Repensar el siglo XIX

Saludada como una obra magistral, la historia del siglo XIX en perspectiva global escrita por Jürgen Osterhammel podría compararse con la trilogía de Hobsbawm sobre el mismo período. El historiador italiano Enzo Traverso la somete a escrutinio, con sus logros y limitaciones, considerándola “un magnífico espejo de la historiografía de principios del siglo XXI”.

Jürgen Osterhammel

El final del siglo XX cambió nuestra visión del pasado. La ruptura de las divisiones políticas de la Guerra Fría, el surgimiento de Asia en la economía y la política mundiales y las transformaciones culturales relacionadas con el proceso de globalización engendraron un giro significativo en la escritura de la historia que inevitablemente afectó a los estudios sobre el siglo XIX. No es casualidad, por cierto, que encontremos, en el seno de esta renovación, a un reconocido especialista en China y el colonialismo como es Jürgen Osterhammel. Su última obra fue acogida como un logro mayor, según afirman las notas encomiásticas en su portada: “un hito de la escritura histórica alemana” (Jürgen Kocka, en Die Zeit), escrita por “el Braudel del siglo XIX» (Jonathan Sperber). De hecho, la amplitud de sus horizontes y la profundidad de su erudición sorprenden al lector, quien no puede evitar las comparaciones con una obra maestra previa sobre este tema: la trilogía de Eric J. Hobsbawm sobre el “largo siglo XIX”, escrita entre principios de la década de 1960 y mediados de la década de 1980 (1). Esta comparación es interesante porque revela los cambios en la visión histórica que se han producido en las últimas tres décadas.

La transformación del mundo. Jürgen Osterhammel.
Trad. G. García, Editorial Crítica, Barcelona, 2021, 1607 pp.

Escribir una historia global del siglo XIX no significa simplemente prestar más atención al mundo extraeuropeo que lo que hizo la historiografía tradicional; significa más bien modificar la perspectiva, multiplicando y cruzando los puntos de observación. La historia global no es una historia comparada que yuxtapone diferentes narrativas nacionales ni una historia de las relaciones internacionales que analice la coexistencia y los conflictos entre Estados soberanos. Mira el pasado como un conjunto de interacciones, intercambios materiales (demográficos, económicos, tecnológicos) y transferencias culturales (lingüísticas, científicas, literarias) que estructuran el mundo como una red jerárquica. Investiga el papel que juegan las migraciones, la diáspora y los exilios en los procesos económicos y políticos, así como en la elaboración de nuevas ideas y la invención de nuevas prácticas culturales. El nacimiento de un mercado de trabajo internacional viene acompañado de hibridaciones inesperadas en el lenguaje, la literatura, la música y la comida. Desde este punto de vista, el siglo XIX aparece como un momento crucial para el advenimiento de una modernidad global. Por supuesto, escribir una historia mundial del siglo XIX implícitamente “provincializa a Europa, es decir, niega su estatus de paradigma, incluso analizando las formas y procedimientos de su creciente hegemonía (2).

De esta manera, otros estudiosos ya han desempeñado el papel de pioneros, en particular los historiadores del imperio, así como, en términos generales, varios estudiosos pertenecientes al campo moderno de los estudios poscoloniales. En Orientalismo (1980), Edward Said mostró hasta qué punto, durante el siglo XIX, Europa había inventado el “Oriente” como un espacio de otredad a través del cual podía definir su propia cultura y producir las herramientas científicas para conocerla y dominarla (un “saber-poder” en el sentido de Foucault) (3). En varias obras que concluyen con El robo de la historia (2006), el antropólogo británico Jack Goody criticó los paradigmas inscritos en las ciencias sociales, demostrando que, a pesar de las tesis defendidas por sociólogos como Max Weber o Norbert Elias e historiadores como Moses Finley, Occidente no podía reclamar ninguna prioridad o exclusividad a la hora de “inventar” los buenos modales, el civismo y la democracia (4). Por supuesto, había impuesto su modelo socioeconómico al resto del mundo, pero este modelo en sí fue producto de la interacción de Europa con otras civilizaciones, en primer lugar, el Islam. Por su parte, Christopher Bayly, en El nacimiento del mundo moderno (2004), repensaba la dominación occidental como un paso transitorio, provisorio y frágil del desarrollo histórico poniendo en entredicho muchos lugares comunes historiográficos (5). En otras palabras, Osterhammel trabaja en un campo ya despejado. A pesar de su actitud crítica hacia los estudios poscoloniales, no rechaza algunos de sus logros y probablemente su deuda con ellos sea mayor de lo que admitiría.

El primer escollo a evitar al escribir una historia global del siglo XIX, sugiere Osterhammel, es el anacronismo: la tentación de extender mecánicamente nuestros puntos de vista y representaciones a épocas anteriores. Por ejemplo, el concepto de “Occidente” (Oeste, Abendland) no pertenece al paisaje mental del siglo XIX. Para los habitantes de China o México, evocaba vagamente al Reino Unido o Francia. El significado actual de Occidente —un “modelo atlántico general de civilización” que supone una simetría entre Europa y los Estados Unidos— solamente existe desde finales del siglo XIX. Por otro lado, el concepto de Europa en sí mismo es mucho más complicado de lo que comúnmente se cree. En una época en que, desde el Piamonte a Sicilia, varios millones de campesinos emigraron a Argentina, Brasil y Estados Unidos, Italia era un país tan atlántico como mediterráneo. Es obvio que se podrían hacer afirmaciones similares para los irlandeses o los judíos de Europa del Este.

