¿Te sientes abrumado? Cómo el arte puede ayudar en una emergencia

En este artículo, la escritora y ensayista británica Olivia Laing se refiere al poder de novelas, películas y pinturas, entre otras expresiones artísticas. El poder de proporcionar esperanza, un vital precursor del cambio. «El arte ha comenzado a sentirse no como un alivio o una evasión, sino como una formidable herramienta para ganar perspectiva en tiempos cada vez más difíciles», escribe. Laing es autora de los libros disponibles en español Crudo (Alpha Decay), La ciudad solitaria (Capitán Swing) y El viaje a Echo Spring (Ático de los Libros).

Olivia Laing en su jardín. Crédito: The Guardian.

MUCHO antes de la llegada del Covid-19, la velocidad y los contenidos de las noticias me hicieron sentir casi abrumada de miedo. Ante una avalancha de imágenes que incluyen niños migrantes en jaulas, glaciares derritiéndose e incendios forestales, se siente imposible procesar información, y mucho menos evaluar la mejor manera de reaccionar.

Hemos entrado en una era caracterizada por las fuerzas gemelas de la velocidad y la inestabilidad, en la que una superabundancia de potenciales amenazas — que van desde el Estado Islámico a la guerra nuclear, el ascenso de la extrema derecha, el Brexit, la catástrofe medioambiental y ahora una pandemia mundial — se ve acompañada por la falta de tiempo para procesarlas. Es imposible seguir el ritmo, y demasiado alarmantes las amenazas para mirar hacia otro lado. Gracias a los efectos acelerados de los medios de comunicación social, parece que el paisaje social está cambiando a tal velocidad que el pensamiento, el acto de dar sentido, es permanentemente obstaculizado. Cada vez es más difícil distinguir el peligro real de los rumores, las especulaciones, las teorías conspirativas y las mentiras deliberadas, un proceso que la propagación del coronavirus por todo el mundo solo ha intensificado. Entrar en Twitter o seguir las noticias en movimiento ha significado quedar atrapado en un ciclo de ansiedad hipervigilante.

Cada vez es más difícil distinguir el peligro real de los rumores, las especulaciones, las teorías conspirativas y las mentiras deliberadas.

Durante este período febril, me he encontrado anhelando otro tipo de marco temporal, en el que fuera posible tanto sentir como pensar, procesar el intenso impacto de las noticias y quizás incluso imaginar otras formas de existencia. El tiempo detenido de una pintura, por ejemplo, o las dilaciones de la novela, en las que es posible ver patrones y consecuencias que de otro modo son invisibles. El arte ha comenzado a sentirse no como un alivio o una evasión, sino como una formidable herramienta para ganar perspectiva en tiempos cada vez más difíciles.

¿Puede el arte hacer algo, especialmente en períodos de crisis? En 1967, George Steiner escribió un famoso ensayo sobre las deficiencias del arte tras el Holocausto. Argumentaba que si un comandante de un campo de concentración podía leer a Goethe y Rilke al anochecer y seguir cumpliendo con sus obligaciones en Auschwitz cada día, entonces el arte había fracasado en su función más elevada, que él definía como la capacidad de humanizar. El problema con este argumento es que implica que para que el arte tenga éxito debe actuar como una bala mágica, reorganizando sin esfuerzo las facultades morales; en efecto, anulando el libre albedrío.

El arte no puede inducir por la fuerza un cambio de comportamiento. No es una píldora de re-educación. La empatía no es algo que nos ocurra al leer Guerra y paz; el arte, sin embargo, sí puede proporcionarnos materiales radiantes para trabajarla. El arte no puede ganar unas elecciones ni derrocar a un presidente. No puede detener la crisis climática, curar un virus o resucitar a los difuntos. Lo que sí puede hacer es servir de antídoto en tiempos de caos. Puede ser una ruta hacia la claridad, y puede ser una fuerza de resistencia y reparación, proporcionando nuevos registros, nuevos lenguajes en los que pensar.

El arte puede servir de antídoto en tiempos de caos. Puede ser una ruta hacia la claridad, y puede ser una fuerza de resistencia y reparación, proporcionando nuevos registros, nuevos lenguajes en los que pensar.

