Adriana Valdés sobre Marx y sus amigos 

Marx y sus amigos: para curiosos y desprejuiciados (Catalonia), es el nuevo libro del sociólogo Ernesto Ottone. Adriana Valdés lo comenta en este texto, que leyó en la presentación de la publicación, el 6 de agosto en el CEP. 

Adriana Valdés [Crédito foto: Paloma Palomino, Revista Paula]

Como ustedes saben, Hannah Arendt publicó en Estados Unidos, en 1968, la primera selección de escritos de Walter Benjamin traducidos al inglés, con el título de Illuminations. En un glorioso prólogo a ese libro, dice ella de Benjamin que es uno de los marxistas más extraños que darse puedan,  y eso en un campo en que abundan los seres extraños:  “Benjamin was the most peculiar Marxist ever produced by this movement, which God knows had its full share of oddities”.[1]

Me acordé de esa cita leyendo el libro que hoy presentamos. Es un libro en el que desfilan seres extrañísimos, comenzando por el mismo Carlos Marx:  el libro comienza con una biografía que lo ubica en el tiempo, en el espacio, en el campo de las ideas vigentes durante su vida, y por qué no, en las relaciones de producción. Decir esto último es un atrevimiento mío y me hace recordar los estremecimientos que podía provocar  en tiempos pasados decir algo como eso.  Como otros intelectuales de la época, Marx suponía que sus benefactores y las herencias familiares, además del trabajo y sacrificio de su mujer, sostendrían su trabajo intelectual, ajeno a esas preocupaciones secundarias,  despreciables.  Decir una cosa así me hubiera dado en mi juventud mucho miedo.

Me seducen los seres extraños. También los estremecimientos de la culpa.  Más todavía me seducen las relaciones rarísimas que a lo largo de la historia personal y colectiva vamos estableciendo con seres muy extraños, como lo fue, por ejemplo, Marx. Podemos decir que Marx, para mi generación, era todo menos un nombre indiferente.  Al contrario, era un nombre rodeado de un aura. En su nombre,  se condenaba o se aceptaba, se hacía pertenecer o se excluía. Recuerdo las miradas, en las reuniones universitarias:  la santificación o la condena a las tinieblas exteriores…

Marx, para mi generación, era todo menos un nombre indiferente. En su nombre,  se condenaba o se aceptaba, se hacía pertenecer o se excluía.

Ernesto Ottone, autor, insiste en que el suyo es un libro laico. Lo recuerdo a propósito de eso de las tinieblas exteriores, que es una metáfora sumamente religiosa (creo que es de San Anselmo, al escribir sobre los tormentos del infierno).  Me pregunto qué será para Ernesto Ottone un enfoque laico. Voy a sus otros libros para averiguar. He leído su historia, El viaje rojo,  por ejemplo, que tiene una parte que se llama “El viaje laico”.  Y llego a lo siguiente:  “laico”, para este Ernesto Ottone de mi propia generación, algo más joven, es, en sus palabras, “apegado a combinar la libertad, la democracia y la igualdad; ajeno a las verdades absolutas y definitivas en filosofía y más aún en política.” En otra parte dirá “ajeno al fanatismo”. Es decir, es laico como lo fue Norberto Bobbio, quien entendió el laicismo, contra el espíritu binario de la guerra fría,  “como ejercicio del espíritu crítico contra los opuestos dogmatismos de católicos y comunistas”. [2] 

Para alguien que tuvo educación muy religiosa, como yo, la oposición natural a lo “laico” es lo “clerical”.  Pero eso no viene muy al caso aquí.  O tal vez sí.  Porque desde esta mirada hay dos cleros que ocupan la posición contraria al laicismo. El clero de la iglesia católica, sobre el que hoy no quiero decir una sola palabra, y el clero de una iglesia comunista.  Dos credos, sentidos como dos dogmatismos, cuya oposición estaba plenamente vigente para la generación nacida en Chile durante la segunda guerra mundial o un poco después.

