Muñecos de aserrín: crónica de Roberto Arlt

El escritor y periodista argentino Roberto Arlt estuvo en Santiago entre 1940 y 1941, en el inicio del Frente Popular, como corresponsal del diario argentino «El Mundo». Una selección de aquellas crónicas enviadas por Arlt han sido recientemente publicadas en el libro La química de los acontecimientos: crónicas y columnas desde Chile, del sello La Pollera. La siguiente crónica de Arlt, incluida en la selección hecha por Felipe Reyes para La Pollera, apareció originalmente en «El Mundo» el 3 de mayo de 1941.

Roberto Arlt

La química de los acontecimientos es tan tremenda que hay hombres que siendo de carne recristalizan en agresivas tallas de acero, y no se sabe qué admirar más, si el misterio de su molecularidad o la violencia bárbara del destino que así los fragua en carbono mayor.

Y a otros hombres, también de carne, la alquimia de los acontecimientos los trueca de madera y en el engranaje de la demoniaca fábrica donde prevalece la Muerte sobre la Vida, quedan molidos y pergeñados en muñecos de aserrín, de pintadas virutas.

Nada, en sus apariencias humanas, se altera. A la vista de sus prójimos continúan viviendo una fisiología inalterada. Pero si nos acercamos a ellos, el paisaje de sus estados de conciencia nos sume en una extraña perplejidad. Entonces nos damos cuenta de que sus potencias no son tan enteras como las potencias de un muñeco de aserrín, y que salvando la apariencia tienen más trazas de homúnculos escapados de las retortas de un Alberto el Grande, que de hombres que alientan el aire de nuestros días.

Nos hablan y no los entendemos. Nos lloran y no los compadecemos. Vomitan sus anatemas y no consiguen ultrajarnos. Gesticulan, levantan los brazos, se mesan los pelos enmarañados, nos gritan sus dramas de polichinelas, y nosotros, de pie junto a ellos, súbitamente entendemos que estamos en presencia del hombre al revés; del hombre cuyo futuro es el pasado, del hombre cuyo progreso es la regresión. La Edad Media se les representa el paraíso perdido.

Hay hombres a los que la alquimia de los acontecimientos los trueca de madera y en el engranaje de la demoniaca fábrica donde prevalece la Muerte sobre la Vida, quedan molidos y pergeñados en muñecos de aserrín.

Un crítico materialista, interpretando este fenómeno en su aspecto más inmediato, nos diría que semejantes nostalgias de regresión nacen de la necesidad de resolver determinados problemas económicos de modo feudal. Yo diría que aparte de esa natural exigencia de la realidad financiera, en el muñeco de aserrín existe otro deseo más íntimo, no expresado aún con suficiente claridad, y que a modo de un negro corazón, riega de fuego sombrío un anhelo profundísimo y largo. Necesidad de recuperar la fe, no importa de qué fe se trate.

El que tiene la fe, tiene la esperanza. Fe y esperanzas apuntalaron durante muchos siglos estados de conciencia vigorosos. A veces, la fe se refugiaba en la herejía, y la herejía era a modo de generoso tónico renovador para ciertas comunidades. El estado de conciencia se ramificaba hasta el punto de crear su selva, es decir, su derecho y sus instituciones.

Hoy, los puntales se han quebrado, la estatua de carne ha devenido muñeco de aserrín, y el estado de conciencia se zarandea como una almadía en la cresta de las olas, mientras que sus endebles leños amenazan desligarse para desaparecer en la tempestad.

Pero antes de pasar a examinar los estados de conciencia del muñeco de aserrín de nuestros días, conviene detenerse en las colecciones que perpetúan los retratos del muñeco de hierro de la Edad Media. Son de la misma hechura. Casi siempre nos encontramos en presencia de un rostro trabajado por la prudencia, cauto, de labios finos, de frente arrugada por batallas de pensamiento. Susceptible de transformarse en el más feroz batallador, trata de congraciarse con todos los credos, sin estar bien con ninguno. Es fanático por deporte y conveniencia y se exalta cuando se le acusa que la palabra de Dios resuena en su oído como un treno de órgano.

Acerquémonos a la intimidad del muñeco de aserrín de hoy. Él sabe que es mentiroso, que es injusto, sabe que sus obras están cargadas de contradicciones y que sus contradicciones se alimentan en su falta de convicciones. Este conocimiento de que se engaña a sí mismo y a los otros, le quita violencia persuasiva a su palabra y sus mentiras se escapan de los labios, más pálidas que calcos de cera.

El drama de este muñeco, precisamente, es su falta de fe, de fe en algo o en alguien, y por eso carece de esperanza. Tibio desde el punto de vista del apóstol, tibio desde el ángulo de una moral natural, estoica y materialista, como Saturno se devora a sí mismo, en sus hijos, en sus obras y en sus instituciones. Incrédulo de todo, constantemente está predicando la fe, la fe cuyas dos letras tiemblan como vírgulas de fuego en sus labios mentirosos. Avaro a pesar de confesar las teorías que niegan la utilidad de atesorar, dedica su vida a amontonar caudales cuyo crecimiento maravilloso lo hace temblar de más codicia y de más horror de perderlos. Este es el muñeco de aserrín. El de ayer estaba chapado de hierro y alentaba fuego, el de hoy, como un rey de carnestolendas, esgrime un cetro de pintados flecos de papel.

Al igual que los endemoniados en el infierno del terrible florentino, camina con la cabeza retorcida sobre su pescuezo, mirando hacia atrás.

Hacia atrás es la Edad Media. Esa muralla dentada en torno del burgo. Las buenas mujeres lavando las calzas en la orilla del río. Los arciprestes catando vino bajo de las cepas. Las corporaciones paseando el santo patrono. Los ejércitos espirituales con su devoción escrupulizada.

Ved hoy al muñeco de aserrín. Se pasea enflaquecido, con la melancolía de una rata, junto a la pasarela de la nave que se hunde. Sus tesoros se desvalorizan, sus creencias son despedazadas por los mismos en quienes ayer puso su confianza; sus manos baldías tratan de hacer una señal a las multitudes lejanas que trajinan en la orilla. Pero él no puede levantar sus brazos. Están rellenos de aserrín.

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