Uno de los problemas de Internet como fuente de información es que no hay un final, una conclusión definitiva a la que llegar. Se viaja de link en link, persiguiendo digresiones y contradicciones, interrumpidas por continuas actualizaciones de última hora. La novela, por el contrario, es una tecnología de revelación ordenada, que ralentiza y acelera el tiempo para trazar conexiones y consecuencias en horas, minutos, segundos, o en décadas, incluso siglos.

Dickens es el maestro de esto, y me sorprende que no pueda haber mejor representación de lo que es la recopilación de información en las redes sociales que la tienda de cachivaches de Krook de Casa desolada. Este «emporio general de mucha mercancía despreciada» está desbordado de objetos indeterminados, entre ellos botellas de tizne y frascos de escabechado, montones de pergaminos, andrajos y cientos de llaves oxidadas. Enterrado en algún lugar de este caos enloquecedor hay, o podría haber, un documento vital, sin el cual nunca se logrará la claridad y la justicia.

Krook muestra su tienda de cachivaches. Ilustración de Casa desolada, de Charles Dichens, año 1853.

También hay una plaga en Casa desolada, el hiper contagioso virus de la viruela, que sirve para subrayar el argumento más amplio de Dickens sobre la interconexión, su decidido intento de mostrar que las clases sociales no son inviolables ni impermeables, y que ningún grupo de personas, por muy grandioso o rico que sea, está realmente separado de sus vecinos, por muy pobres o abyectos que sean. La fiebre no respeta títulos, apellidos ni domicilios, y corre indiscriminadamente desde el suburbio londinense de Tom-All-Alone hasta la propia Casa desolada. Esther se contagia porque se empeña en ayudar a la miserable huérfana sin hogar Jo, que tiembla y se tropieza de zanja en puerta, siendo siempre desplazada. Al darse cuenta de que ella también está enferma, se pone en rigurosa cuarentena, sabiendo que al cerrar la puerta a su querida amiga Ada, está realizando un acto de amor. «Como ella me amaba y deseaba que mi mente estuviera en paz», ella ordena, «no te acerques más que al jardín»: el tierno mensaje de todos los que se aíslan por su cuenta.

Uno de los placeres de Casa desolada es que se trata de un drama sobre el propio acto de recopilar información, produciendo lenta y laboriosamente claridad y orden a partir de mentiras, desinformación y obstrucciones. A principios de la década de 1990, la crítica y pionera de los estudios queer Eve Kosofsky Sedgwick escribió un esclarecedor ensayo sobre este proceso tan controvertido y esencial. En una ocasión, Maggie Nelson describió a Sedgwick como «gorda, pecosa, propensa a sonrojarse, engalanada con telas, generosa, misteriosamente dulce, casi sádicamente inteligente y, en la época en que la conocí, enferma terminal». Escribió «Paranoid Reading and Reparative Reading, or, You’re So Paranoid, You Probably Think This Essay Is About You» (Lectura paranoica y lectura reparadora, o, eres tan paranoico que probablemente pienses que este ensayo es sobre ti) en el centro de la crisis del Sida, en un momento en que muchos de sus amigos, amigas y colegas más cercanos estaban sufriendo una muerte difícil y dolorosa, y ella misma estaba bajo tratamiento por el cáncer de mama que más tarde la mató.

Aunque fue escrito predominantemente para un público académico, «La lectura paranoica» trata de algo que nos afecta a todos, que es la forma en que nos acercamos al conocimiento y a la incertidumbre, tal como lo hacemos constantemente en el curso de nuestra vida cotidiana, y particularmente en momentos de desastre o de rápido cambio político. Sedgwick comienza describiendo el enfoque paranoico, tan común y ampliamente practicado que a veces olvidamos que hay alternativas a él. 

Un lector paranoico se preocupa por recopilar información, rastrear vínculos y desvelar secretos. Anticipan y se defienden perennemente contra la catástrofe y la decepción. Siempre están al acecho del peligro, del que nunca, nunca, podrán saber lo suficiente.

Un lector paranoico se preocupa por recopilar información, rastrear vínculos y desvelar secretos. Anticipan y se defienden perennemente contra la catástrofe y la decepción. Siempre están al acecho del peligro, del que nunca, nunca, podrán saber lo suficiente. La paranoia puede ser un modo apropiado en circunstancias como las actuales, cuando el conocimiento es crucial y las reacciones rápidas importan. Como observa la poeta Anne Boyer en un ensayo muy compartido sobre el coronavirus, «el miedo educa nuestra atención a los demás: tememos que un enfermo pueda enfermarse más, o que la vida de un pobre pueda hacerse aún más miserable, y hacemos todo lo posible para protegerlo porque tememos una versión de la vida humana en la que cada uno vive sólo para sí mismo». No me asusta en absoluto este tipo de miedo, porque el miedo es una parte vital y necesaria del amor».