Es un libro “para curiosos y desprejuiciados”, dice el subtítulo.  Permítanme dudar, en primera instancia,  de que se pueda ser “desprejuiciado”.  Si no es un exceso de bondad con uno mismo (o una misma, tratándose de mí.)  Lo terrible de los prejuicios es que son inconscientes.  Uno, como sujeto, no tiene prejuicios.  Los prejuicios los tienen los demás, como diría Ambrose Bierce,  autor del Dccionario del diablo,  quien definiría “ideología” como las opiniones de un oponente”.   

Sin embargo, en una segunda instancia, se podría defender eso de “desprejuiciado”, en el sentido de que ciertos prejuicios, antes tenidos por verdades, han sido arrancados violentamente de la conciencia, reducidos a la condición de maleza.  Es decir, al “desprejuiciado” le ha sucedido algo radical: se ha despojado de las ideas que alguna vez sostuvo, ha tenido que buscar otros aleros conceptuales, ha debido liberarse de ideas, orientaciones y esquemas mentales que en algún momento lo definieron. Se ha dado cuenta de que ha sostenido algo insostenible. Tremenda experiencia esa, que en el caso de nuestro autor tuvo hitos externos espectaculares.  En el caso de otros de mi misma generación, el proceso de despojo ha sido más gradual y silencioso, pero probablemente también atormentado.  Y más intelectual también, en la medida que otros nombres van superponiéndose al de Marx, otros de los que figuran entre “sus amigos” en el libro que presentamos.

Es un libro “para curiosos y desprejuiciados”, dice el subtítulo. Permítanme dudar, en primera instancia,  de que se pueda ser “desprejuiciado”. Lo terrible de los prejuicios es que son inconscientes.

Pienso en Gramsci,  claro, en “el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad” que se ha transformado en la consigna de un artista tan cercano a mí  como Alfredo Jaar,  Premio Nacional de Arte residente en Nueva York, quien habla de él cada vez que tiene que definir su propio pensamiento y que le ha dedicado conmovedores y sucesivos homenajes, a él y al poema de Pasolini sobre su tumba.  Es una generación que es casi post Marx, desde Marx, claro está.  Jaar es diez o quince años menor que yo, que mi generación, pero en él está claramente Marx, a través de Gramsci, y en su  dimensión utópica, en su utópico “candor”[3].  En ese horizonte, que yo sepa, Lenin no existe: porque Lenin, visto desde este libro de Ernesto Ottone, es una voluntad férrea de concreción,  un gesto ajeno a la utopía.  Menos aún existe Stalin.  No existe la historia del marxismo real en Jaar;  existe Marx en lo que tuvo de “candor utópico”, de fuerza profética que ha podido mantenerse a pesar de los socialismos reales y su maltrecha historia, un cierto “atractivo ético”[4] , por cuanto recuerda siempre la culpable distancia que nos separa de las víctimas, tanto históricas como económicas. 

Pienso en una  grande, grandísima novela  como El hombre que amaba los perros, del cubano Leonardo Padura. Para mi generación, es una novela que se sufre. Allí  desaparece el “candor utópico”, el “atractivo ético”:   la historia del marxismo-leninismo se muestra con crudeza y en la inmediatez de una conciencia como la de Ramón Mercader, el asesino de Trotski, criado para eso, adoctrinado para eso, limitado por una parte y por otra “empoderado” hasta ser capaz de ese asesinato y de todos los engaños que lo hicieron posible. Leerla con gran dolor, por sentir cuánta generosidad juvenil, cuánta ilusión, se fue poniendo al servicio de un asesinato político producido por la necesidad de unificar el poder, de hacerlo monovalente bajo Stalin.  Leerla también con mucha rabia, por lo mismo.  Y con enorme admiración por Padura, capaz de ese tono revelatorio, complejo, inteligente. Ha hecho de una novela histórica un instrumento muy sagaz de análisis político, y sobre todo de la trayectoria de una generación.

