Las rutas locales de Alberto Fuguet

Fuguet lee al ritmo de una bicicleta, un avión o un tren, pero persistentemente cruzando fronteras. Y así también se puede entender Tránsitos (UDP), como una honesta jugada personal, una autobiografía literaria, híbrida y fragmentada, que circula por las avenidas que más le placen: aquellas donde las señales son entregadas por los libros y sus escritores. En este artículo tomamos un atajo para llegar, por medio de fragmentos escogidos, directamente a su visión  —siempre lúcida y original— sobre algunos hitos de la literatura nacional.

José Donoso

Para mí, José Donoso no fue un amigo o un confidente o un cómplice, y tildarlo de maestro sería, como él mismo lo hubiera dicho, “un poco siútico, ¿te fijas?”. No lo siento como mi yoda y creo que él no andaba por la vida recogiendo escritores vagos y perdidos, pero sí fue un gran aliado, un notable profesor, una suerte de súper abuelo como nadie podría pensar que podría ser un abuelo, porque, por un lado, parecía de noventa años (siempre) y, por otro, estaba lleno de preguntas, curiosidad, pulsaciones, mañas, histerias, venganzas, vida. Me hubiera gustado ser más fan de sus libros, entenderlos más, poder enganchar con ellos como lo hacía con incluso algunos de sus amigos (creo que el hecho que yo me maravillara tanto y admirara sin límites a Vargas Llosa fue algo que le dolió y no me lo perdonó jamás). No estábamos de acuerdo en gustos de cine. Nunca. Una vez le comenté que, por culto y brillante y leído que era, no era un hombre de cine ni un cinéfilo sino, a lo más, un espectador que se dejaba llevar “por las cintas de época”. Él se rio. Yo lo envié, o le recomendé ir, más precisamente, a ver una cinta llamada Las montañas en la luna, acerca de uno de sus ídolos del que siempre hablaba y del cual quería escribir una novela: Sir Richard Burton. Pienso: ¿le hubiera gustado? Nunca me la comentó.

Pulpa

Sus libros son casi imposibles de conseguir, con suerte pueden encontrarse en ciertas librerías de segunda mano. En el ambiente son conocidos como “los malditos” o los representantes de “la pícara chilena”. Tuvieron su apogeo durante los años sesenta. Básicamente son tres tipos y sus nombres son Armando Méndez Carrasco, alias Juan Firula, autor de Mundo herido, Cachetón pelota, La mierda y Chicago Chico; Alfredo Gómez Morel, ex presidiario, responsable de una gran novela sobre la miseria y los pelusas llamada El río; y Luis Rivano, quizás el más conocido y respetado de los tres (…)

He devorado todas estas novelas sucias, mal armadas y amarillentas. Hacía mucho tiempo que no me entusiasmaba tanto con tan poco. Quizás eso suena fuerte, equívoco. No tan así; lo que quiero decir es que leer a estos tipos tiene algo de haber visto cine-negro en teatros infectos dedicados a programas dobles (…) Lo mismo sucede con estas novelas que dieron origen a muchas de esas películas: libros que fueron publicados fuera del sistema, en revistas de pacotilla, en ediciones para obreros y gente de la calle. Estos tipos están lejos de alcanzar cimas literarias y quizás nunca ingresen a una colección dirigida por Ricardo Piglia, pero lo que hacen en las cloacas, lo hacen bien. Muy bien. Saben lo que están hablando. No mienten. Quizás no sepan escribir tan bien pero tienen historias, tienen olfato, sus ropas están pasadas a cigarrillo, pipeño y pensiones heladas y viejas.

Papelucho

Quizás la imaginación no tiene edad, pero tampoco hay edad para sufrir, tener pena y, lo que es más angustioso, para no sentirse seguro, acogido y con un lugar en el mundo. La idea que Papelucho es “nuestro chico más feliz y risueño”, a lo más un poco travieso de más pero sin una gota de maldad en su sangre, se ha arraigado tanto que se ha instalado como uno de los tantos clichés con los que tenemos que vivir.

Travieso, quizás, pero como una forma de escape. Si a Papelucho le gustan las aventuras es porque no se siente tan cómodo en casa. Las cosas claras: Papelucho es una de las voces narrativas más punzantes, agudas, perfectas en su tono, desafiante en su ira, incondicional con sus ideales y afilada a la hora de cortar con una inocencia casi aterradora la gruesa capa del desdén y la mediocridad de nuestra burguesía poco ilustrada.

Germán Marín

De un tiempo a esta parte se susurra por ahí que Germán Marín es un escritor de culto, que está entre los más grandes, que no tiene igual. Esto último es innegable. Germán Marín no se parece a ningún otro escritor chileno. Entre otras cosas porque, no tan veladamente, está intentando imitar a Proust.