Portada de Modern Nature (Vintage, 2018), de Derek Jarman.

La dificultad radica en calibrar el nivel y la cantidad de información que es útil adquirir. ¿Cuánto necesita saber el ciudadano medio sobre epidemiología o cargas virales? ¿El cúmulo de posibles escenarios ayuda a una persona a actuar con seguridad o paraliza su capacidad de actuación? Además, ¿cuánto de lo que se lee es cierto, y cuánto se está utilizando para transmitir un mensaje más siniestro, como la insistencia constante de Trump [en el año 2020] de referirse a un virus «extranjero», su despliegue de una enfermedad para difundir propaganda sobre el cierre de fronteras? En el peor de los casos, Twitter, Facebook y similares pueden ser una fábrica para producir especulación y desconfianza, en la que el material viaja más rápidamente cuanto más aterrador es, proporcionando una evidencia completa para la desesperanza y el temor.

El ensayo de Sedgwick surgió de una conversación a mediados de los años 80 con su amiga Cindy Patton, una activista-historiadora de la epidemia de sida. En aquella época, se rumoreaba que el sida podría haber sido creado deliberadamente por el ejército estadounidense. Sedgwick estaba entusiasmada de escuchar la opinión de Patton y se sobresaltó con su respuesta. «Supongamos… que las vidas de afrodescendientes no tienen ningún valor a los ojos de Estados Unidos; que los homosexuales y los drogadictos se mantienen a raya allí donde no se les odia activamente; que los militares investigan deliberadamente formas de matar a los no combatientes a los que ven como enemigos; que la gente en el poder contempla con tranquilidad la posibilidad de que se produzcan cambios catastróficos en el medio ambiente y la población», dijo. «Suponiendo que estuviéramos tan seguros de todas esas cosas, ¿qué sabríamos entonces que no sepamos ya?».

En el peor de los casos, Twitter, Facebook y similares pueden ser una fábrica para producir especulación y desconfianza, en la que el material viaja más rápidamente cuanto más aterrador es, proporcionando una evidencia completa para la desesperanza y el temor.

Lo que Sedgwick sacó en limpio de este «pesimismo congruente», que tiene un claro eco en la actualidad, es que no siempre es necesario rastrear todos los datos de una crisis para responder eficazmente a ella. La afirmación de Patton le hizo darse cuenta de que hay otras preocupaciones válidas para artistas, activistas y la ciudadanía que se enfrenta a una emergencia o a una catástrofe. Al final de su ensayo, deja flotando brevemente y de forma sugerente otro posible enfoque, más preocupado por la creatividad y la reparación que por la llamada hermenéutica de la sospecha.

Una analogía útil para lo que Sedgwick denomina lo «reparador» es estar fundamentalmente más interesado en encontrar el alimento que en identificar el veneno, un impulso que ella localiza en artistas tan diversos como el pintor realista Jack Smith, el artista Joseph Cornell, el cineasta John Waters y la autora de Nightwood (El bosque de la noche), Djuna Barnes. Esto no es lo mismo que ser ingenuo o indiferente, ajeno a la crisis o indemne a la opresión. Por el contrario, se trata de ser impulsado a encontrar o inventar algo nuevo y vital a partir de entornos hostiles. «Lo que mejor podemos aprender de estas prácticas», explica Sedgwick, «son las muchas maneras en que los individuos y las comunidades consiguen extraer el sustento de los objetos de una cultura, incluso de una cultura cuyo deseo explícito ha sido a menudo no sostenerlos».

La fe de Sedgwick en el arte fue ganada a duras penas, y se derivó en parte del papel crucial que desempeñó durante los años de la plaga de la crisis del sida. En contraste con la rápida respuesta de la sanidad pública internacional al coronavirus, los primeros casos del «cáncer gay» en California y Nueva York en 1981 fueron recibidos con apatía y burla. En 1984, cuando ya se habían producido 5.596 muertes en Estados Unidos y se calculaba que 300.000 personas habían estado expuestas al virus, el jefe de prensa de Reagan todavía respondía a las preguntas sobre la epidemia bromeando sobre el posible estado de infección del periodista. El propio Reagan no pronunció la palabra «sida» hasta el 17 de septiembre de 1985. A finales de ese año, habían muerto 12.529 personas.

