Una bomba de Racimo en medio del desierto

racimo

Una región gris, en mitad del mar, una mancha azul oscura; en mitad del desierto, una mancha café claro, entre cerros llenos de curvas; una ciudad de casas polvorientas y plazas vacías. Ésas son algunas de las imágenes que evoca Diego Zúñiga (1987) en su segunda novela, Racimo (Penguin Random House, 2014).

En ella el fotógrafo Torres Leiva se embarca en una investigación para dilucidar una serie de desapariciones de niñas de Alto Hospicio (en medio de la displicencia de la policía y las autoridades gubernamentales).

“Esas niñas que avanzan a un costado de la carretera, vestidas con uniforme escolar, un jumper, la camisa blanca”  (30).

 

¿Dónde están? ¿Qué les pasó? ¿Un simple abandono de hogar? ¿Qué oculta su desaparición?  Y sí, parece que a nadie le importa.

La novela, de 242 páginas, indaga en el silencio profundo de la pobreza, muy lejos de los centros de poder político y económico, donde las niñas desaparecidas representan, en último caso, a los postergados del sistema, a los que siempre han sido objeto histórico de prejuicio, a los que construyen su vida alejados de lujos e ilusiones, entre las precarias casas de adobe, en medio del desierto como símbolo final del abandono.

“Esas niñas tenían entre nueve y quince años, todas iban a un mismo liceo ―el Pedro Prado―, todas llevaban su uniforme, sus jumpers, sus zapatos negros, sus corbatas rojas, sus camisas blancas,  sus mochilas llenas de cuadernos. Algunas se conocían entre sí. Las unía el liceo, y , en la mayoría de los casos, una población ―La Negra― en la que nacieron y crecieron, a un costado de Alto Hospicio, cerca de los cerros, en ese lugar donde hay solo tierra y más allá algunos basurales clandestinos” (105).

 

El nombre de la novela alude, según se consigna en el relato, a una fábrica que producía bombas de racimo y que explotó un día de 1986, matando a una cantidad no menor de obreros. Años después, el racimo ya no era simplemente una fábrica, pero seguía siendo una explosión: las niñas desaparecidas, un pueblo que clamaba justicia en medio de rumores, ouijas, clarividentes e incompetencia policial.

Es ahí que la mirada del periodismo sensacionalista se pone en sospecha a través de un desencantado Torres Leiva: un incendio en medio de la ciudad, un iquiqueño perdido en el ataque a las Torres Gemelas, una virgen que llora sangre… sacar la fotografía y zass, aunque no le gusta, así es el trabajo, por ello le pagan. Porque “la realidad posible”, construida por el aparato mediático, opera en un sentido espectacular: no caben las historias mínimas, porque la pobreza “no vende”, salvo como crónica roja.

Cabe destacar, a su vez,  la antinomia de estas desapariciones con el propio fervor religioso, del cual el autor parece desasirse con una mirada distante, implícitamente crítica. No son pocas las similitudes con el caso de Miguel Ángel Poblete, el llamado vidente de Villa Alemana, que veía a la Virgen durante la década del 80, en plena dictadura militar. ¿Acaso estos hitos seudo religiosos no han servido para desviar la atención de los asuntos realmente trascendentales?

“Iquique, que ha perdido el rumbo por culpa de la iglesia católica y de los políticos” (23).

“Lo primero que le dicen es que llora sangre. Que desde hace varias semanas, todos los martes al mediodía, la virgen de la iglesia de Pozo Almonte llora sangre, mientras los fieles se arrodillan ante ella y le imploran a Dios, con gritos, que ayude a la virgencita a contener tanto dolor” (26).

“Es la codicia y Satanás, dice don Mario, el problema es que Babilonia la grande ya se acerca y tenemos que estar preparados, hijos, tenemos que leer la Biblia y seguir la palabra de Jehová” (66).

 

 

La pluma del autor es mordaz y desalentadora. Zúñiga acierta en el lenguaje, es decir, en la forma; pero también acierta en la historia, es decir, en el contenido. Primero: no necesita de grandes aspavientos. Tiene esa impronta lingüística que trae desde Camanchaca, su anterior libro, donde el lenguaje mínimo y sintético tiñe de un color grisáceo la propia narración:

“La ciudad ha quedado atrás. Lo que viene es el desierto, la carretera vacía por unos minutos y luego Alto Hospicio. La carretera divide el pueblo en dos. Ellos van a girar a la izquierda, hacia la parte desde la que se puede ver el mar. Van a recorrer una calle angosta y se van a perder entre medio de las casas de dos pisos, las que nunca terminaron de construir”  (56-57).

 

Tal como indiqué respecto a esa primera novela: “Zúñiga se aleja de las declaraciones  rimbombantes, de una crítica social alojada en la superficie escritural. Es un movimiento inverso; sin mayor aspaviento se mueve entre los intersticios para develar una oscuridad primera, un territorio entre sombras”. Vuelven los silencios, vuelven los fantasmas. Esta vez, eso sí, da un paso adelante en Racimo: no nos habla simplemente de un yo ensimismado en su estructura psíquica, donde el afuera social subyacía (el Chile posdictadura). En esta entrega manifiesta un contexto del todo reconocible.

Segundo, y de acuerdo con lo anterior: nos muestra un Chile escabroso y, probablemente, más indeseable, un Chile que pareciera no estar en democracia, aunque ésta ha arribado y lleva más de una década. Un Chile donde las instituciones no funcionan, aunque las proclame el ex Presidente Ricardo Lagos, un Chile donde todo huele mal. Como dijera un poeta: “las cosas ya no soportan este estado de cosas”, pero  ¿Qué nos queda?

La literatura.

Confiemos que siga en esa senda.

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