Escribir una historia global del siglo XIX no significa simplemente prestar más atención al mundo extraeuropeo que lo que hizo la historiografía tradicional; significa más bien modificar la perspectiva, multiplicando y cruzando los puntos de observación.

A diferencia de Bayly que, al menos en el título de su libro, acepta la idea de un siglo XIX “largo”, Osterhammel esboza el perfil de un siglo sin límites cronológicos rígidos y basado en estructuras temporales abiertas. La visión de un siglo XIX “largo” —entre la Revolución francesa y la Gran Guerra— es valiosa a posteriori exclusivamente para Europa y el mundo occidental. Con algunos ajustes, podríamos eventualmente aplicarla a la historia del Imperio Otomano, cuyos últimos pasos estuvieron enmarcados por la invasión de Egipto por Bonaparte (1798) y su desmembramiento por el tratado de Sevres (1920), pero, por cierto, no en otros lugares. En los Estados Unidos, el siglo XIX comienza con la independencia en 1776 y termina con la Guerra Civil en la década de 1860. En América Latina, comienza con las luchas de liberación de la década de 1820 y se extiende hasta la crisis de 1929, que modificó la postura tanto económica como geopolítica del continente. Japón experimentó un ciclo diferente, entre la Revolución Meiji (1853-1868) y la derrota de 1945. Finalmente, el hito más significativo en la historia africana está en 1884, año en que la Conferencia de Berlín dividió el continente entre los imperios europeos, abriendo una secuencia que sólo se cerraría con la descolonización en las décadas de 1950 y 1960, a mediados del siglo XX. Según Osterhammel, la noción de Hobsbawm de un siglo XIX “largo”, desde la Revolución Francesa hasta la Primera Guerra Mundial, “sigue siendo una conjetura o construcción auxiliar útil, pero no se puede dar por supuesta como una forma de pasado natural y de validez universal”.

 Osterhammel expresa su escepticismo con respecto a la interpretación canónica —nuevamente codificada por Hobsbawm hace cincuenta años— de un siglo construido por una “doble” revolución, tanto económica como política: la Revolución industrial inglesa que transformó el capitalismo y la Revolución francesa que, a través de las guerras napoleónicas, demolió el Antiguo Régimen en la Europa continental (con excepción del Imperio Zarista). Tal interpretación, piensa él, tiene que ser revisada. Si el siglo XIX fue indiscutiblemente una era de modernización, semejante proceso no fue ni rápido ni homogéneo. El primer paso de la Revolución industrial sólo afectó a Inglaterra y Bélgica. En la Europa continental y los Estados Unidos la economía no llegó a ser industrial antes de la década de 1880, y en muchos países en formas muy incompletas y fragmentarias. En consecuencia, sería erróneo proyectar sobre todo el siglo una imagen de la modernidad surgida recién en sus últimas décadas o interpretar sus conflictos políticos y sus revoluciones como un producto genuino de las contradicciones de la sociedad industrial. En su conjunto, Europa siguió siendo rural en el siglo XIX. Al nivel político, el fin del Antiguo Régimen no produjo una multiplicidad de Estados modernos basados ​​en constituciones liberales, dotados de instituciones representativas y gobernados por una clase industrial y financiera. En resumen, el siglo XIX no fue testigo del surgimiento del Estado burgués, sino del nacimiento de formas híbridas de dominación entre una burguesía ascendente (que aún no gobernaba políticamente) y una aristocracia declinante que seguía siendo el núcleo de un “persistente” Antiguo Régimen, según la definición de Arno J. Mayer (6). La aristocracia seguía siendo un modelo para las nuevas élites económicas y sociales con las que establecía una relación simbiótica. La palabra “burgués” designaba bastante indistintamente a las personas cultas excluidas del trabajo manual —aquellas que “llevaban guantes de seda”, como sugería Edmond Goblot— y, en consecuencia, se refería mucho más a los “profesionales” que a una clase de empresarios capitalistas. Sin embargo, algunas distinciones ya eran perceptibles. La principal característica moral y pública de la nueva élite burguesa era la “respetabilidad” más que el “honor”, ​​la cualidad que, desde Montesquieu en adelante, siempre se había identificado con la aristocracia. Osterhammel describe el siglo XIX como un “otoño dorado de la nobleza europea”, enmarcado entre dos olas de “aristocidio” en 1789 y 1917, y que se desarrolla a pesar de la abolición de la esclavitud (proceso cuya realización fue muy traumática en los Estados Unidos). Como resultado de tal simbiosis entre una burguesía ascendente y una élite aristocrática persistente, al liberalismo le molestó —por no decir que odió— la democracia, en la que no vio nada más que anarquía y el “poder de la multitud”. Osterhammel no va más allá de tal afirmación. Podríamos agregar que, lejos de ser el resultado natural del liberalismo y la economía de mercado, según un cliché tan erróneo como generalizado, la democracia fue el logro de más de cien años de luchas, desde las revoluciones del siglo XVIII en adelante. Según la aguda definición sugerida por Domenico Losurdo, los parlamentos del siglo XIX encarnaban una Herrenvolk democracy rigurosamente delimitada por fronteras de clase, género y raza en la medida en que las clases trabajadoras, las mujeres y los súbditos coloniales estaban excluidos del sufragio. En otras palabras, las elecciones fueron una cuestión de propietarios varones y blancos (7).

