Reseña: «En el nombre del poder popular constituyente», de Gabriel Salazar

Salazar cree que un movimiento social y ciudadano que aspire a ejercitar el poder constituyente debería ser lo suficientemente «multidimensional» como «para ser por sí mismo una alternativa al sistema político vigente», y debería evitar, a toda costa, negociar con el poder político o, incluso, depender de las «vanguardias» que se han oligarquizado.

En el nombre del poder popular constituyente (Chile, siglo XXI)
Gabriel Salazar
Editorial LOM
2011


El último libro de Gabriel Salazar, Premio Nacional de Historia 2006, sale de la imprenta en el contexto adecuado. En el nombre del poder popular constituyente (Chile, siglo XXI) es un texto breve —96 páginas— que hace eco del conflicto por la educación que ha marcado, con inusitada prolongación y frescura, este 2011.

Escrito entre el jueves 4 y el lunes 15 de agosto pasados —así se indica en su última página—, el opúsculo de Salazar se divide en siete capítulos que asemejan la compleja estructura de una obra dramática. Comienza con el «Estupor», marcado por los fenómenos de la indignación (endeudamiento, empleo precario, democracia binominal) y sellado con preguntas complejas: «¿No será el tiempo de la rabia?» (p. 9). Continúa con la «Memoria», trazada con interrogantes más amplias, que aluden al pasado reciente  (las jornadas de protesta en los 80, el plebiscito, la «transición») y que anteceden a una advertencia: «Más temprano que tarde sabrán también de nuestro poder constituyente…» (p. 25).

La insinuación de Salazar es correspondida con una revisión histórica del concepto, en el capítulo más extenso del libro. El autor esboza una definición conceptual que aquí reproducimos:

«El ‘poder constituyente’ es el que puede y debe ejercer el pueblo por sí mismo —en tanto que ciudadanía soberana— para construir, según su voluntad deliberada y libremente expresada, el Estado (junto al Mercado y la Sociedad Civil) que le parezca necesario y conveniente para su desarrollo y bienestar» (p. 27).

Salazar explica que ese poder se ha «blandido» dos veces en la vida independiente de Chile: a partir de 1822, cuando se derribó la dictadura de O’Higgins y se concluyó con la constitución política de 1828, y en 1918, cuando entró en crisis el régimen oligárquico-parlamentarista y, posteriormente, en 1925, se convocó la Asamblea Constituyente de Asalariados e Intelectuales (p. 31).

En ambas oportunidades el intento fue infructuoso. Y en ambos casos el autor utiliza la voz en primera persona —»cuando decidimos derribar la dictadura de O’Higgins», «nos autoconvocamos»—, adoptando, según las peculiares licencias de la Historia Social, el discurso del sujeto histórico en estudio. Repite, pues, una forma narrativa que ya había explorado en otro texto breve, Ser niño «huacho» en la historia de Chile (siglo XIX), donde también reconstruye y teje el diálogo subterráneo de los desatendidos.

Su análisis tiene un patrón claro: los movimientos sociales que enarbolaron el poder constituyente sabían que dicho poder no residía en el Estado, sino en las comunidades; que la soberanía se ejercitaba en las asambleas y no en el sufragio; y que debía controlar a sus representantes en lugar de seguir a las «vanguardias» que, a fin de cuentas, se mimetizaban con el sistema (p. 58).

El autor es un convencido de que esa «memoria social» puede recordar y revivir sus elementos esenciales. Pese a que sostiene que siempre que la clase dirigente (atenta a la política) ha vislumbrado la amenaza de la «cesantía histórica» por el levantamiento de las masas conscientes (atentas a lo político), y ha actuado amparada por el poder militar para reprimir su irrupción en la esfera pública, esa misma clase dominante ha fracasado en erradicar la memoria.»Ni esa cultura ni esa memoria —escribe— fueron, pues, derrotadas por el patriciado mercantil…» (p. 54).

Escrito al fragor de las reivindicaciones estudiantiles y la resonancia por una reforma al sistema político y económico —base del descontento actual—, En el nombre del poder popular constituyente transmite un discurso atractivo, entrega un trasfondo sugerente y plantea una encrucijada para los tiempos que corren.

Discurso atractivo, pues en algunos de sus capítulos —especialmente el de «Memoria»— emula el tono arrebatado y enrabiado del Indígnate de Stéphane Hessel, tan popular en tiempos de reivindicaciones a escala global y que en Chile ha tenido un correlato inédito, al menos en los últimos veinte años, con el movimiento estudiantil y sus carismáticos líderes.

Trasfondo sugerente, pues rescata antecedentes históricos del poder, desempeño y desenlace de los movimientos sociales, aspectos descuidados por la cobertura mediática en nuestro país, muchas veces timorata —o francamente indolente— al momento de establecer paralelos con experiencias anteriores (al parecer todo se inicia y se agota en la reforma universitaria de 1968).

Y una encrucijada, porque Gabriel Salazar cree que un movimiento social y ciudadano que aspire a ejercitar efectivamente el poder constituyente «para construir un nuevo Estado», debería ser lo suficientemente «multidimensional» como «para ser por sí mismo una alternativa al sistema político vigente» («gobernar desde abajo»), y debería evitar, a toda costa, negociar con el poder político o, incluso, depender de las «vanguardias» —léase partidos progresistas— que se han oligarquizado (p. 76).

La pregunta queda instalada: ¿qué ruta tomará (o qué alternativa tendrá) el movimiento estudiantil?

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