Brian Dillon y su personal exploración en el estilo y el lenguaje

En una serie de ensayos nacidos de una sola oración, ya sea escrita por Shakespeare, James Baldwin o Joan Didion, Brian Dillon realiza una exploración en el estilo y el lenguaje en su libro Imaginemos una frase (Anagrama). Allí ofrece un florilegio de preciadas frases (y su comentario) extraídas de diversas fuentes durante 25 años de copiarlas en sus libretas. Comenta la publicación Louis Klee.

Brian Dillon

En el otoño de sus 18 años, uno después de cruzar los Alpes hacia Italia con los ejércitos de Napoleón, Stendhal sintió que su vocación estaba decidida: se convertiría en escritor. Casi dos décadas pasarían antes de que se le ocurriera una “idea brillante” para una obra literaria. De l’amour, como la llamó, no era una novela sino una amalgama de una especie incómoda: un conjunto de anécdotas y observaciones que pretendían ser “una descripción exacta y científica de un tipo de locura… la enfermedad del alma llamada amor”. Él imaginó que atraería a “un simple centenar de lectores”, tal vez menos, quizá a una sola persona en París “que lee subrepticiamente un volumen que mete en un cajón al menor ruido”. Uno de los primeros lectores del libro lo describió como “ciertamente el más extraño que ha escrito M. de Stendhal”. Dudo que estos lectores quedaran particularmente convencidos por sus aires de objetividad (“si el autor usa ocasionalmente la primera persona del singular”, insiste Stendhal, es solamente para “compartir con la menor monotonía posible lo que ha observado en otras personas”). Stendhal había estado enamorado. Había sido un amor desesperado y no correspondido por una mujer casada y sintió que, para entender su libro, era “absolutamente imperativo” que el lector también estuviera enamorado. Únicamente así reconocerían la verdad en la extraña e inspirada metáfora que eligió para capturar la locura distintiva del amor.

Imaginemos una frase. Brian Dillon. Trad. R. Martín Giráldez, Editorial Anagrama, 2022, 218 pp.

El amor, pensó Stendhal, se parece a una rama arrojada a una mina de sal. Es una imagen extraña y llamativa, y se origina aquí: “En las minas de sal de Hallein, cerca de Salzburgo, los mineros arrojan una rama de árbol despojada de sus hojas por el invierno en una de las profundidades abandonadas. Dos o tres meses después, por efecto de las aguas saturadas de sal que mojan la rama y la dejan secar al retirarse, los mineros la encuentran cubierta de brillantes cristales. Las ramitas más diminutas, no más gruesas que la pata de un pajarillo, aparecen guarnecidas de infinitos pequeños cristales, trémulos y deslumbrantes. La pequeña rama original ya no es reconocible”.

Cuando fue testigo de esto por primera vez, Stendhal se sentó junto al pozo de la mina y dibujó las etapas del amor en el reverso de una carta de naipes. La analogía es esta: la persona amada es como la rama arrojada a la mina de sal de la imaginación del amante. Emerge tan embellecida con los encantadores cristales como diamantes de la imaginación que incluso sus imperfecciones son una prueba más de la perfección. “Una vez que ha comenzado la cristalización”, como dice De l’amour, “te deleitas con cada nueva belleza que descubres en tu amada. Pero, ¿qué es la belleza? Es una nueva potencialidad para el placer”. Pero hay algo de melancolía aquí: como la ramita, la amada se ha desvanecido bajo la espléndida carga del cristal.

La metáfora del amor de Stendhal aparece en uno de los 28 pares de frases y comentarios que componen la obra de no ficción más reciente de Brian Dillon, Imaginemos una frase. Independientemente de lo que sugiera el título, Dillon se apresura a enfatizar una cosa que su libro no hace, “por lo menos de forma directa: explicar cómo se escribe una gran frase”. Añade que no tiene “una teoría general propia de la frase, ninguna disposición normativa hacia la frase”, y que, finalmente, ni siquiera está seguro de que sea “un libro sobre frases”, ya que incluso la palabra sobre “no es, quizá la palabra adecuada: mejor hacia o entre”.  Tal vez, como dice hacia el final, es simplemente un libro placenteramente arrastrado en “la aventura de la frase”.

Cada capítulo comienza con una frase, citada en su totalidad, antes de pasar a los comentarios exegéticos de Dillon. Lo que sigue está tomado de la descripción de Roland Barthes de la tempura, en un libro escrito después de sus visitas trimestrales a Japón: “La anguila (o el fragmento de verdura, de crustáceo), cristalizada en la fritura, como la rama de Salzburgo, se reduce a un pequeño bloque de vacío, a una colección de huecos: el alimento reúne aquí toda la fantasía de una paradoja: la de un objeto puramente intersticial, tanto más provocativo cuanto que este vacío se elabora para que sirva de alimento (a veces al alimento se le da forma de bola, como un cúmulo de aire)”.

