Animales domésticos: el libro de cuentos de Alejandra Costamagna

El 30 de septiembre cierra la convocatoria del Primer Premio La Pollera de Libros de Cuentos. Mientras esperamos sus trabajos y para animarlos a participar, nuestro colaborador Germán Gautier analiza «Animales domésticos», de Alejandra Costamagna, donde, ante la extrañeza de las propias relaciones humanas, Costamagna propone a gatos y perros como hilo conductor de estos once relatos.

Fotode: revistadamasco.wordpress.com

Alejandra Costamagna [Foto: revistadamasco.wordpress.com]

Hay libros a los que ciertos epígrafes les caen perfectos. Actúan como un botón que al pulsarlos –o leerlos- detonan una idea por venir en las páginas posteriores. Es el caso del poema de la uruguaya Idea Vilariño –“Si te murieras tú/y si se murieran ellos/y me muriera yo/y el perro/qué limpieza”- que en Animales domésticos (Random House, 2012), de Alejandra Costamagna, pareciera ser una granada proveniente de un lugar ignoto y que al explotar no hace ruido alguno, y si lo hace, es a fin de cuentas un ruido íntimo, limpio y sin polvo.

Gran parte de los once cuentos que contiene este volumen están centrados en parejas, padres, hijos o huérfanos; y los animales, tan hogareños como terribles, son un símbolo de las amputadas relaciones afectivas. Gatos y perros son una prótesis de cierta humanidad extraviada, de personajes prosaicos, pero muy valientes que a toda costa intentan salir a flote en una laguna teñida de imposibilidad. En el cuento A las cuatro, a las cinco, a las seis un gato malherido y cuya oreja deberá ser cercenada conduce a una pareja a revelarse verdades cifradas –Javier había dicho en los escalones del hospital lo que no se atrevió a decir la noche previa; lo que ella jamás pensó que diría. El gato ya no maullaba ni murmuraba. Parecía decir hagan algo de una vez-.

Alejadra Costamagna muestra en este conjunto de relatos breves todo su oficio y su imaginario nada convencional de la amistad, el amor o la maternidad. Como todo buen cuento, su fortaleza está justamente en lo que sugiere. Es el caso de Imposible salir de la tierra, uno de los grandes cuentos de este libro, que narra la historia de dos hermanas huérfanas y cómo a los veinte años la vida se transforma en un laberinto ante la enfermedad mortal. Todo allí es tan simple y tan extraño: la vida como un tropezón.

Pero además de la evidente relación con los animales domésticos, existe en este ramo de cuentos ciertas pistas y referencias cruzadas con Japón. En el primer relato, Claudia, que trabaja en la boletería de un cine, ve una película donde la protagonista era una japonesita con cara de muñeca rusa. En el ya citado Imposible salir de la tierra, el padre muere en Japón tras recibir un impacto de bala mientras se encontraba de gira con su banda. En tanto, en La epidemia de Traiguén, una mujer cruza el mundo para cometer un crimen pasional en el Yashiro Hotel.

¿Por qué asoman estos ribetes orientales en la literatura de Alejandra Costamagna? ¿Qué similitudes guardan con la exposición de sus animales domésticos? La propia autora despeja esta incógnita en una entrevista: “Soy admiradora de la templanza, de ese modo de relacionarse con la tragedia que es tan opuesto al nuestro, que es lo escandaloso latinoamericano”.

Tal vez esta simbiosis emerge en Pelos, un brevísimo cuento donde Sandra, que trabaja en una peluquería, recibe la visita de una ministra a quien debe depilar. Un oso era lo que tenía al frente; no era una mujer esa mata velluda. La venganza cruda y silenciosa termina con los pelos embetunados de la férrea dama dentro de un tarrito de café.

Los sentimientos humanos a la intemperie es la materia prima con que trabaja Alejandra Costamagna, y su trabajo narrativo en este volumen de cuentos, tan sutil como feroz, está en mostrar el rotundo fracaso que significa domesticar esos sentimientos.

Boris está hundido en la silla del comedor; lo aplasta un enjambre de suposiciones. Se diría que es menos que un hombre. Mucho, muchísimo menos que un animal doméstico. Desde su rincón puede ver a Tania, que ahora ha vuelto a la cocina y mete a la gata en su jaula y ya no es ninguna guagua, la gata, ni una maleta, la jaula; porque la maleta verdadera va al lado suyo y es una maleta que le pesa, comprende Boris, que la arquea y le hace mover el lomo como si buscara un equilibrio exclusivo. Parada la cola, afiladas las uñas, lista para emerger a la superficie.
(Hombrecitos, p. 89)

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