rosenblatt cambió su nombre a Susan Sontag (después del nuevo matrimonio de su madre) y juró “yo seré popular”, alterando su comportamiento para encajar con sus nuevos compañeros de escuela en Tuscon, Arizona. A la edad de 16, asistió a Berkeley durante un año, tuvo su primera aventura lésbica y se consideró “renacida”: “amar el propio cuerpo y usarlo bien, eso es fundamental… Puedo hacer eso, lo sé, ya estoy en libertad”. Pero poco después un amigo le recomendó dominar el sexo heterosexual para prosperar en medio de la homofobia. De ahí los 36 amantes: ella siempre fue metódica, después de todo. Luego estaba el matrimonio y la maternidad, donde Sontag desarrolló la personalidad de ayudante diligente y académica en formación. Y luego vino su huida a Oxford y a París, y el romance con Fornés, justo en el momento en que había empezado a encontrar insoportable el matrimonio (“es una institución comprometida con el embotamiento de los sentimientos”, se quejaba) y a sentir la urgencia de una búsqueda de escritura más radical.

“Siento florecer dentro de mí una vocación”, le escribió a su marido tras descubrir los orgasmos con Fornés. “Quiero ser libre. Estoy dispuesta a pagar el precio —en términos de mi propia infelicidad— por ser libre”. De esta manera, a fines de 1959, Sontag se inventó a sí misma como una mujer libre. Qué conjunto tan complicado y estimulante de impulsos estaban en juego, todos los cuales contribuyeron a lo que siguió: la reinvención del ensayo impersonal como un deslumbrante espectáculo de fuegos artificiales y vehículo de la fama.

Cuando se publicó la primera colección de ensayos de Sontag en 1966, ella ya era famosa, aclamada en el New York Times como “fácilmente la crítica más controvertida escribiendo hoy en los Estados Unidos”. Lo había sido por “Contra la interpretación”, con su llamado a “una erótica del arte” en lugar de interpretación; lo había sido por los ensayos que redefinían lo que podía ser la novela y cómo debería entenderse el psicoanálisis. Lo había sido por sus brillantes y que podía definir una carrera «Notas sobre el camp», que delinearon las características del camp y defendieron el “esteticismo e ironía homosexuales” como una de las dos fuerzas pioneras de la sensibilidad moderna, junto con la “seriedad moral judía”. El éxito de esta auto-transformación dejó a sus amigos asombrados. ¿Cómo puede una crítica ser tan famosa? ¿Qué había hecho que Andy Warhol reconociera un espíritu afín y decidiera en 1964 inmortalizarla como la lacónica estrella de sus Screen Tests, descansando elegantemente con lentes de sol? Aquí estaba todo lo que había esperado en esa entrada pos-orgásmica del diario, donde continuó diciendo que su deseo de escribir estaba “relacionado con mi homosexualidad. Necesito la identidad como un arma, para igualarla al arma con la que la sociedad me amenaza”. Sin salir del clóset como lesbiana, había logrado hacer que la homosexualidad fuera atractiva y hacerse famosa al mismo tiempo.

Una vida con tantas poses, tantas superficies superpuestas de forma confusa una encima de la otra, es difícil de describir, pero Moser hace un trabajo bastante brillante. En el transcurso de 800 páginas, tenemos a Sontag como hija, amiga, amante, esposa y madre, pero la escritura de Moser es apropiadamente resuelta y anecdótica, por lo que hay menos la sensación de años acumulados que de yoes intentados. Él es un ensayista, se ocupa de una ensayista, y sus mejores pasajes son lecturas biográficas de sus escritos. Su evaluación de las novelas de ella es contundente y perspicaz. De su deliberadamente ilegible El benefactor, escribe: «La determinación de Sontag de crear un narrador poco confiable es tan confiable que se vuelve tedioso: después de todo, no hay nada aquí en lo que, para empezar, confiemos”.

Una vida con tantas poses, tantas superficies superpuestas de forma confusa una encima de la otra, es difícil de describir, pero Moser hace un trabajo bastante brillante.