La glosa de Dillon comienza como una exaltación: “Roland Barthes es el santo patrón de mis frases”. Localiza algo de la seducción de Barthes en su tono: “analítico pero fascinado”. Luego esboza el contexto de la cita, anota (e imita) su puntuación distintiva y finalmente se aventura: “En la apropiación que hace Barthes de la imagen de Stendhal opera un cliché añejo: lo cocinado como acto de amor o cuidado, tanto hacia los alimentos como hacia la familia o los amigos a los que se les ofrece. Pero hay algo más: la sospecha de que, con la atención amorosa apropiada, un bocado de comida japonesa se revelará fantásticamente metafórico, como un pedazo de idioma… lo haría bajo el tacto del crítico”.

Con Imaginemos una frase, Dillon ha dicho que “quería escribir un libro donde todo fuese positivo, todo placer, solo sobre cosas buenas”.

Todavía estamos en el reino del amor, pero ahora se trata del amor al lenguaje. Con Imaginemos una frase, Dillon ha dicho que “quería escribir un libro donde todo fuese positivo, todo placer, solo sobre cosas buenas”. La dificultad de esto se transmite acertadamente en el último escrito de Barthes, que todavía estaba en su máquina de escribir cuando tuvo el accidente que lo llevó a la muerte. Era un ensayo sobre Stendhal llamado: “No se consigue nunca hablar de lo que se ama”. Da vueltas a un problema que se le ocurrirá a cualquier crítico: que gran parte del lenguaje de la alabanza, por muy elocuente, perspicaz y locuaz que sea, “dice sencillamente: ahí hay un efecto; me siento embriagado, transportado, emocionado, deslumbrado, etc.”. “Toda sensación”, prosigue Barthes, sobre todo “si uno quiere respetar su vivacidad y su agudeza, induce a la afasia”.

Dillon se mueve en la órbita de este problema no solamente en Imaginemos una frase sino también en su libro anterior de 2017 Ensayismo, que es menos un ensayo sobre el ensayo que un centón de los ensayos que lo incitan a la reverencia. Después de citar el ensayo de Maeve Brennan “Brócoli”: “Agarré la cuchara de la salsa, como lo había hecho el mesero, y comencé a moverla sobre el brócoli, y luego la volví a colocar rápidamente en la salsera. No podía recordar qué extremo del brócoli comiste. No podía recordar”. Dillon agrega: “Por supuesto que hay excelencias en este pasaje además de la vacilante precisión de su manera de hablarle a las cosas: la repetición de ‘No podía recordar’ es especialmente admirable”.

Sería tentador imitar a Dillon aquí y decir que lo encontramos vacilante en su manera de hablarle a la frase admirada. Sería tentador, además, ver la totalidad de Imaginemos una frase en términos de emulación, como “conmovedoramente marcada por el denuedo” por “imitar e incluso superar” las frases que elogia (para usar palabras que Dillon aplica a Susan Sontag). Siempre vislumbramos a Dillon en busca de otros a los que estima. Incluso en contra de la advertencia expresa de que podría morir si se aventura a cruzar una autopista, todavía se aferra a seguir la pista del artista Robert Smithson: “No tenía alternativa. Me puse en marcha bajo un cielo despejado en busca de nuevas ruinas, tratando de escuchar y ver la estética rota que Smithson trajo (o devolvió) al lugar”. Visto bajo esta luz, Imaginemos una frase es un libro de intentos por acentuar el placer de la frase repitiéndola, ramificando sus efectos hasta que, para volver a la metáfora de Stendhal, los cristales relucientes de la imaginación han monumentalizado estos queridos artefactos del lenguaje. Consciente de esto, buscando una manera de resumir su libro, Dillon afirma: “Supongo que podemos llamarlo afinidad”. Parece que este es un tema que desarrollará más detalladamente en su escritura. Recientemente anunció que Ensayismo e Imaginemos una frase son partes de un tríptico; ahora está trabajando en un tercer volumen, llamado provisionalmente Afinidades.