Hay algo de venganza también en el tono bonachón , crítico,  y más bien distante – laico –  que tiene este libro, Marx y sus amigos:  como si ya no tuviéramos rabia.  Me estoy repitiendo con esto de la generación, señal es de que algo me duele a mí.  Los crímenes históricos se consignan, se refieren en un tono neutro; los personajes históricos se muestran muchas veces en anécdotas que revelan limitación y estupidez.  Pocos, como Stalin, son intrínsecamente siniestros.  Pero el tono de los indignados está ausente de este racconto.  Esto tal vez le da más fuerza y más permanencia que un griterío afín al que nos rodea,  en que todo es tan escandaloso que la palabra escándalo ya no significa nada, y en que indignarse una vez más es latero y cansador.  No encontraremos aquí ninguno de esos tonos. Leyendo hoy en El Mercurio una carta de Agustín Squella,  sobre “lo que significa ser comunista”,  me doy cuenta de que los hechos se exponen  en este libro con un tono campechano, cansino, que busca poner en evidencia, solo por los hechos narrados, lo que Squella llama “la contrahistoria del comunismo, o sea, el feroz contraste entre los postulados comunistas y la realidad de los países que tuvieron regímenes de ese tipo.”

Por eso es que el libro de Ernesto Ottone se preocupa de “los herederos políticos” de Marx;  es a ellos a quienes llama “sus amigos”.  No hace desfilar del mismo modo a quienes heredaron  su pensamiento y trabajaron a partir de sus ideas. Una consigna como la que decía “Marx, Mao, Marcuse” en los años setenta no está entre sus intenciones.  

En mi caso personal, tengo dos deudas grandes e idiosincráticas con el pensamiento de Marx, y absolutamente ninguna, creo, con su aplicación en la práctica de sus herederos políticos.

En mi caso personal, tengo dos deudas grandes e idiosincráticas con el pensamiento de Marx, y absolutamente ninguna, creo, con su aplicación en la práctica de sus herederos políticos.  Es decir, quisiera quedarme con un pedacito de Marx y dejar de lado a casi todos los que aparecen como sus amigos; salvo los vencidos, por cierto, salvo Gramsci, su celda, sus cuadernos, su inteligencia encarcelada, porque estuvo a salvo, paradójicamente, de ponerse en acción. 

La primera deuda que tengo con el  pensamiento de Marx se emparenta con el huevo de Colón, tan simple es y tan radical en sus consecuencias para mí.  La recuerdo con frase de Ernesto Ottone en este libro, pero estaba a comienzos de los setenta en los manuales, los abecedarios de marxismo de mis estudiantes. Decía que “el ser social determina la conciencia social”.  Podríamos discutir dos semestres universitarios sobre el alcance del verbo “determina”.    Me bastó pensar que “condicionaba”:  que mi propio pensamiento (lo creía tan libre, tan desprejuiciado), surgía al menos parcialmente de un  conjunto de condiciones externas. Es tan obvio como el huevo de Colón.  Es también un terremoto mental grado nueve, donde se rompen los diques, todo se inunda y cambia para siempre.  Muy ingenua, muy candorosa he de haber sido para que me hubiera producido ese efecto. Hasta entonces,  tal vez, pensaba en mí misma como un “alma bella”,  o por lo menos un proyecto de “alma bella”.  Gracias a esa parte del catecismo marxista, la única en que sigo creyendo a pie juntillas, lo más sospechoso de todo para mí es mi propia posición; el primer objeto de la duda y el escepticismo son mis propias convicciones.  Alguna vez pensé en lo sospechoso de defender principios que coinciden demasiado bien con los intereses. Y ese modelo lo aplico también a las de todos los demás, de ahí mi devoción por Ambrose Bierce.