La modernización del mundo fue un movimiento lento, heterogéneo y contradictorio, pero fue un movimiento global. A diferencia de la tesis sostenida por Weber, el nacimiento de una élite racional y especializada no fue un fenómeno exclusivamente europeo, aunque no tomó forma burguesa en todas partes. La China imperial experimentó el surgimiento de una capa de empleados que gradualmente reemplazó a la élite burocrática tradicional y Japón introdujo la gestión occidental en su administración, ejército e instituciones educativas. Semejante cambio fue igualmente perceptible en la India, donde el imperialismo británico incorporó y modernizó las élites tradicionales en lugar de destruirlas. En menor medida, la modernización también afectó al África Occidental, donde algunos Estados adoptaron un avanzado sistema tributario. La abrumadora derrota de Italia por el ejército etíope de Menelik II en la batalla de Adua, en marzo de 1896, fue el resultado de la artillería moderna que en un solo día mató a más soldados que todas las guerras del Risorgimento o unificación italiana de 1859 a 1861. Es en el Imperio Otomano donde las reformas estatales encontraron los obstáculos más significativos, por su falta de centralización. La “sociogénesis” del Estado descrita por Norbert Elias como un rasgo peculiar de Occidente (monopolización fiscal y militar, racionalización gerencial, etc.) (8), tenía de hecho muchos equivalentes en otros lugares.

Incluso admitiendo que la imagen prestada de la aeronáutica de un “despegue” es excesiva e inapropiada, Osterhammel no se opone a hablar de que “la Revolución industrial inglesa tuvo un carácter único”. Sus premisas eran múltiples y profundamente entrelazadas, relacionadas no solamente con una situación económica favorable (un mercado interno extendido y un comercio colonial desarrollado, un sector agrícola altamente productivo, buenas redes de comunicación, una tradición de artesanía especializada) sino también a una estructura política estable y pacífica, así como a la influencia de una “actitud netamente emprendedora” que anima la élite social, en particular a sus “disidentes religiosos”. Después de haber matizado la idea weberiana de una “afinidad electiva” entre el protestantismo y el ethos capitalista, Osterhammel no presta mucha atención a la tesis de Jean de Vries (y Christopher Bayly) de las “revoluciones industriosas” (9). Por supuesto, la transformación de las economías domésticas, el surgimiento de nuevas formas de consumo de mercancías y el advenimiento de nuevas prácticas de sociabilidad relacionadas tanto con la racionalización del tiempo (gracias a la difusión de los relojes) como con el desarrollo de la cultura impresa (la creciente publicación de libros) fueron tendencias compartidas por muchos países europeos. El alcance continental de la Ilustración y el republicanismo cívico no explica por qué el capitalismo industrial nació en Inglaterra y no en Francia o Alemania, India o China. Osterhammel ofrece una interpretación más convincente y global. Reformulando sus argumentos, encontramos dos condiciones cruciales para tal precocidad inglesa. Por un lado, el proceso revolucionario del siglo XVII (1649-1688) había transformado el Reino Unido en una economía de agricultores que producían para el mercado, con una productividad superior a la de los campesinos de Alemania, España o Francia. Por otro lado, desde 1688 la monarquía británica ya no era un Estado absolutista: la revolución lo había transformado en una monarquía constitucional dotada de instituciones representativas y controlada por una élite whig orientada al mercado (Vivek Chibber la define como una “aristocracia capitalista”) (10). La “Revolución industrial” es una definición canónica, casi universalmente aceptada, pero la clave de su éxito, sugiere Osterhammel, radica en el hecho de que no fue una revolución: “no erradicó todas las formas anteriores de creación de valor dejando en su lugar un mundo radicalmente nuevo. En otras palabras: la industria se desarrolló (y sigue desarrollándose) en una gran variedad de formas y le resulta fácil subordinar a los modos de producción no industriales, sin tener que destruirlos necesariamente”.

