Una amistad con James Joyce

Un joven irlandés en París, llamado Arthur Power, conoció al autor de Ulises en un salón de baile y se hicieron amigos. En un libro relató esa relación, que fue publicado en Chile por Ediciones Universidad Diego Portales. Comenta la publicación el académico Morris Beja.

En un momento de este volumen de reminiscencias del Joyce que conoció durante los años veinte, Arthur Power describe cómo, en una fiesta que él estaba dando en su estudio de París, se escabulló de sus otros invitados para ver si podía traer a Joyce a su compañía, “porque yo siempre esperaba de él una ebullición repentina del optimismo, el ingenio y la violencia que llenan sus libros”. Bueno, todos esperaríamos eso, sin duda, pero en base a la evidencia entregada aquí, estaríamos obligados a desilusionarnos. Estas “conversaciones” son de genuino valor e interés para las personas con una preocupación académica por Joyce, pero sólo para ellas.

Conversaciones con James Joyce. Arthur Power.
Traducción de J. A. Montiel, Ediciones UDP, Santiago, 2016, 192 pp.

Al menos según lo que se registra, los comentarios de Joyce a Power no fueron fascinantes ni excepcionalmente ingeniosos ni agudos ni sabios. Power escribe que una de las «características distintivas de Joyce era evitar dar una opinión directa sobre cualquier persona o sobre cualquier cosa»: difícilmente un rasgo prometedor en una persona cuyas conversaciones has reconstruido para su publicación. Pero, por supuesto, no estoy señalando algo de lo cual Power mismo no es plenamente consciente; como él observa: “En el sentido ordinario, Joyce no era un conversador. De hecho, era notablemente taciturno, ‘silencio, exilio y astucia’ eran sus tres armas más preciadas”. No obstante Power, Clive Hart (quien ha editado este volumen) y nosotros estaríamos de acuerdo en que tal verdad hace que sea aún más valioso publicar esas relativamente pocas conversaciones que han sido registradas. Después de todo, las palabras son de James Joyce.

Power y Joyce se conocieron en 1921, y siguieron siendo buenos amigos durante los años veinte, ya que, como Hart dice en su Prólogo, “aparte de su atractivo personal, Power tenía la importante virtud, a los ojos de Joyce, de ser no sólo irlandés sino también locuaz”. Es fácil también ver por qué Power, un joven extranjero en el París de aquellos días, se habría sentido particularmente atraído por una figura con la reputación de Joyce: Power dice que como soldado durante la guerra “no sabía nada de artistas” pero decidió que “si sobrevivía, me convertiría en uno de ellos, porque esa era la única vida, y ellos las únicas personas que me interesaron”. Esa actitud impregna todo el libro, que de ninguna manera es un registro de los “monólogos” de Joyce: estas son conversaciones, en las que Power habló tanto como escuchó (más, de hecho, según su propio recuento).

“En el sentido ordinario, Joyce no era un conversador. De hecho, era notablemente taciturno, ‘silencio, exilio y astucia’ eran sus tres armas más preciadas”.

Un motivo recurrente a lo largo de este volumen contrasta la convicción de Power de que “un artista debería ser algo bohemio” con su exasperación ante los modos “burgueses” de Joyce. De hecho, dice Power, Joyce “odiaba todo lo relacionado con los bohemios y siempre mostraba desprecio por su forma de vida”. Power consideraba la “pasión por una vida ordenada” que tenía Joyce como “una reacción a su vida anterior en Dublín, a la pobreza y a la bohemia de su juventud”. Este motivo concluyó la última charla que tuvieron juntos, en los años treinta. Power había regresado a Irlanda, y excepto por un encuentro —uno frío—, en Londres en 1931, sus conversaciones se habían producido únicamente durante las ocasionales visitas de Power a París:

«La última vez que lo vi fue cuando llamé a su departamento de los Champs Elysees, cuando discutimos las diferentes reacciones que había habido a su obra. Cuando me estaba yendo, él se dejó caer en una silla en el estrecho pasillo de esa peculiar manera agotada que tenía a veces, y dijo con un suspiro —Supongo que mi obra es de clase media».

Como sugiere esa observación, hay muchas cosas de interés aquí, pero tienden a adquirir más el carácter de corroboración que de revelación sorprendente. Sin embargo, la mayoría de los lectores del libro seguramente estarán agradecidos por trocitos de corroboración como ese.

James Joyce en París.