Poco conocido, ajeno a las tribus, las novelas de Marín aparecen y aparecen sin aviso (publica y publica libros de manera asombrosa y todos son al final parte de un libro inmenso llamado: Marín o Viejo Mañoso) pero rápidamente se comentan en cafés, tertulias y talleres. Hombre maduro, con una voz que destroza las ondas radiales y con un rostro duro, de extra de un film de boxeadores, que desde la solapa de sus libros pareciera querer alejar a sus posibles lectores, Marín es demasiado viejo para querer ser parte de la llamada “nueva narrativa” y demasiado joven para estar muerto, perdido o, lo que puede ser peor, institucionalizado. Si bien publicó una novela en 1973, la verdad es que Marín encontró su voz tras regresar del exilio, cuando comenzó a publicar con la furia de un adolescente atolondrado.

Juan Pablo Roncone

Roncone da la impresión que ha leído mucho a los que quiere y ha leído poco a los que no les interesan. Hermano ciervo es un libro contemporáneo, que capta el zeitgeist de su generación y no le teme a las citas pop-culturales (“La noche del accidente habíamos ido a una tocata en un subterráneo cerca de la Alameda. Vimos a un grupo que tocaba covers de los Pixies, sentado frente a la barra”), que no necesita de lectores con doctorados sino más bien tipos que han tropezado. (…)

Los hombres de Roncone viven en piezas en Antofagasta o viajan al sur o trabajan en un Blockbuster o son parte de bandas que no tienen fans y se enfrentan a sus amigos y hermanos cuando ya es demasiado tarde. Todos estos Claudios, Raimundos, Cristóbales, Rodrigos, Antonios están cortados con tijeras muy de estos días: son tipos solos, pero no aburridos; están fracturados, pero no escindidos; son pop pero no cool; están vivos y conectados con el mundo pero, al mismo tiempo, están de alguna manera muertos (y vaya que hay muertos o relaciones que van a morir) y muy desconectados. Roncone es generacional no por la ropa que usan sus personajes sino por las heridas y miedos y desolación que esas prendas intentan esconder.

Manuel Rojas

Hijo de ladrón es una novela insólitamente vital, orgullosamente de abajo; una saga épica casi neorrealista (las aventuras de Aniceto Hevia continúan a lo largo de tres libros más), fusión de Dostoievski, Arlt y Steinbeck, donde la novela de aventuras choca, de frente, con lo existencial y lo anárquico, rompiendo, de paso, la larga y pesada tradición naturalista en la que, hasta ese momento, estaba sumida la literatura latinoamericana del pre-boom. Hijo de ladrón es una suerte de Huckleberry Finn austral, donde el Mississippi ha sido reemplazado por los Andes y la esclavitud por el hampa. (…)

Rojas era del tipo de chilenos que existía cuando Chile era una isla al fin del mundo. Su nombre, sin embargo, se asocia a lo institucional, a la cultura oficial. De la veintena de escritores que optaron por develar las verdades de los chilenos sin voz a comienzos del siglo 20, ninguno llegó tan lejos como Manuel Rojas. Es, quizá, quien mejor transformó la moral proletaria en literatura de verdad, evitando tropezar con el paternalismo y, sobre todo, con el panfleto.

Roberto Bolaño

Bolaño se alzó como un escritor que parecía imitable (pero no lo era) y que sin duda contaminó mucha prosa fresca, ingenua, de quienes pensaron que –de verdad- leyendo devotamente a Bolaño podían mejorar sus emprendimientos. Mi lazo real –literario, de lector que se impresiona- con Bolaño ocurrió antes, creo, que estallara el mito. Así, al menos, lo creo. Luego, por cierto, lo seguí leyendo, estuve atento y, por qué no confesarlo, a la defensiva.

Mi impresión es que, al menos en Chile, que es donde yo creo que por primera vez Bolaño se transformó en Bolaño, fue a fines de los años 90 o incluso ya en el Nuevo Milenio que se produjo el big bang y un escritor para unos pocos se transformó en una manera de ver y concebir el mundo. Fue el propio Bolaño el que se encargó de quemar las malezas y expropiar las casas tomadas para cultivar su inmensa parcela. El abono fue él mismo, su figura tan irascible como entrañable, y por cierto sus libros inclasificables y ajenos al canon de lo que se estaba escribiendo y leyendo en español (híbridos, liminales, globales, fronterizos, viajeros; vueltas de tuerca a la no-ficción; una verdadera celebración de elementos pop despreciados por la intelligentsia).

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