Extendiéndose desde Inglaterra hacia el continente, la industrialización produjo —a pesar de su difusión heterogénea y demorosa— una brecha creciente entre Europa y el resto del mundo a lo largo del siglo XIX. El debate histórico sobre las razones de tal Sonderweg (“camino especial”) europeo está lejos de estar cerrado. A finales del siglo XVIII, señala Osterhammel, no existía una dominación europea global. Contra los apologistas de Occidente como David Landes, que considera tal dominación como un destino providencial relacionado con la superioridad intrínseca de Europa (11), argumenta que nada en el confucianismo, el sintoísmo o el islamismo impidió el ascenso del capitalismo. Según Osterhammel, “¿por qué Europa?” es una pregunta fuera de lugar cuya respuesta no puede evitar una trampa teleológica. Dos siglos después de la Revolución industrial, la hegemonía europea aparece tan provisoria como relativa, mientras que muchas interpretaciones culturales del atraso asiático han sido refutadas por el despegue económico de China e India en las últimas tres décadas, lo que pone en duda la idea de una “excepción” japonesa. En consecuencia, la pregunta debe abandonarse definitivamente: “La historiografía actual puede evitar que la retórica política sobre Europa la empuje a plantear afirmaciones esencialistas sobre la ‘esencia’ del continente. Hoy se halla en la afortunada situación de poder dejar atrás las viejas querellas político-ideológicas sobre la imagen de Europa”.

Si la ventaja de tal enfoque consiste en evitar representaciones providenciales y teleológicas, igualmente desatiende la cuestión de cómo explicar un siglo de hegemonía europea: incluso desnaturalizado y desmitificado, el hecho permanece y simplemente reducirlo a las peculiaridades de la Revolución industrial inglesa parece una explicación demasiado estrecha. Christopher Bayly aporta una hipótesis diferente enfatizando la paradoja de un continente que se aprovechó de su propio atraso, debido a sus guerras intestinas de los siglos XVII y XVIII. Gracias al Tratado de Westfalia de 1648, la Guerra de los Treinta Años había creado un sistema regulado de relaciones internacionales entre Estados soberanos, mientras que la Guerra de los Siete Años había establecido la preeminencia continental del Imperio británico y sentado las bases para su expansión en Asia y África. Tal sucesión de guerras engendró una revolución militar sin la cual sería inconcebible el imperialismo del siglo XIX. Bayly resume este gran cambio que afectó profundamente el poder de las armas, las comunicaciones, la logística y la atención médica de sus tropas con una frase “brutal” pero cierta: “Los europeos se volvieron mucho mejores matando gente”. A sus ojos, esta superioridad militar es la principal razón que explica la creciente “distancia” entre Europa y el resto del mundo durante esta coyuntura histórica.

Revoluciones

La revolución ocupa un lugar central en la descripción que hace Osterhammel del siglo XIX. Para analizar este complejo tema, distingue tres oleadas diferentes. La primera es el “Atlántico revolucionario” que se inició en América en 1776, recorrió Francia en 1789 y finalmente llegó al Caribe donde, el primero de enero de 1804, esclavos insurgentes proclamaron el Estado independiente de Haití, república que tomó la forma de “una sociedad igualitaria de pequeños campesinos afroamericanos libres”. Alejándose implícitamente de una tradición historiográfica conservadora que, desde Alfred Cobban hasta François Furet, ha considerado a la Revolución francesa como la matriz del totalitarismo moderno (12), Osterhammel interpreta el Atlántico revolucionario como laboratorio de la modernidad política. Es durante este Sattelzeit (“época de colllado”) que dura desde 1776 hasta 1804 que conceptos como libertad, igualdad y emancipación aparecen con su significado actual. Finalmente, ellos quedarían inscritos en todos los textos programáticos de la época, desde la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) hasta la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre (1789), desde el Decreto de la Convención Nacional aboliendo la Esclavitud (1794) hasta El discurso de Angostura de Simón Bolívar (1819), el manifiesto de las luchas de liberación nacional en América Latina que se inspiró en la Revolución haitiana. La segunda ola tuvo lugar a mediados de siglo. Fue más amplia que la primera, pero no tuvo la misma unidad espacial y política que el Atlántico revolucionario. Sus momentos más significativos —las revoluciones europeas de 1848, la revolución Taiping en la China imperial (1850-1864), la rebelión india de 1857 y la Guerra civil estadounidense (1861-1865)— permanecieron desconectados, sin poder fusionarse en un proceso común. Su sincronización no revela ninguna afinidad política y no se corresponde con una dialéctica común entre Europa, Asia y América del Norte. Demasiadas discrepancias culturales, ideológicas y políticas separan a los Taiping —opuestos a la dinastía Qing en nombre de un peculiar sincretismo entre el confucianismo y el protestantismo evangélico— de los Cipayos que lucharon contra el dominio británico en nombre de la India precolonial. Finalmente, la tercera ola reúne las revoluciones euroasiáticas que estallaron al borde de la Gran Guerra: el primer levantamiento contra el Imperio zarista en Rusia (1905), la Revolución Constitucional en Irán (1905-1911), la Revolución de los Jóvenes Turcos en el Imperio Otomano (1908) y finalmente el movimiento de Sun Yatsen que, reconciliado con la Dinastía Qing, proclamó la República de China en 1911. Es una cadena de levantamientos a los que habría que añadir la Revolución Mexicana (1910-1917), una lucha campesina por la tierra y la libertad que cerró un antiguo ciclo y abrió uno nuevo de revoluciones, en la intersección entre los siglos XIX y XX. Con las excepciones de Rusia y México, fueron “revoluciones desde arriba” a menudo llevadas a cabo por élites intelectuales y militares que recuerdan a los “revolucionarios blancos” del Risorgimento italiano (Cavour) y la Revolución Meiji en Japón (1868).

