Encontrándome con mi familia a través de Wisława Szymborska

A partir de «Lecturas no obligatorias», nuestra colaboradora Catalina García hace un recorrido por su historia familiar, un poema de Szymborska y un viaje al corazón de los polacos.

Foto: Catalina García.

Lecturas no obligatorias
Wisława Szymborska
Hueders
2016


Cuando  le pregunté a mi abuela si conocía a Wisława Szymborska primero no me entendió. Estaba pronunciando mal su nombre. “¿Wislava qué?” respondió. Después recordé que esa letra extraña —una “t” ladeada— también está en su apellido. En su carnet chileno está escrito “Szkarlat” pero la ele no es realmente una ele sino que una wu, como diría ella. Szkarłat se pronuncia Shkaruat y Wisława Szymborska se dice Visuava Shimborska. Cuando por fin pronuncié bien su nombre y su apellido me dijo “ah sí, la Nobel. En el colegio tuve que leer sus poemas. ¡Era más fome!” y siguió jugando Candy Crush en el computador.

Mi abuela es polaca. Nació tres años después del fin de la Segunda Guerra Mundial en Olsztyn, un pueblito minúsculo al norte de Polonia, y cuando tenía alrededor de 20 años se vino a Chile casada con mi abuelo, chileno. Es una abuela dulce y amable, como la mayoría de las abuelas: de niña me enseñó a no sacarle las hojas a las plantas, porque también les dolía, y a cantar una canción sobre una locomotora que iba a Varsovia. Pero, al igual que todos los polacos que han constituido mi universo, puede ser una mujer fría, dura e históricamente herida, características que en su caso se manifiestan en agresividad, orgullo y un terror patológico a los timbres.

Wisława Szymborska (1923 – 2012) fue una escritora polaca galardonada con el Premio Nobel de Literatura que al día de hoy es esencialmente reconocida como poetisa. Es también la autora de “Lecturas no obligatorias” (Hueders, 2016), un libro que compila 94 textos breves en prosa, de no más de dos o tres páginas. Éstos funcionan como comentarios o parodias de reseñas sobre libros relativamente exitosos pero a los que prácticamente nadie les suele dedicar unas cuantas palabras: calendarios, libros de estadística, manuales de jardinería y cosas así.

Antes de leer “Lecturas no obligatorias” los únicos textos literarios polacos que había leído en mi vida habían sido los libros infantiles que me leía mi abuela. Para esta ocasión me entusiasmaba aproximarme a un libro de una autora polaca pero no esperaba encontrarme con nada que me fuese a tocar particularmente. La premisa del libro, además, me parecía un tanto extraña. ¿Por qué querría yo leer comentarios sobre textos no literarios? ¿Qué podía encontrar de interesante en un libro que compilaba escritos semejantes? Grande fue mi sorpresa cuando empecé a leerlo.

Lo que más me llamó la atención de “Lecturas no obligatorias” fue lo alegre, libre y vivaz que se sentía la voz de la autora. Los libros sobre los cuales se suponía que serían los comentarios al final funcionaban como meras excusas para escribir y pasarlo bien o, en palabras de la misma Szymborska: “solo el pretexto para entretejer libres asociaciones”. Un texto podía partir como un comentario sobre un libro de paleontología pero terminar como una reflexión sobre el comportamiento humano, o quizá una ironía sobre un personaje importante, o una divagación hacia un pensamiento nostálgico.

“Señores y señoras, el gran Michel de Montaigne era uno de esos bichos raros que no hacían ascos al agua”, escribe Wisława en «Los pies del príncipe, por no hablar de otras partes del cuerpo». Y continúa: “¡Michel de Montaigne se bañaba! ¡Y a menudo! ¡Y con gusto, además! ¡A pesar de vivir en una época recubierta de mugre! De la admiración se me cayó el bolígrafo al suelo” (p. 198)

La libertad y el ánimo con que está escrito “Lecturas no obligatorias” me parecieron entrañablemente cálidas y profundamente impropias de lo que en mi mente era una mujer polaca. Sentí que las palabras de Wisława Szymborska podían tornarse ligeramente familiares sólo porque mi abuela es una especie de polaca rehabilitada en Latinoamérica: curada del reumatismo, la histeria y el pánico frente a la autoridad. No podían ser las palabras de una polaca corriente, porque en mi mente no cabía una polaca que viviera en Polonia así de tranquila, así de saludable, así de alegremente optimista.