Una pequeña porción de lo que se publica en este volumen apareció hace bastantes años en el James Joyce Quarterly (3-1, 1965). Las partes adicionales incluyen tanto conversaciones como algunos antecedentes sobre Power y su amistad con Joyce y la familia Joyce. Pero hay relativamente poco acerca de Power mismo: esta no es una memoria, y Power no está aquí tan interesado en sí mismo como, por ejemplo, J.F. Byrne lo está en él mismo en Silent Years; de manera que, a diferencia del libro de Byrne, este no entra en aspectos de la vida del autor que son irrelevantes para sus contactos con Joyce. Inevitablemente, una vez más, es imposible determinar cuán exacto es el registro que recibimos, aunque Power nos asegura en un breve “Prefacio” que estas conversaciones se reconstruyen “a partir de notas tomadas cuando volvía a casa después de pasar una tarde” con Joyce. (Uno se pregunta si Joyce sabía lo que Power estaba haciendo, y cuál habría sido su reacción ante esa práctica. ¿Se habría sentido tan molesto como solía estar Gogarty cuando Joyce se excusaba de un grupo para anotar en una epifanía lo que alguien acababa de decir?).

Joyce tiene aquí pocas cosas admirables que decir acerca de su propia obra: en consecuencia, este volumen no tiene la fascinación de James Joyce and the Making of “Ulysses”, de Frank Budgen. Aún así, algunas de las observaciones de Joyce sobre su percepción de sí mismo como un “moderno” —y lo que él sentía que eso significa — es bueno tenerlas, aunque la mayoría de los lectores estarán de acuerdo en que, como dice suavemente Clive Hart, “los comentarios de Joyce sobre teoría literaria son menos que emocionantes”. Pero también estarán de acuerdo con Hart en que, por ejemplo, ahora es más fácil de lo que era demostrar que Joyce había leído ampliamente la literatura europea, y que había sido influenciado por gran parte de ella. Especialmente interesante es el encomio que hace Joyce de Dostoievski como “el hombre que más que cualquier otro ha creado la prosa moderna” y su aparentemente aprobadora referencia a la gente “que piensa que Los hermanos Karamazov es una de las más grandes novelas jamás escritas. Ciertamente me causó un profunda impresión”.

En contraste, él tiene evaluaciones desaprobadoras de Synge, como alguien que “escribió una especie de lenguaje fabricado tan irreal como irreales eran sus personajes”. (Un defensor de Synge podría responder que el Joyce que entonces estaba escribiendo “Work in Progress” no era la persona adecuada para criticar un “lenguaje fabricado”). También es desdeñoso en general sobre la literatura estadounidense (con la tradicional actitud de que “para producir literatura un país primero debe ser añejado”), pero no permite que esa generalización se interponga en el camino de una reacción entusiasta respecto a Hemingway, y a “Un lugar limpio y bien iluminado” como “uno de los mejores cuentos jamás escritos”. Algunas muestras de aprecio son particularmente bienvenidas, o incluso oportunas, tal como su defensa de Ibsen contra la crítica negativa de Power:

«—Como te digo, repitió Joyce, no lo entiendes. Ignoras el espíritu que lo animaba. El propósito de Casa de muñecas, por ejemplo, era la emancipación de las mujeres, la que ha causado la mayor revolución en nuestro tiempo en la relación más importante que existe, aquella entre hombres y mujeres; la rebelión de las mujeres contra la idea de que son los meros instrumentos de los hombres».

«En este breve volumen Power se las arregla bastante bien para transmitir el sabor de la época y, en particular, para evocar parte de la expectación engendrada en París por Joyce y por su Ulises«.

Por muy representativo o poco representativo de las posturas generales de Joyce que uno puede sentir que son estas palabras, Power fue presumiblemente más típicamente de su generación cuando respondió: “Y es una lástima”.

En realidad, en este breve volumen Power se las arregla bastante bien para transmitir el sabor de la época y, en particular, para evocar parte de la expectación engendrada en París por Joyce y por su Ulises. No toda la expectación era literaria, por supuesto; el pintor español Sola quería saber si “era cierto que un personaje llamado Sra. Bloom había permitido que su pecho fuera ordeñado en el té”.

Una vez, la fama y la notoriedad de Joyce llevaron a un periodista estadounidense a intentar sacar a Joyce —para entrevistarlo, en realidad— de una de las fiestas de Power. Cuando tuvo poco éxito y finalmente se rindió, Power lo oyó murmurar: “No queda nada en él. Todo se ha ido hacia su libro”.

[Reseña aparecida en James Joyce Quarterly 13-2 (1976). Se traduce con autorización del autor. Traducción: Patricio Tapia].

Morris Beja

Morris Beja es profesor emérito en la Universidad Estatal de Ohio. Entre sus libros: Epiphany in the Modern Novel, Film and Literature y James Joyce: A Literary Life. Ha editado una edición académica de Mrs. Dalloway de Virginia Woolf. Editó la James Joyce Newestlatter, de 1977 a 2017 y es secretario ejecutivo y ex presidente de la International James Joyce Foundation.

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