El contexto de Ensayismo y Afinidades es significativo para entender el propósito del libro de Dillon. Nos anima a pensar en Imaginemos una frase como un ejemplo contemporáneo del commonplace book, en el que se reúnen y yuxtaponen citas de autores preferidos de una manera que puede estimular la lectura y la escritura adicionales. Algo así como el bricolaje o el álbum de recortes, el ejercicio del commonplace book comparte mucho con el ensayo; tanto, de hecho, que los ensayos de Montaigne y Bacon a veces se conciben como poco más que registros de lectura, un cuaderno de notas hecho público, el taller abierto del pensador. “Alguien podría decir lo mismo de mí”, escribe Montaigne sobre sus ensayos, “que me he limitado aquí a componer un amasijo de flores ajenas, sin aportar de mi cosecha otra cosa que el hilo para atarlas”.

Dillon nos ofrece un florilegio de 28 preciadas frases extraídas de manera asistemática de diversas fuentes durante 25 años de copiarlas “al final de mis libretas, libretas que usaba generalmente para otros fines”.

Dillon nos ofrece un florilegio de 28 preciadas frases extraídas de manera asistemática de diversas fuentes durante 25 años de copiarlas “al final de mis libretas, libretas que usaba generalmente para otros fines”. Uno de los hilos que las une son varias reglas compositivas que él mismo se impone y que inmediatamente rompe. “Por ejemplo”, dice en la introducción del libro, “si una frase me atraía lo suficiente como para copiarla en la nueva libreta que había reservado para este proyecto, o la pasaba aquí desde una antigua, no había vuelta atrás. Tendría que escribir sobre esa frase, y no escoger otra de la misma obra o del mismo autor, ni mucho menos elimina ambas de la lista”. Si hubiera observado diligentemente sus reglas, Imaginemos una frase habría sido un libro diferente. Tal como está, coquetea con el ensayo como un ejercicio generativo de escritura en la sala de clases y, a menudo, le recuerda al autor sus propias experiencias como estudiante —cómo “a los veintiún años, pensé que había encontrado concentrada a George Eliot en una sola frase”— o como profesor cuando “corregía trabajos de literatura inglesa de estudiantes universitarios”, cuando se encontraba a sí mismo “resoplándole a mi alumnado: ‘Esto no es una frase’. Y hasta anotando, ya hay que ser hipócrita: ‘¡No frase!’”.  La actitud de Imaginemos una frase hacia el ensayo como ejercicio se capta mejor por su título. La frase del título proviene de la escritora modernista Gertrude Stein, quien se la apoderó con una implacabilidad que produce los efectos más extraños y estimulantes, el estilo de un manual de composición gramatical en su libro Aprender a escribir (1931).

El verdadero hilo que une el libro de frases de Dillon no es un conjunto de restricciones, sino algo de espíritu más ensayístico: el deseo de honrar el misterio de estos fragmentos que han tenido una atracción duradera en él. Los orígenes de sus frases son diversos: van desde novelas y poemas hasta un sermón de John Donne, la obra más larga y famosa de Shakespeare, un breve informe radiofónico de Samuel Beckett sobre el bombardeo de Saint-Lô, una crítica de arte de Frank O’Hara y un pie de foto escrito para Vogue por Joan Didion. Casi todas están en inglés, a excepción de una en italiano y otra en francés. Algunas son largas, oblicuas y hechizantes —Dillon pide nuestra “paciencia” al analizar una frase de Thomas De Quincey, “como esperar que se revele una fotografía”— mientras que otras son modestas, “frases económicas”, como estas tres palabras de la novela Villette, de Charlotte Brontë: “La droga fraguó”. Pero la gran mayoría proviene de un origen común: son ensayos de figuras considerables como Thomas Browne, John Ruskin, Elizabeth Hardwick, Virginia Woolf y James Baldwin. En conjunto destacan como ejemplos de la “prosa elaborada, pictórica” que Annie Dillard llama “escritura cuidada”.  Las frases elegidas por Dillon son, sin excepción, el producto consciente de los escritores. En un momento, incluso confiesa: “Soy uno de esos lectores de revistas y semanarios que pasa a la página de colaboradores antes de leer el índice; quiero saber el quién antes del qué”.

El verdadero hilo que une el libro de frases de Dillon no es un conjunto de restricciones, sino algo de espíritu más ensayístico: el deseo de honrar el misterio de estos fragmentos que han tenido una atracción duradera en él.

