Sergio Chejfec: «Narrar es desarrollar un pensamiento»

El escritor argentino visita Chile, como invitado a la Cátedra abierta en homenaje a Roberto Bolaño de la UDP. El día jueves 23 de agosto, a las 11: 30 horas, dará su conferencia: “Cuando vemos la escritura temblar”.

En su libro Teoría del ascensor Sergio Chejfec cita un proyecto de autobiografia que escribió en tercera persona hace una década, en parte del cual se lee: «Después de ejercer diversos oficios, se decide tardíamente por la literatura. Sin embargo, quizá decidirse no sea la palabra, porque la ficción no ha sido nunca una opción plena, debido en gran medida a la desconfianza que siempre le inspiró; la ficción entendida como prerrogativa moral del autor para escribir historias».

Teoría del ascensor
Sergio Chejfec
Editorial Jekyll & Jill, Zaragoza, 2016, 224 pp.

La cautela o suspicacia frente a la ficción se ha traslucido en sus libros, de manera particularmente notoria desde Baroni: un viaje (2007) y Mis dos mundos (2008; publicado en Chile por Kindberg, 2015), en los que el narrador, variablemente reflexivo, tiene marcadas aunque no absolutas similitudes con el autor, así como en los libros en que la digresión o la divagación ensayística está en su centro como en Últimas noticias de la escritura (2015) o Teoría del ascensor. En este último libro se suceden las consideraciones sobre los precios de los libros o la sensibilidad a los ruidos de W. G. Sebald, sobre la operación de traducir o sobre las guías telefónicas, referencias a las bases de un premio llamado Alacrán (donde oficiaban de jueces Guadalupe Nettel, Alejandro Zambra y el propio Chejfec), allí aparecen el encuentro fortuito con el escritor Antonio Di Benedetto ya anciano o la labor de las termitas en unas postales de Caracas (donde Chejfec vivió durante varios años). Junto a esto, se despliegan una serie de aproximaciones a la obra de autores tan variados como César Aira, Osvaldo Lamborghini, Victoria De Stefano, Juan José Saer, Martín Caparrós, Mercedes Roffé, Julio Cortázar, Igor Barreto, Mario Bellatin o los cineastas Béla Tarr o Alexander Kluge. Todo lo cual responde, quizá, a lo que él ha llamado una «literatura documental».

Pero incluso en una novela, con personajes y todo, hay más interés por la cavilación que por la acción. En La experiencia dramática (2015, ahora editada por Kindberg) figuran dos personajes, Félix y Rose. Son un par de amigos que semanalmente se reúnen y caminan sin un rumbo claro por la ciudad no nombrada en que viven. El libro registra parte de las conversaciones, pero también las reflexiones solitarias de los protagonistas, así como del narrador. De manera que figuran las imaginaciones, recuerdos y consideraciones sobre: el tiempo, las costumbres gastronómicas, los animales domésticos, la boda de ella, una alcancía infantil, ciertas experiencias (Rose es actriz y en un taller de teatro debe representar la experiencia más dramática de su vida). Las caminatas son esenciales y es una de las marcas de Chejfec (hay que recordar Mis dos mundos, el relato de un paseo por un parque del narrador en una ciudad del sur de Brasil). Tal vez porque, como el autor apunta en algún lugar, lo que hace la literatura es “revelar un espacio más que contar una historia”.

—¿Tiene interés, como el personaje de «La experiencia dramática», por los mapas?

—Hay algo muy atrayente en los mapas, por lo menos para mí, que es la simulación. Tanto en los mapas físicos como los digitales, aunque aún más en estos. Esa idea de simulación hace que la observación de un mapa sea un ejercicio misterioso, de indagación de lo dado donde nosotros, observadores, somos el punto más débil y transitorio de esa representación, pero sin el cual ésta no se pondría de manifiesto.

La experiencia dramática
Sergio Chejfec
Editorial Kindberg, Valparaíso, 2018, 172 pp.

—Con lo de «dramática» se entiende tanto lo sobrecogedor como lo escénico y en el libro se confunden. ¿Cuál ha sido su experiencia más dramática?

—Lo interesante de la pregunta por la experiencia dramática es que activa una reminiscencia o una organización de la experiencia vivida. Activa el “había una vez…”, una aptitud para describir o contar una historia. Quise preguntar sobre estas cosas en la novela, más que sobre el contenido de una experiencia en particular.