Él hace un buen uso de los archivos, citando una reveladora selección de entradas del diario, cartas y ensayos inéditos, incluido un borrador de ensayo de 1973 sobre Sartre que describe como un acto de “autoficción”. Aquí ella critica al escritor francés por su pacto fáustico con la droga anfetamina y por su política (“filisteísmo, en el familiar disfraz de moralismo”), viéndolo vender su alma en aras de la fama constante, en términos que ciertamente tienen más sentido cuando se leen junto con su propia vida. Moser también analiza sus puntos de vista políticos de manera convincente y con opiniones, criticándola por ser demasiado crédula sobre Vietnam del Norte, aplaudiendo su decisión de presentar Esperando a Godot en Sarajevo y lamentando su fracaso en declararse homosexual o arriesgarse a hacer declaraciones personales durante la crisis del sida (su ensayo de 1989 El sida y sus metáforas resultó ser formal y cobarde en un momento en el que ella, de manera útil, podría haber ido más lejos hacia la auto-exposición a la que se incitó a sí misma en 1959).

Encontré a Moser menos interesante en cuanto a la psicología, y esto nuevamente puede ser apropiado, dado que los amigos de Sontag la criticaban repetidamente por su falta de perspicacia psicológica. No es que Moser no sea perspicaz —sus juicios suelen parecer verdaderos—, sino que no tiene el tipo de curiosidad novelística que tienen algunos biógrafos. El hijo de Sontag, David, y su esposo, sus amantes y sus amigos, no emergen como personas reales. La propia Sontag lo hace, hasta cierto punto, pero Moser tiende a diagnosticar sus trastornos con el lenguaje de un manual de psicología. “Ella permaneció”, nos dice, “casi hasta la caricatura, la hija adulta de una alcohólica, con todas sus debilidades”; su uso de anfetaminas aparentemente empeoró los “trastornos de personalidad agrupados en el Cluster B” (miedo al abandono, soledad inconsolable, conductas antisociales como la rudeza y la volatilidad).

No creo que esto sea particularmente importante. Se han escrito otros libros sobre Sontag, y más seguirán: ella no muestra signos de perder su estatuto de estrella. Por qué ella, podríamos preguntarnos, y Moser lo hace. Su respuesta: “Ella creó el molde y luego lo rompió… Ella mostró cómo permanecer anclada en los logros del pasado mientras abrazaba su propio siglo… Ella defendió la superación personal, para convertirse en algo más grande de lo que esperaba ser”.

Muchos de sus libros se benefician de la relectura, muchos de sus juicios todavía se sienten no sólo frescos sino urgentemente necesarios en la actualidad. Aquí está en 1973, por ejemplo, cuando finalmente se declaró feminista (una identidad tan compleja para ella como ser lesbiana, y, es obvio, no carente de alguna vinculación): “Crear una relación no represiva entre mujeres y hombres significa borrar como sea posible las líneas de demarcación convencionales que se han establecido entre los sexos”; “la familia ‘nuclear’ moderna es un desastre psicológico y moral”. Aquí está ella sobre los Estados Unidos: “La calidad de vida estadounidense es un insulto a las posibilidades de crecimiento humano; y la contaminación del espacio estadounidense… embrutece los sentidos, convirtiendo a la mayoría de nosotros en neuróticos grises”. La necesitamos ahora, más que nunca, y esta biografía la mantiene desafiantemente viva: argumentativa, obstinada, a menudo acertada, siempre interesante, animándonos a mejorar nuestro juego mientras la vemos en su mejor momento.

[Reseña aparecida en The Guardian 5-9-2019. Se traduce con autorización de su autora. Traducción: Patricio Tapia.]

Lara Feigel

Lara Feigel es escritora, crítica e historiadora cultural, profesora en el King’s College de Londres. Sus trabajos se centran en los años treinta y la Segunda Guerra Mundial. Entre sus publicaciones: Literature, Cinema, Politics (2010), The Love-charm of Bombs (2013), El amargo sabor de la victoria (2016; Tusquets, 2016), Free Woman (2018) y una novela, The Group (2020). Colabora frecuentemente en publicaciones como The Guardian, Prospect y TLS.

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