Osterhammel define la década que precedió al estallido de la Primera Guerra Mundial como un “umbral” crucial (Schwellenjahrzehnt). En la década de 1880, la modernización fue el resultado de una conjunción de elementos que incluyeron el desarrollo industrial, la explotación de nuevos recursos energéticos, el surgimiento del capital monopolista y financiero, la mejora de las redes de comunicación y una creciente movilidad tanto de las mercancías como de los seres humanos. Tal transformación del mundo, subraya, surgió de un largo proceso acumulativo. ¿Es legítimo comprenderlo, desde una perspectiva weberiana, como un proceso de secularización? Osterhammel es muy cauteloso en este punto. Es cierto que “el siglo XIX empezó con un ataque general a la religión”, pero una ofensiva tan radical fue “una evolución particular de Francia” sin equivalente en otros lugares (deberíamos esperar hasta la Revolución rusa de 1917 para observar un ataque similar). “La afirmación de que el siglo XIX en su conjunto fue una era que dejó atrás la religión —prosigue— no se sostiene y por ahora no hay perspectivas de más ‘panorama general’ que esta historia de la secularización”. Hasta la última ola de revoluciones mencionada anteriormente, todos los rituales imperiales conservaron un carácter religioso, desde Pekín hasta Estambul y Viena. Así, la secularización significó básicamente la difusión de una idea de “tolerancia” traída por la Ilustración (mucho más en su versión inglesa o escocesa que en su versión francesa). El resultado de esta tendencia fue el reconocimiento de minorías religiosas como los judíos: el siglo XIX es la época de la emancipación judía. El antijudaísmo fue generalmente contenido y reprimido hasta que surgió un nuevo antisemitismo racial en las dos décadas que precedieron a la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, Osterhammel tiende a descuidar un punto crucial generalmente destacado por los historiadores de las ideas políticas: la secularización no significa solamente la decadencia de la religión y su superación por las modernas instituciones jurídicas y políticas cuya última fuente de legitimidad era la nación en lugar de Dios. La secularización significa también una transferencia de la sacralidad desde los símbolos e instituciones religiosas a las políticas (13). El nacionalismo fue un resultado de este proceso de secularización que, aunque incompleto, atravesó todo el siglo XIX. Sin su dimensión de “religión civil”, la fuente de una “comunidad imaginada” que cuestiona la legitimidad de los antiguos regímenes dinásticos, el surgimiento del nacionalismo es difícil de entender (14).

En Europa, el siglo XIX fue “un interludio tranquilo” en el que “las pocas guerras que se libraron no fueron ni prolongadas ni ‘totales’”. Era, según la famosa definición de Karl Polanyi, la era de “la paz de los cien años” (15). Osterhammel sugiere, de manera pertinente, que las numerosas guerras peleadas en todo el continente durante este período —desde la Guerra de Crimea (1853) hasta la Guerra franco-prusiana (1871), pasando por el Risorgimento (1859-1861, 1867, 1870) y las guerras austroprusianas (1866) — son incomparablemente menos letales que las guerras totales del siglo XX. Los 57.000 soldados muertos de la guerra franco-prusiana corresponden aproximadamente a las víctimas de un solo día de la batalla de Somme en 1916 o a los civiles asesinados por el bombardeo de una ciudad alemana en la Segunda Guerra Mundial. La única guerra total del siglo XIX fue la Guerra civil estadounidense, en la que los beligerantes usaron armas modernas y trataron de destruirse unos a otros, ignorando las normas del jus in bello.

Visto desde África u Oceanía, sin embargo, el siglo XIX no aparece como un “interludio tranquilo”. Aparte del viejo continente, donde las reglas del jus publicum europaeum parecían profundamente arraigadas en las costumbres militares y la tortura había sido prohibida por casi todos los regímenes dinásticos, incluida la Rusia zarista, el mundo extraeuropeo tomó la forma de una “anarquía regulada”.