En esta situación, la visibilidad era importante. En 1987, un colectivo de seis artistas de Nueva York creó el gráfico «Silencio = Muerte», que se convirtió en el logotipo internacional del activismo contra el sida. Esta cruda frase se plasmó en letras blancas sobre un fondo negro bajo un triángulo rosado, tomado de la insignia que se hacía llevar a los homosexuales en los campos de concentración. Sirvió para marcar la llamada a las armas, una cruda refutación de la estigmatización y la homofobia.

Imagen del libro From After Silence: A History of AIDS Through Its Images (University of California Press, 2017), de Avram Finkelstein.

Si el silencio equivale a la muerte, entonces parte del trabajo de resistencia consistía en hacer visible el hecho del silenciamiento forzoso, así como en transmitir algo del daño que causaba. En 1989, el artista estadounidense y activista de Act Up, David Wojnarowicz, posó para una famosa fotografía. Mira furiosamente a la cámara, con los labios suturados con cinco puntos sueltos. Tres finos hilos de sangre recorren su barbilla. En esta angustiosa imagen, el dolor y la reparación se funden. La aguja penetra en la carne, las heridas autoinfligidas anuncian un daño mayor.

En nuestra época, el acto de coser los labios ha sido adoptado por los refugiados. He visto fotografías de refugiados con los labios cosidos realizadas en la frontera entre Grecia y Macedonia, en un centro de inmigración australiano en Papúa Nueva Guinea, en Atenas; todos ellos lugares en los que las fronteras están cerradas a ciertos cuerpos y se impide el libre paso. En estos casos, la imagen posee un poder insólito. Puede viajar donde el cuerpo no puede. Migra y se extravía, fijando su presencia permanente en la mente, revelando lo que -y a quién- ha sido excluido de la mirada por la fuerza.

El deseo de desvelar la crueldad oculta también está presente en una serie de performances sobre la violación realizadas a principios de los años 70 por la artista cubano-americana Ana Mendieta, cuando aún era estudiante en la Universidad de Iowa. En 1973, una estudiante de enfermería fue brutalmente violada y asesinada en la residencia del campus. Pasaron meses antes de que se produjera una detención, y durante ese espantoso periodo, Mendieta se encargó de crear obras sobre el ataque, transmitiendo su propio horror, así como llamando la atención sobre la epidemia invisible de la violencia contra las mujeres. En la primera de estas actuaciones, invitó a sus compañeros y compañeras de estudio a su apartamento. Cuando llegaron, la puerta estaba entreabierta. En el interior, había abundantes pruebas de que se había cometido un horrible crimen. Mendieta estaba atada a la mesa, semidesnuda, con la ropa interior por los tobillos. La sangre goteaba en el suelo. Los estudiantes se quedaron una hora y durante todo ese tiempo ella no movió un músculo.

Mendieta trabajaba justo en el comienzo de la segunda ola feminista, cuando todavía era posible creer en el poder de la revelación, en las tácticas de shock de recrear la violencia como una vacuna, una cura homeopática. Pero en la década de 1990, Sedgwick ya empezaba a preguntarse si no había algo extrañamente ingenuo en confiar en este tipo de revelación, «como si el hecho de hacer visible algo como un problema estuviera, si no a un mero salto de distancia de conseguirlo, al menos evidentemente un paso en esa dirección». Como si la violencia no fuera excitante para ciertos apetitos; como si la expresión del dolor no pudiera consumirse con avidez.

La fe en esta inoculación se mantiene, por supuesto. En 2017, la actriz Elisabeth Moss anunció su irritación con la gente que se negaba a ver la ultraviolenta El cuento de la criada, una fantasía distópica que cada día se siente más cercana. «¿En serio?», preguntó. «¿No tienen los huevos de ver una serie de televisión? Esto está ocurriendo en sus vidas reales. Despierten, gente. Despierten». Pero en la era de Internet, es muy difícil pensar que alguien necesite más pruebas de violencia. Ya estamos empapados de ella, y su capacidad para despertarnos de la insensibilidad es muy exagerada. En todo caso, hace lo contrario, llena de desesperación al espectador.