La segunda deuda –enorme– es la de poder seguir el atormentado pensamiento de ese marxista raro entre los raros, nuestro santo patrono por mucho tiempo. Hablo de Walter Benjamin, por supuesto. Siempre vuelvo a lo que piensa en muchos, muchos campos,  pero hoy no es del caso entrar en eso.  Me basta, para pensar en los avatares del pensamiento marxista, pensar en sus atormentados intercambios con Bertold Brecht o los otros, muy distintos, con Theodor Adorno.

Una entelequia como “la ortodoxia marxista” estaba en juego en cada una de esas relaciones, tan distintas entre sí.  En cada caso la ortodoxia era distinta. Invocar la ortodoxia era fundamental para crear culpabilidad en el otro, sensación de insuficiencia, hasta de pecado. Volvemos una y otra vez sobre palabras de connotación religiosa. Cada uno de ellos encarnaba en un momento para Benjamin una “ortodoxia” a la que él no podía aspirar, un estado superior del pensamiento marxista ante el que se sentía excluido, humillado, impotente. Brecht encarnaba una ética violenta y exigente, una permanente acción, y una posición muy discutida en el campo de la intelectualidad  marxista, pero fue un encuentro trascendental para Benjamin;  Adorno, el método (cualquiera) correcto de análisis social.  Ante ambos, una mente como la de Benjamin se sentía en falta, y recibía reproches capaces de herirla profundamente.  No haré aquí la loa de Benjamin,  la tengo escrita en muchas partes;  sólo diré que el espíritu de autoridad en la interpretación del pensamiento marxista se empleó en ambos casos de manera tal, que fue una anteojera, un impedimento para entender la revolución de pensamiento que se encarnó en él: un motivo de reprobación y de ridículo. 

Este libro ha hecho desfilar ante mis ojos una galería de personajes que están en tránsito desde los titulares de diarios que leí en mi juventud hacia los libros de historia. Se trata de  personajes,  muchos de ellos,  primero condenados y luego reivindicados.

En este libro de Ernesto Ottone, muchas de las situaciones en que se ven los personajes políticos ensalzados y luego condenados tienen que ver con este espíritu de condena y exclusión, en que vida y reputación penden de un hilo, tanto para políticos como para intelectuales que participan de la vida política.  Gyorgy Lukacs inventó el Hotel Abyss, un lugar semimágico donde vivían muy confortablemente los pensadores que vaticinaban, contemplaban o esperaban el abismo. Por mi parte, recuerdo la prudencia de Sor Juana Inés de la Cruz, cuando decía en su famosa carta a Sor Filotea que el error en las letras se castigaba con el ridículo, pero el error en la doctrina – eran tiempos de la Inquisición – se castigaba con la muerte…  Es la diferencia entre los “amigos” o “herederos políticos” de Marx, tantos de ellos ejecutados como muestra este libro, y los habitantes de Hotel Abismo, imaginado por Georgy Lukacs, en los que también pervivió Marx. 

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En esta presentación no hablo de literatura, lo que hago es comentar cómo ha hecho desfilar ante mis ojos una galería de personajes que están en tránsito desde los titulares de diarios que leí en mi juventud hacia los libros de historia. Me los ha hecho recordar; pienso que a los más jóvenes les será útil e interesante acercarse a esta galería.  Se trata de  personajes,  muchos de ellos,  primero condenados y luego reivindicados, en movimientos pendulares de consagración y condena, nada laicos desde luego.   Se agradece entonces la información que nos da el autor, junto con su tono de conversación, de oralidad, de sencillez y de experiencia. Y sobre todo, su escepticismo y su humor.


[1] Walter Benjamin, Illuminations, edited and with an introduction by Hannah Arendt, translated by Harry Zohn, New York:  Schocken Books,  1969, p. 11.

[2] Norberto Bobbio, “Autobiografía intelectual”, en De Senectute, Madrid, Taurus, 1997 (publicado en italiano en 1996), p. 164.

[3] La palabra es de Bobbio, creo.

[4] La frase está en el epílogo del libro que presentamos.

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