En cada uno de los relatos de «Se vende humo», de Joaquín Escobar, barrocos de creatividad, en ocasiones extremos, gore, con escenas de sexo como dominación, borracheras interminables, también hay espacio para el romanticismo candoroso, algo ochentero, e incluso para un (ni tan) velado manifiesto de amor al padre.
Se vende humo
Joaquín Escobar
Narrativa Punto Aparte
2017
Ante mí, “Se vende humo” de Joaquín Escobar. Abro la primera página como quien abre una puerta. Allí dentro me encuentro a un intelectual organizando sus lecturas en una biblioteca que llamará: estilo propio. Al fondo, otra puerta, la abro, y veo a un hincha del fútbol con una camiseta patchwork de los clubes sudamericanos más importantes. Más adentro, en lo profundo, un niño busca en sus pares el significado de la amistad, y quizás va más allá, al sentido de la masculinidad en esos tiempos. Escondida, al final de todo, la última puerta. ¿Qué hay adentro? 12 puertas minúsculas por las que se entrevé una única historia, acaso la propia, pugnando contra sí misma, en un acto heroico de trascendencia desde los márgenes de todo para no quedarse en una venta de humo.
Esta última expresión, tan futbolera como trasandina (aunque suene redundante), describe al acto consciente de aparentar lo que no se es y ufanarse de aquello. Pero para quien observa y advierte el engaño –vender nada–, no solo el acto, la persona vende humo, pierde valor, y si es que lo tuvo. El narrador de estos fragmentos literarios, así (con algo de Levrero, algo de Casas, pero con mucho propio), se transforma en un centinela y libertario a la vez de la venta de humo como forma de vida, como sistema político, como clave de las relaciones humanas. Y lo hace con rabia, con escepticismo, con agudeza e ironía, pero también con candidez y desde una posición de ácrata poco comprometido que prefiere abrir puertas a mundos oníricos donde la realidad se difumine o en el peor de los casos se transforme en un mal sueño del cual despertar en su cama adolescente.
En esta aventura fragmentaria posiblemente de una misma historia (como Lennon en “Being a benefit of Mr Kite” cortando y pegando al azar las partes de una misma cinta grabada con melodías de órgano), compuesta de derivaciones entrópicas, aun en un mismo relato, el que habla, Pratto (apellido de un ex jugador de fútbol argentino) es una especie de alter ego de Escobar. A veces es un sociólogo, otras un literato, un profesor, un estudiante; a veces ingenuo (en “El transformador”), otras veces cruel (“Fue un ajusticiamiento”), siempre crítico(n) y desesperanzado. En su devenir, en su vida imparable como una cinta sinfín, no hay espacio para el silencio. El que habla, el que cuenta, el que observa, el que camina, va y viene en su relato confundiéndose entre los límites de la realidad y la inconsciencia. Allí se encuentra con personajes inefables, tales como la rana, una chica que se masturba fantaseando con los Súper campeones; una prostituta japonesa que tiene tatuado a Kawabata en su escápula; un marino irlandés que vive en un submarino en el fondo del Océano Índico; un profesor que vive una vida “A la uruguaya” (al estilo futbolístico); un ex nazi, un ex MIR, y dos gemelos pedófilos, todos coleccionistas de camisetas de fútbol que se pelean a muerte la camiseta n°3 de Manuel Rojas (sí, el escritor).
En cada uno de estos relatos, barrocos de creatividad, en ocasiones extremos, gore, con escenas de sexo como dominación, borracheras interminables; también hay espacio para el romanticismo candoroso, algo ochentero, e incluso para un (ni tan) velado manifiesto de amor al padre. Por último, el hablante de turno, siempre se hace como herramienta la mención reiterada de autores y personajes –en la literatura, filosofía, música popular, política, fútbol– a quienes elogia o descalifica con una intensidad rayana con la apología o el apocalipsis, según sea el caso. A saber: se salva Marx y Teillier. Manuel Rojas, Jorge González, Hugo Chávez y Salvatore Adamo son elevados a la categoría de héroes; pero por su parte, Kerouac y los beat, Murakami, Credence, Rolling Stones, Los Jaivas y Cerati son tachados de sobrevalorados, especialmente en el relato “Tinteros y micrófonos de humo”, tildando a varios de ‘literatura de fogata’ o ‘para Cenicienta’. Llama la atención, también, desde esta trinchera posmoderna, un juicio iconoclasta de los iconoclastas del siglo XX, donde no hay piedad con Silvio, Galeano, Mujica, Lagos, y en general con la neoizquierda.
En este volumen, así, se plantea con desparpajo la venta de humo naturalizada del mundo en el que vivimos, en lo que acontece, en el actuar, en el ser; y esta interpelación, a ratos delirante, otras sofocante, la opera prima de este autor chileno, se muestra tan pura como sorprendente. Hacerse cargo de ella, tal vez, sea una interesante forma de no vender humo, leyendo.