Visto desde África u Oceanía, sin embargo, el siglo XIX no aparece como un “interludio tranquilo”. Aparte del viejo continente, donde las reglas del jus publicum europaeum parecían profundamente arraigadas en las costumbres militares y la tortura había sido prohibida por casi todos los regímenes dinásticos, incluida la Rusia zarista, el mundo extraeuropeo tomó la forma de una “anarquía regulada”. En otras palabras, fue un espacio que el imperialismo moldeó —militar y económicamente— en nombre de “un liberalismo internacional de concepción racial y socialdarwinista”. La violencia extrema relacionada con tal “anarquía regulada” no dependía exclusivamente de las armas, ni mucho menos. Osterhammel observa que “la colonización provocó en todas partes una desestabilización política, social y biológica”, produciendo hambrunas en cadena e introduciendo una nueva “ecología de la enfermedad” que finalmente mató a millones de seres humanos. Sin embargo, él piensa que el genocidio (Volkermord) fue la excepción, no la regla. Entre las muchas políticas de conquista con consecuencias asesinas, distingue en particular el dominio belga en el Congo entre 1876 y 1920 y la guerra de exterminio alemana contra la tribu herero en África Sudoccidental en 1904. No califica como genocidio ni la destrucción de las tribus indias americanas ni las hambrunas que mataron a más de 30 millones de seres humanos en la India británica entre las décadas de 1860 y 1890. Por supuesto, no fueron el resultado de una campaña de exterminio como en el África sudoccidental alemana —en las colonias británicas este tipo de violencia estaba más bien reservada para los colonos—, pero indiscutiblemente fueron consecuencias de las políticas de conquista colonial bien descritas por Osterhammel: desplazamientos de población relacionados con la construcción de vías férreas y presas, urbanización masiva realizada en condiciones higiénicas malas y sin control, malaria, etc. Las páginas más horribles del “libro negro del colonialismo”, concluye, no fueron escritas por británicos (15).

Este es un enfoque bastante común entre los historiadores del siglo XIX quienes, como Christopher Bayly, se distancian de los estudios poscoloniales interpretándolos como una “metanarrativa” moralista. El problema es que, en la mayoría de los casos, este tipo de precaución semántica no evita algunas ambigüedades interpretativas. Como muchos estudiosos han subrayado repetidamente, el uso de un concepto jurídico como el de genocidio —creado para definir la culpabilidad y la inocencia más que para interpretar el pasado— es a menudo discutible en la escritura histórica (17). Pero este no es el punto. No hay duda —cualesquiera sean nuestros conceptos y herramientas analíticas— de que el enorme colapso demográfico que sufrieron África, India, Tasmania y Nueva Guinea en el siglo XIX fue un resultado del colonialismo (18). También es útil recordar que la hambruna irlandesa de 1845-1849, la última gran hambruna experimentada en Europa en el siglo XIX (un millón de muertos sobre una población de 8,5 millones) se produce en un contexto de dominación colonial. En otras palabras, lejos de ser una catástrofe “natural”, la hambruna aparece como un elemento clave de la “anarquía regulada” colonial, como una especie de “gubernamentalidad” colonial —hablando en términos foucaultianos— a través de la cual el imperialismo estableció su dominio tanto sobre territorios como poblaciones. Osterhammel no cita a Polanyi, para quien las hambrunas indias del siglo XIX fueron la consecuencia de la demolición de la comunidad aldeana india tradicional: “la nueva organización de mercado del trabajo y la tierra que desintegró la antigua aldea sin resolver realmente sus problemas” (19). Él nos recuerda, sin embargo, que tales catástrofes “naturales” reforzaron entre los británicos la idea de una superioridad racial europea.

En otros capítulos, Osterhammel no ignora algunos logros de los estudios poscoloniales. Por ejemplo, analiza el nacimiento de los pidgins o lenguas macarrónicas como formas de “hibridación lingüística” que conocieron una importante expansión en la época del colonialismo y las grandes migraciones. Entre 1815 y 1914, casi 82 millones de personas se trasladaron voluntariamente de un país a otro para trabajar, escapar de la opresión o mejorar sus condiciones de vida: en términos relativos, remarca Osterhammel, su número es mayor que el de las emigraciones del siglo XX (una tasa anual de 660 por millón en lugar de 220 por millón). De manera similar, Bayly subrayó el nacimiento de “identidades políticas híbridas” tomando como ejemplo un lienzo pintado por Anne-Louis Girodet: un retrato de Jean-Baptiste Belley, el representante negro de Santo Domingo en la Convención de 1794, posando junto al busto del Abate Reynal, símbolo de la tradición filosófica occidental. También podría haber evocado el famoso retrato de Tomika Te Mutu, el jefe de la tribu Ngaiterangi de Nueva Zelanda, en el que aparece vestido con un elegante traje británico, mostrando con fiereza su rostro completamente tatuado, con grandes aretes y una pluma en una espesa cabellera. Bayly sugiere que el naciente nacionalismo había creado nuevas formas sincréticas entre la filosofía de la Ilustración y las antiguas tradiciones comunitarias en los países colonizados, pero no da ningún ejemplo, con excepción de la institucionalización de las escuelas confesionales, desde las misiones cristianas hasta las escuelas coránicas. No podíamos imaginar, leyendo a Bayly y Osterhammel, que la globalización del siglo XIX produjera un cóctel explosivo de anarquismo, nacionalismo y anticolonialismo como el descrito por Benedict Anderson en su ensayo dedicado al intelectual revolucionario filipino José Rizal (20).

A diferencia de los historiadores de la generación de Hobsbawm, para quienes el siglo XIX fue la época del nacimiento del socialismo y el surgimiento del movimiento obrero, desde 1848 hasta la Comuna de París, Osterhammel ignora por completo tales acontecimientos.