Una noche me senté con mi abuelo a conversar sobre lo inusualmente cálida que me parecía la prosa de Szymborska. También le hablé de un poema que le había pedido a mi abuela que me leyera: “Un gato en un departamento vacío”. Le dije que Wisława Szymborska no sonaba polaca. Por un instante me pregunté si no habría experimentado algo parecido a lo de mi abuela, quizá viviendo en alguna otra parte del mundo, cuando de pronto mi abuelo me dijo: “Los polacos sí son cálidos. Te sientas a tomar con un grupo de polacos y cuando a todos se les derrite la tensión a puro vaso de vodka, terminan llorando y abrazándote de lo mucho y muy intensamente que te quieren. Son personas sensibles, alegres y cariñosas. Sólo que aún tienen demasiado miedo”.

En junio de este año conocí el país y la ciudad de mi abuela, que también es el país de Wisława Szymborska. Ni en París ni en Londres, recientemente afectados por ataques terroristas, un policía me miró con desconfianza ni me trató con poca amabilidad. Pero en Polonia, un país que vive en relativa tranquilidad considerando la tensión en el resto de Europa, todos parecían en estado de guerra. Los uniformes de la policía civil parecían militares, todos me dedicaron miradas implacables y amenazadoras y me hablaron en el español más duro que jamás he oído en mi vida. En policía internacional revisaron mi pasaporte con lupa –literalmente – y me dejaron ingresar casi a regañadientes.

Salí del aeropuerto de Cracovia y ahí estaba esa tensión de la que había construido mi imaginario polaco: esa frialdad, esa educada agresividad que en Polonia debe llamarse severidad. Primero en la policía, después en las calles. Parecía estar en todas partes hasta que llegué a la casa de la mejor amiga de mi abuela en ese minúsculo pueblito al norte del país. Ewa salió gritando de su casa sujetando a su gato gordo y negro y, mientras me abrazaba, exclamó en su precario inglés “I am so happy!!!!”. Me alimentó casi una semana con comida local. Me sacó a pasear. Me acompañó al supermercado y a sus casi 70 años cargó conmigo conservas y frascos de mermelada desde un lado del pueblo al otro, a pie. Cuando tuve que despedirme estuvo a punto de ponerse a llorar.

Catalina junto a Ewa, la mejor amiga de su abuela, en Olsztyn, Polonia.

Cuando volví a Chile, la calidez en la obra de Wisława Szymborska ya no me pareció tan impropia. Observando a mi abuela, habiendo conocido a los polacos dentro y fuera de la intimidad, comprendí que, tal y como había dicho mi abuelo, la calidez quizá efectivamente existe en el pueblo polaco, aunque bajo una gruesa capa de heridas históricas. En algunos se manifiesta como miedo, en otros como orgullo, en otros como desconfianza. La literatura no necesariamente muestra el exterior de un autor. Ya sea a través de la narrativa o la poesía, parte de lo emocionante de leer es que podemos asomarnos un poco a la intimidad de los escritores. Era precisamente eso lo que creo haber estado haciendo al leer “Lecturas no obligatorias” o “Un gato en un departamento vacío”: accediendo al núcleo de Wisława Szymborska.

Con esta resolución mi intención no es despojar a la autora de elementos que la vuelven destacada: Wisława Szymborska es muchísimo más que una narración o una poesía cálida. Pero descubrirla y leerla resultó un ejercicio hermoso e interesante para comprender un poco más de la naturaleza que corre por mis venas. Que es la sangre de mi mamá, de mi abuela y de muchos polacos y polacas. Dura y fría por fuera, como el suelo de Siberia, pero dulce, cálida y alegre por dentro, como la obra de Szymborska. También crítica, también irónica, también ingeniosa. Todavía estoy conociéndola, pero creo que ya la quiero.

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