La noche anterior a la toma de mando de Trump, vi a la poeta trans Eileen Myles leer su propia versión de un discurso presidencial en la London Review Bookshop. ¡La visión que desplegó era el reverso utópico -¡doloroso! emocionante! – de lo que Trump diría al día siguiente. Bajo el mandato de Myles, la Casa Blanca sería un refugio para los sin techo, habría bibliotecas 24 horas, trenes gratuitos, educación gratuita, comida gratuita, tiro con arco para todos; claro, ¿por qué no? Me sentí reparada al escuchar eso. Sentí como si mi capacidad imaginativa para enmarcar utopías y luego avanzar hacia ellas hubiera sido restaurada, al menos por un minuto.

Tuve la misma experiencia cuando leí por primera vez Always Coming Home (El eterno regreso a casa), la colección de relatos y fragmentos antropológicos de Ursula Le Guin de 1985 sobre una civilización futura, los Kesh, quienes viven en lo que ahora es el valle de Napa en California tras un apocalipsis que nunca se describe del todo. Fue un alivio encontrar a una pensadora tan formidable que utiliza su energía imaginativa, su humor y sus amplios conocimientos para construir una sociedad mejor, más justa y más sana desde el punto de vista medioambiental -su arquitectura, sus costumbres sexuales, sus metáforas, sus juguetes, sus canciones, sus ropas, sus prácticas médicas y sus historias- en lugar de limitarse a magnificar todo lo peor de la nuestra.

Fue un alivio encontrar a una pensadora tan formidable como Ursula Le Guin, que utiliza su energía imaginativa, su humor y sus amplios conocimientos para construir una sociedad mejor, más justa y más sana desde el punto de vista medioambiental.

Eso es lo que pasa con las utopías, que te mantienen en marcha, de una manera que no lo hace la lectura de La carretera (McCarthy) o La muerte de la hierba (Christopher). Le Guin no estaba menos preocupada que Cormac McCarthy por la crisis ecológica que se avecina, pero su enfoque es más tranquilo y está más impregnado de esperanza. La esperanza tiene mala prensa en nuestra época cínica, pero no significa necesariamente estar desvinculado, ser una Pollyanna ciega al estado de las cosas o desinteresada en cómo llegaron a ser así. La esperanza es la precursora del cambio. Sin ella, no es posible un mundo mejor.

El mismo año en que Wojnarowicz fue fotografiado con su aguja e hilo, el cineasta Derek Jarman comenzó el diario que se convertiría en Modern Nature, un relato de la construcción de su famoso jardín en la playa de Dungeness, Kent. Jarman fue diagnosticado seropositivo en el invierno de 1986, años antes de que la invención de la terapia combinada hiciera probable la supervivencia a largo plazo. Ante la proximidad de su propia muerte, no se dejó llevar por la desesperación. En lugar de ello, decidió dedicar su tiempo a hacer florecer este desierto pedregoso.

Plantó lirios y rosas directamente en la ribera, fomentando un alboroto de alhelíes y valeriana, «todos los humores oscuros arrastrados por el viento». Esta arcadia salvaje y sin vallas le sostuvo durante las batallas políticas de sus últimos años, y ahora le ha sobrevivido más de un cuarto de siglo. La última vez que la visité, en diciembre, seguía vibrando de energía.

Lux, 2009. Fotografía de Wolfgang Tillmans.

Tengo la misma sensación cuando veo fotografías de Wolfgang Tillmans o leo una novela de Ali Smith. La tuve cuando fui a ver la exposición de grado de mi amigo Rich en Goldsmiths y él había hecho docenas de almejas y anémonas de cerámica, aviones abatidos y nudosos arrecifes de coral. Es una sensación de ser inducido de nuevo a la esperanza, una restauración de la fe. Es fácil caer en la desesperación. Hay tanto que asusta, tanto que está mal. Pero si este virus nos muestra algo, es que estamos interconectados, tal como dijo Dickens. Tenemos que mantenernos a flote unos a otros, incluso cuando no podemos tocarnos. El arte es un lugar donde eso puede ocurrir, donde las ideas y las personas son bienvenidas. Es una zona de encanto, así como de resistencia, y está abierta incluso ahora.

[Artículo publicado originalmente el 21 de marzo del año 2020 en “The Guardian”. Se publica con la autorización de Olivia Laing. Traducción: Deysha Poyser].

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