Según Osterhammel, el siglo XIX fue testigo del surgimiento de la idea de la igualdad: la abolición de la esclavitud fue su hilo conductor y se convirtió en su metáfora. La idea del progreso dominó el siglo de los ferrocarriles y las fábricas industriales, de los tranvías y las grandes ciudades, de las ametralladoras y las estadísticas, del periodismo y las finanzas, de la fotografía, el telégrafo y la electricidad, de la alfabetización y el colonialismo, de la Cruz Roja y las “misiones civilizadoras”. Curiosamente, no presta atención a esta categoría que, de Condorcet a Spencer, pasando por Comte, Darwin y Marx, se inscribió en el seno de la cultura europea (21). A decir verdad, tampoco somete a escrutinio a sus grandes críticos, desde los filósofos de la contra-Ilustración a Nietzsche (22). Y con la idea de progreso desaparecen de su cuadro todos los movimientos que la encarnaban. A diferencia de los historiadores de la generación de Hobsbawm, para quienes el siglo XIX fue la época del nacimiento del socialismo y el surgimiento del movimiento obrero, desde 1848 hasta la Comuna de París, Osterhammel ignora por completo tales acontecimientos. No dedica más de 10 páginas de sus más de 1.600 al socialismo, un fenómeno, a sus ojos, marginal. Evitando cualquier referencia al Manifiesto comunista, escribe sin rodeos que, a diferencia de la Revolución francesa, el movimiento de las revoluciones de 1848 “no formuló nuevos principios universales”. Ansioso por evitar la trampa de la teleología histórica —siendo el socialismo una de sus figuras principales— esboza un cuadro en el que el socialismo simplemente se desvanece. Su libro es un magnífico espejo de la historiografía de principios del siglo XXI: por un lado, piensa el pasado a través del prisma de la globalización, adoptando una nueva mirada y sugiriendo nuevas perspectivas; por otro lado, no escapa a los apremiantes códigos ideológicos creados por el cambio de 1989 y el final de la Guerra Fría. Por un lado, muestra las potencialidades de una historia mundial emancipada de las fronteras eurocéntricas; por otro, su horizonte parece singularmente limitado por el casi total eclipse de todo recuerdo del socialismo.

[Artículo aparecido en la revista “Constellations» 21-3 (2014). Traducción: Patricio Tapia].

Enzo Traverso

Enzo Traverso, historiador e intelectual italiano. Es un destacado estudioso de las ideas del siglo XX. Ha escrito sobre el Holocausto, el antisemitismo y los totalitarismos. Ha sido profesor en Francia (Universidad Julio Verne en Picardía y la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París); actualmente lo es en la Universidad de Cornell, Estados Unidos. Entre sus libros se cuentan: “La historia desgarrada”, “La violencia nazi”, “Los judíos y Alemania”, “A sangre y fuego”, “Melancolía de izquierda», “Las nuevas caras de la derecha”. Su último libro es “Revolución. Una historia intelectual” (2022).

Notas

(1). Eric J. Hobsbawm, The Age of Revolution: 1789–1848 (Nueva York: Vintage, 1996 [1962]); The Age of Capital: 1848– 1875 (Nueva York: Vintage, 1996 [1975]); The Age of Empire: 1875–1914 (Nueva York: Vintage, 1996 [1987]). [Hay versión castellana, como Eric J. Hobsbawm: La era de la revolución: 1789-1848 (Editorial Crítica, Barcelona,2003); La era de del capital: 1848-1875 (Editorial Crítica, Barcelona, 1988); y La era del imperio: 1875-1914 (Editorial Crítica, Barcelona, 1998)].

(2). Osterhammel no cita el libro seminal de Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical Difference (Princeton: Princeton University Press, 2000) [Hay versión castellana, como Dipesh Chakrabarty: Al margen de Europa (Editorial Tusquets, Barcelona,2009)], cuyas observaciones metodológicas podrían extenderse a su propio trabajo.

(3). Edward Said, Orientalism (Nueva York: Vintage, 1978). [Hay versión castellana, como Edward Said: Orientalismo (Editorial Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1990)].

(4). Jack Goody, The Theft of History (Nueva York: Cambridge University Press, 2006). [Hay versión castellana, como Jack Goody: El robo de la historia (Editorial Akal, Madrid, 2011].

(5). Christopher A. Bayly, The Birth of the Modern World, 1780–1914: Global Connections and Comparisons (Malden, Mass.: Blackwell, 2004). [Hay versión castellana, como Christopher A. Bayly: El nacimiento del mundo moderno (Editorial Siglo XXI, Madrid, 2010)].

(6). Arno J. Mayer, The Persistence of the Old Regime: Europe to the Great War (New York: Pantheon Books, 1981). [Hay versión castellana, como Arno Mayer: La persistencia del Antiguo Régimen (Editorial Alianza, Madrid, 1994)].

(7). Domenico Losurdo, Liberalism: A Counter-History, trad. Gregory Elliott (London: Verso Books, 2011). [Hay versión castellana, como Domenico Losurdo: Contrahistoria del liberalismo (Editorial El Viejo Topo, Barcelona, 2007)].

(8). Norbert Elias, The Civilizing Process, trad. Edmund Jephcott (Cambridge, Mass.: Blackwell, 1994 [1939]). [Hay versión castellana, como Norbert Elias: El proceso de la civilización (Editorial FCE, México, 1987)].

