El anarquista imaginario

Los atentados no son algo nuevo, ni en terrorismo en la vida política. Uri Eisenzweig rastrea sus orígenes en los atentados «anarquistas» ocurridos en Francia hacia fines del siglo XIX. El autor investiga el rol que tiene la imaginación literaria en las obsesiones políticas de la sociedad y la imagen que la opinión pública creó de estos actos violentos.

Ravachol, anarquista francés, famoso por sus atentados con bombas. Fue arrestado en un restaurante en marzo de 1892. Su proceso se inició en abril y fue condenado a cadena perpetua y luego a muerte, en un segundo proceso, acusado de homicidios pasados. Murió en la guillotina.

Favorecido por el arrobamiento creciente ante lo “cultural”, el diálogo entre historiadores y literatos ha progresado mucho en estos años. Los primeros han aceptado la idea de que el conocimiento del pasado transita esencialmente por mediaciones lingüísticas y los segundos han consentido en suavizar su sentido de la “obra” para reinscribirlo en todo aquello que, socialmente, la constituía como tal. Si estas convergencias, evidentemente, no conocieron en Francia el mismo vigor que en los Estados Unidos, permitieron, con todo, el surgimiento de reflexiones originales y estimulantes. Ficciones del anarquismo, de Uri Eisenzweig, ciertamente es una de ellas, y debería provocar una discusión provechosa.

Ficciones del anarquismo.
Uri Eisenzweig.
Traducción de Isabel Vericat, Editorial FCE, México, 2010, 450 pp.

El libro, en efecto, contiene una serie de tesis bastante fuertes, todas relativas a la ola de atentados anarquistas de 1892-1894 (de Ravachol al asesinato del presidente Carnot) y a su papel en la génesis de nuestra modernidad. Insiste, ante todo, en el carácter inaugural de esta sucesión de hechos. Primera irrupción en democracia de una violencia ciega y destructora, estos atentados están, en efecto, en las raíces de ese nuevo ingrediente de nuestra cultura política que es el terrorismo. Su advenimiento, sin embargo, descansa sobre varias paradojas. Dinamita, bombas o cuchilladas, esos actos efectivamente no tienen ninguna consistencia estructural o doctrinal. No fueron llevados a cabo por ningún movimiento, no respondieron a ninguna estrategia (la “propaganda por los hechos” fue recusada desde hace ya décadas por los teóricos libertarios) y fueron desaprobados por la mayor parte de los militantes, quienes además a menudo veían allí la mano de la policía. Acontecimientos inexplicables y desprovistos de sentido, fueron inmediatamente pensados, sin embargo, como una amenaza aterradora.

Primera irrupción en democracia de una violencia ciega y destructora, los atentados anarquistas de 1892-1894, están en las raíces de ese nuevo ingrediente de nuestra cultura política que es el terrorismo.

Esta percepción, explica Eisenzweig, no fue posible más que al precio de una retribución en el imaginario, de la invención de una figura inexistente, pero coherente, la del anarquista que coloca bombas. El papel de los periódicos, entonces plenamente introducidos en la época mediática, fue decisivo en tal operación. Pero si esta “ficción del anarquismo” conoció tal amplitud, es también porque respondía a una necesidad, y simbolizaba algunas características distintivas de la sociedad de la década de 1890. Volviendo sobre el significado intrínseco del anarquismo, el autor insiste en su desestimación radical de toda delegación, su rechazo a conceder la menor legitimidad a la representación política y a la capacidad mediadora del lenguaje. Acto de pura demostración, la bomba traduciría, a su manera, esa impotencia de las palabras. Y el terrorismo, de hecho, significaría en plenitud, entonces, una de las principales ansiedades de la época: la crisis del realismo, la pérdida de confianza en relación a la naturaleza referencial del lenguaje, el quebrantamiento del positivismo. En otros términos, el pánico suscitado por los atentados señalaría “una ruptura más epistemológica que física”.

Lo  demuestra, por ejemplo, el papel central de los escritores en la crisis anarquista y su imaginario. La extraña fascinación de las vanguardias por los atentados se explica, por consiguiente, en esa relación con el lenguaje y en la indecidibilidad del sentido. Ligados a los modos de representación más clásicos, los novelistas fueron, por otra parte, mucho menos sensibles que los poetas o los pintores simbolistas, también ellos dinamiteros, en la estela de Mallarmé, del fundamento y la subjetividad positivos del lenguaje. De ahí las responsabilidades que se buscó hacerles cargar. A falta de conspiradores terroristas, el famoso proceso de los Treinta en 1894 se esforzó, en efecto, por demostrar la culpabilidad genérica y colectiva de numerosos escritores o artistas. Es en este acontecimiento, cuatro años antes del Yo acuso, de Zola, que el autor quiere ver el verdadero nacimiento de los intelectuales, esos profesionales de la palabra ilustrada, que se estima, entonces, puede valer para la acción política.

Sólidamente informado, Ficciones del anarquismo es un ensayo denso, seductor y a menudo pertinente.

Sólidamente informado, Ficciones del anarquismo es un ensayo denso, seductor y a menudo pertinente. A los historiadores viene a señalarles la riqueza de lecturas en términos textuales, o estrictamente culturales, en la apropiación de las obsesiones y de los imaginarios sociales. Pero el libro también puede dejar una mayor cautela. A pesar de su importancia, la influencia de la literatura y particularmente del simbolismo, puede parecer sobreestimada respecto de una sociedad de fines de siglo que a menudo respondía a motivos más triviales. En algunos pasajes, el análisis causa la sensación de ceder a una suerte de vértigo interpretativo. Si el camino hermenéutico es indispensable para la comprensión del pasado, lo es en un sentido público, de manera que sea compartido por el conjunto de los actores sociales, de manera que convenga mostrarlo a la luz. No es seguro que el análisis de Uri Eisenzweig, tan brillante como es, observe siempre tal principio.

Artículo publicado en Libération. Traducción: Patricio Tapia.

El arresto de Ravachol. Diario «Le Progres Ilustre», 10 de abril de 1892.

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