Una vez le pregunté a Dillon (él estaba de visita en Cambridge para presentar tres de sus frases) por qué nunca le cautivó la belleza de una frase accidental o anónima. ¿Por qué debería ser siempre la elegancia fúnebre de una meditación de Donne lo que pone a trabajar su imaginación y no algo que un adolescente deprimido haya grabado en la ventana de un autobús en el camino a casa desde la escuela? “Todo esfuerza”, leí una vez en la ventana de un autobús. Había sido rayado con las llaves de alguien. Durante el resto del viaje, mientras nos precipitábamos por las oscuras carreteras de Tuggeranong a Belconnen en Australia, me acompañó esta frase. Parecía presagiar algo, como la frase de un poema: “La vida es muy larga”. Aunque las frases de Dillon son en su mayoría la prosa «decorosa y controlada» de los ensayistas, hay algunos momentos en los que la contingencia encuentra su camino de regreso. Por ejemplo, relata cómo, habiendo abandonado el intentar describir un eclipse en su ensayo, Dillard escucha a alguien en un café diciendo: “¿Viste ese pequeño anillo blanco? Parecía un salvavidas. Parecía un salvavidas en el cielo”, mientras que la única nota a pie de página de Imaginemos una frase cuenta cómo una tía locuaz e infeliz de Dillon solía usar un autoacuñado solecismo: “por la sencilla razón de es…”. Estos son momentos importantes, creo, cuando se abren las ventanas del panteón literario de Dillon y vuelve a entrar la brisa fresca del azar.

Pero quizás la similitud más llamativa entre las frases de Dillon surge de cómo él es atraído una y otra vez, casi sin falta, hasta el momento en que una frase comienza a imitar, a través de sus efectos formales, lo mismo que está describiendo. La descripción de Ruskin de las nubes es “una nube retórica, formada con exquisitez y susceptible de desbaratarse y volverse oscura e incontrolable en un abrir y cerrar de ojos”; el ensayo de Woolf «Sobre estar enferma» comienza al fallar febrilmente por mantenerse unido; la descripción de Bowen de mirar desde un automóvil en movimiento en las alrededores de Roma es como «un sistema fluido que, una vez se pone en marcha es capaz de generar nuevas proposiciones, nuevos ejemplos, nuevas ojeadas a través del parabrisas o de la ventanilla del copiloto»; la frase de Brennan sobre echar un vistazo es prácticamente un vistazo en sí misma; Dillard reflexiona sobre “la frágil maquinaria de las palabras y las frases”; las meditaciones de Claire-Louise Bennett sobre una fiesta oscilan entre “lo exactamente exacto y lo vago hasta el desmenuzamiento” y “¿no es acaso todo esto?”, pregunta Dillon, “más bien la forma o la estructura o la mismísima clave de una fiesta?”. Aquí el lenguaje ya no apunta a lo que nombra, sino que busca convertirse en eso. Los sonidos no están vinculados arbitrariamente a los significados, sino que tratan de persuadirnos de su necesidad a través de la pura destreza descriptiva. De manera extraña, recibimos la confirmación más convincente de esto si decidimos leer todas las frases del libro en orden, sin sus comentarios. Leídas en voz alta, suenan como un sermón profundo, solemne y sonoro que aborda algo absolutamente crucial, absolutamente esquivo: las homilías de un lenguaje puro, ahogándose en su propia garganta.

En busca del placer de la frase, Dillon tropieza con otro hilo que une sus fragmentos: “En cuanto a las conexiones temáticas, solo diré que una cantidad considerable trata sobre muerte y desaparición”. Este tema latente está allí desde la primera frase, una variante de las palabras finales de Hamlet: “El resto es silencio. Oh, oh, oh, oh.”.  “¿Qué nos están diciendo —Dillon quiere saber— estas cuatro oes menguantes?”. Seguramente “no es ni más ni menos que la expresión vocal, exacto, del silencio”. En una versión, Hamlet entrega su línea epigramática y no dice nada, dejándonos en lo que un filósofo alguna vez llamó “el abismo indiferenciado, la nada negra, el animal indeterminado en el cual todo está disuelto”. En otra, añade cuatro suspiros gratuitos: “la nada blanca, la superficie de calma recuperada en la que flotan determinaciones no ligadas, como miembros dispersos”. El ensayista es alguien que ha elegido el segundo de estos silencios. Es una elección llena de melancolía y placer que trae a mi mente la inflexión shakespeariana en una traducción de ve’idakh perusha hu: zil g’mor de Hilel el Anciano: “El resto es comentario: ve a estudiarlo». Al final de uno de sus comentarios, Dillon vuelve a citar la frase con la que comenzó y solamente agrega: “La frase sigue siendo misteriosa, razón por la que quizá, cuando la copié por primera vez como encabezamiento de este fragmento, tuve que tratar inconscientemente de multiplicar, como para explicarla, sus efectos”.

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