—En «Teoría del ascensor» señala que durante algunos años fue taxista en Buenos Aires. ¿De ahí viene su gusto por caminar?

—No, no viene de ahí. Del taxi me viene la experiencia de la deambulación, que en cierto modo hizo que viera de otro modo la experiencia de caminar. Glenn Gould amaba salir de madrugada en su auto y manejar durante la noche por la ciudad solitaria, sin plan. ¿Qué es paseo y qué es deambulación? Creo que Gould era reticente a la interacción social, eso convertía sus vueltas en algo deambulatorio. La deambulación tiene algo de gratuito. El taxi significaba para mí dar vueltas sin mucho sentido, hasta un estado casi hipnótico en el que todo se transformaba en escenario.

—En el libro a veces usa las iniciales de amigos o conocidos como abreviatura, pero en otros casos como ocultamiento. ¿Vale la pena intentar descifrarlas?

—No creo que valga la pena, porque pueden representar una clave o algo que no está en clave.

—De los autores comentados se dedica especial atención a Mercedes Roffé. ¿Alguna razón?

—Mercedes Roffé es una gran poeta. Me siento muy cercano a ella y a lo que escribe. Ante sus poemas siento una conmoción entre musical y conceptual que me resulta muchas veces intrigante e intento aclarar. Pero el tipo de escritura que ella me provoca no pasa por la explicación ni por la interpretación. Sencillamente me pasa que sus cosas me llevan a escribir.

—¿Hubo alguna vez un ganador del Premio Alacrán?

—Nunca. Hubo algunos finalistas, nada más, apenas murmurados por los jurados. En voz tan baja que los otros no escucharon. A lo mejor la ausencia de premiados se debe a la vara tan alta que el Premio se impuso en cuanto a sus objetivos.

—De la apropiación de títulos de libros por un amigo, al menos cuenta dos episodios en el libro. ¿Ha tenido usted una mala experiencia? 

—No, al contrario. Nunca me robaron un título. Y por suerte nunca precisé robar un título ajeno. El robo de título es de lo más intrigante y exquisito que puede haber. Me habría gustado pasar por esa experiencia, en cualquiera de sus mostradores. Si se lo mira en términos de propiedad, es como un juego de niños comparado con el plagio. Si se lo mira desde el lado conceptual, o intertextual, es lo más absurdo y a la vez arrojado que se puede concebir. Robar un título (cuando se trata de una obra aún no escrita) es como robar dinero. Sólo el ladrón sabe en qué se traducirá aquello que robó.

Nunca me robaron un título. Y por suerte nunca precisé robar un título ajeno. El robo de título es de lo más intrigante y exquisito que puede haber.

—¿Podría dar un ejemplo de ese listado de equivalencia entre escritores y platos de comida? 

—Es una lista hipersecreta porque muchos se pueden sentir ofendidos, más allá de que algunas correspondencias no resultan ya veraces. Pero voy a dar la de Borges: churrasco con puré. Él comió eso todas las noches durante una larga época. Mi listado obedece a ese tipo de coincidencias, a veces; otras veces obedece a relaciones menos literales.

—Encuentra injusta la «acusación» del cine de Béla Tarr como «ensayístico». ¿Qué opina cuando se dice algo parecido sobre su obra? 

—Supongo que la narración es siempre un poco ensayística. Desde mi punto de vista, narrar es desarrollar un pensamiento.

—El protagonista de «Mis dos mundos» se identifica con un personaje del dibujante William Kentridge llamado Félix.  Mismo nombre de uno de los protagonistas de «La experiencia dramática». Y en «Teoría del ascensor» aparece un amigo llamado Félix. ¿Es coincidencia?

—No es coincidencia. Tampoco es algo fuerte. Aunque es un nombre que también aparece en otros relatos. No es el único nombre que se repite. Pero nunca, tratándose de este nombre u otros, se trata de la misma persona. Es mi manera de hablar con cierta literatura del pasado, cuyos personajes atravesaban los libros y eran siempre los mismos. Era la forma que tenían esos libros de mostrar la realidad: el personaje a lo largo de su vida, o expuesto a diferentes momentos. Al contrario, me gusta que sean los nombres los que permanecen, y no lo que ellos representan.

 

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