(9). Jean de Vries, The Industrious Revolution: Consumer Behavior and the Household Economy, 1650 to the Present (Nueva York: Cambridge University Press, 2008) [Hay versión castellana, como Jean de Vries: La revolución industriosa (Editorial Crítica, Barcelona, 2009)]; Christopher A. Bayly, The Birth of the Modern World, cap. 2.

(10). Vivek Chibber, “Sidelining the West?”, New Left Review, 46-2007, pp. 130-141. [Hay versión castellana, como Vivek Chibber: “¿Dejar a Occidente al margen?”, New Left Review (edición en español), 47-2007, pp. 123-136].

(11). David S. Landes, The Wealth and Povert of Nations: Why Some Are so Rich and Some so Poor (New York: Norton, 1998) [Hay versión castellana, como David S. Landes: La riqueza y la pobreza de las naciones (Editorial Crítica, Barcelona, 2008)].

(12). Alfred Cobban, The Social Interpretation of the French Revolution (Cambridge: Cambridge University Press, 1954) [Hay versión castellana, como Alfred Cobban: La interpretación social de la Revolución francesa (Editorial Narcea, Madrid, 1976)]; François Furet, Interpreting the French Revolution, trad. Elborg Forster (New York: Cambridge University Press, 1981 [1978]) [Hay versión castellana, como François Furet: Pensar la Revolución francesa (Editorial Petrel, Barcelona, 1980)].

(13). Para una síntesis de este clásico debate, curiosamente descuidado por Osterhammel, ver Jean-Claude Monod: Theologies politiques et philosophie de l’histoire de Hegel a Blumenberg ` (Paris: Vrin, 2002) [Hay versión castellana, como Jean-Claude Monod: La querella de la secularización.Teología política y filosofías de la historia de Hegel a Blumenberg (Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 2015)]; y Emilio Gentile, Politics as Religion, trad. George Staunton (Princeton: Princeton University Press, 2006 [2003]).

(14). Cf. Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origins and Spread of Nationalism (London and New York: Verso, 1991 [1983]) [Hay versión castellana, como Benedict Anderson: Comunidades imaginadas (Editorial FCE, México, 1993)]. Sobre el auge del nacionalismo, cf. El estudio clásico de George L. Mosse, The Nationalization of the Masses: Political Symbolism and Mass Movements in Germany from the Napoleonic Wars Through the Third Reich (New York: Howard Fertig, 1974). [Hay versión castellana, como George L. Mosse: La nacionalización de las masas (Editorial Marcial Pons, Madrid, 2005)]. Tanto Anderson como Mosse no aparecen en la inmensa bibliografía del libro de Osterhammel.

(15). Karl Polanyi, The Great Transformation: The Political and Economic Origins of Our Time (Boston: Beacon Press, 1957), cap. 1. [Hay versión castellana, como Karl Polanyi: La gran transformación (Editorial FCE, México, 1992)].

(16). Osterhammel se refiere de manera implícita a Marc Ferro (ed.), Le livre noir du colonialisme: XVIe XXIe siecle (Paris: Robert Laffont, 2003). [Hay versión castellana, como Marc Ferro (ed.): El libro negro del colonialismo (Editorial Esfera de los libros, Madrid, 2005)].  

(17). Ver, por ejemplo, Henry Huttenbach, “Locating the Holocaust under the Genocide Spectrum: Toward a Methodology and a Categorization”, en Holocaust and Genocide Studies 3-3 (1988), pp. 289–303, y Jacques Sémelin, Purify and Destroy: The Political Uses of Massacre and Genocide, trad. Cynthia Schoch (New York: Columbia University Press, 2009 [2005]). [Hay versión castellana, como Jacques Sémelin: Purificar y destruir (Editorial Unsam, Buenos Aires, 2013)].

(18). Cf. Bouda Etemad, Possessing the World: Taking the Measurements of Colonization from the Eighteenth to the Twentieth Century, trad. Andrene Everson (New York: Berghan Books, 2007 [2000]).

(19). Karl Polanyi, The Great Transformation, pp. 159– 160. Ver Mike Davis, Late Victorian Holocausts: El Nino Famines and the Making of the Third World (London and New York: Verso, 2001) [Hay versión castellana, como Mike Davis: Los holocaustos de la Era Victoriana tardía (Editorial Universidad de Valencia, Valencia, 2006)].

(20). Benedict Anderson, The Age of Globalization: Anarchists and the Anti-Colonial Imagination (London and New York, Verso, 2013 [2005]).

(21). Ver Robert Nisbet, History of the Idea of Progress (New York: Basic Books, 1980) [Hay versión castellana, como Robert Nisbet: Historia de la idea de progreso (Editorial Gedisa, Barcelona, 1981)] y Gennaro Sasso, Tramonto di un mito: L’idea di “progresso” tra Ottocento e Novecento (Bologna: Il Mulino, 1984).

(22). Zeev Sternhell, The Anti-Enlightenment Tradition, trad. David Maisel (New Haven: Yale University Press, 2010 [2007]).

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