Alberto Romero: el señorito del suburbio

“Más alto que bajo, el rostro pálido, meditativo, reflejo, acaso, de un mundo interno atormentado por la aventura de su propio descubrimiento, la mirada vaga, Alberto Romero conducía el amargo fardo espiritual de sus personajes».

Nicomedes Guzmán

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Una vez terminada la jornada laboral, robando horas al descanso, un pulcro y perfumado empleado de la Caja de Crédito Hipotecario camina por las calles Morandé o Teatinos, baja por Bandera hasta el Mapocho, o se pierde lentamente aguzando el oído por las ventanas abiertas de las fachadas continuas del barrio Matadero o Estación Central. Vuelve al centro, agazapado en los oscuros y malolientes resquicios de los edificios escucha, observa, libreta en mano, a los vagabundos y borrachos, a las prostitutas, a los lanzas y pelusas de la ciudad para captar –“donde las papas queman”–, la personalidad, sus códigos y el habla de los que luego serían sus personajes literarios. Así, de las anotaciones de vidas miserables y tragedias cotidianas como materia prima, en 1918 aparece el libro Memorias de un hombre amargado, una novela “simple, como un diario, que nos habla de existencias grises, fatales, llenas de pesadumbre”, escribió Nicomedes Guzmán en las páginas del diario La Nación. El libro venía acompañado de un prólogo del escritor criollista, Mariano Latorre, y una ilustración del poeta Carlos Préndez Saldías. De esta forma,  el autor de tan triste título grabó su nombre de manera definitiva en la escena literaria de la época: Alberto Romero.

Alberto Romero nació en Santiago el 20 de junio de 1896. Su afición por la escritura comenzó en su época de estudiante como alumno de los Sagrados Corazones, y en cuya revista escolar publicó su primer relato: Vacaciones Aristocráticas, título que sin duda da cuenta de su infancia como el “regalón en la casa”, y “también fuera de ella”, anota Manuel Vega en 1930 en el desaparecido Diario Ilustrado, pues el regalón niño 2Romero gozaba de una infancia “dulce, apacible, que se completaba con detalles curiosos: Albertito tenía cuenta corriente en una confitería de Santiago y para ferear [festejar] a sus camaradas de travesuras podía girar… casi sin medida”. Albertito, como lo llamaban sus cercanos (hijo del abogado y Fiscal de la Caja de Crédito Hipotecario, y posteriormente Ministro de Justicia e Instrucción Pública, Alberto Romero Herrera, secretario de estado del gobierno de Juan Luis Sanfuentes), era un señorito que disfrutaba las bondades de la clase alta de comienzos del siglo XX y que ostentaba sus lujos por el viejo Santiago de la Belle époque criolla, por eso Albertito “iba al colegio en coche americano, de negra caja y rayas verdes, el único en la ciudad que tenía ruedas de goma por aquellos días”. Esos mismos días en los que el país se preparaba para las onerosas celebraciones del centenario patrio en las que el pueblo, los que habitaban los roñosos conventillos y los oscuros cités sin alcantarillado ni agua potable, no estaban invitados. Esos mismos niños, mujeres y hombres que después poblarían las novelas de ese niño mimado que volcó su mirada y su sensibilidad hacia los maltratados de nuestro país.

4En el invierno de 1916, el elitista ambiente cultural chileno se solaza comentando la ceremonia de inauguración del grupo de Los Diez en la Biblioteca Nacional, en la que el escritor y arquitecto Pedro Prado lee  el manifiesto Somera iniciación al Jelsé, en el que declaran que “con su amor a la vida total, donde la belleza vive más cómodamente, Los Diez, a pesar de sus rarezas, aspiran a hacer obras que perduren, tomando la vida con un amor que no huye de melancolías y dolores, que no reniega de la broma y la seriedad, y que no desprecia ninguno de los ideales y ocupaciones en que los hombres consumen esta existencia pasajera”. En dicha cita la tropa da por inaugurada su actividad, la que además incluía una editorial y una revista homónima. Mientras, el joven Alberto Romero concluye su servicio militar en el regimiento Buin de Santiago, e ingresa como funcionario administrativo a la Caja de Crédito Hipotecario (en la que su padre ejercía el cargo de Fiscal), donde hizo carrera y se jubiló como subgerente en 1951. Sin embargo, pese a esa prolongaba vida de burócrata, su primer libro publicado, Memorias de un hombre amargado, ya le había otorgado un espacio como colaborador permanente en la revista Zig–Zag con crónicas y relatos, y un breve puesto diplomático en Buenos Aires, ciudad en la que funda y dirige la publicación cultural Revista de Chile, en la que difundirá al otro lado de la cordillera a los creadores nacionales del momento, a la vez que despacharía desde la capital del Tango columnas literarias para el diario La Nación y El Mercurio.

 

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Ya de vuelta en Santiago, Romero volcará sus andanzas porteñas en el volumen de crónicas Buenos Aires espiritual (1921): Ahí está la atenta mirada del flâneur que aguza los sentidos por las calles, bares y cafés, atento a los aromas, colores y personajes bonaerenses que anticipan lo desarrollado algunos años después por el escritor argentino Roberto Arlt en sus Aguafuertes Porteñas (1928). Pero su afición a observar los bajos fondos santiaguinos y las historias mínimas que lo componen lo hacen regresar a la novela con La Tragedia de Miguel Orozco (1929). Luego publicaría en Buenos Aires la que para muchos es su obra más importante, La viuda del conventillo (1930), una breve novela situada en las inmediaciones de la Estación Central, en el antiguo Chuchunco, en la que la joven viuda Eufrasia Morales (“querendona por naturaleza y simple y sufrida por temperamento”) monta un precario comercio de fritangas para enfrentar el prematuro fallecimiento de su marido, el “pintor, albañil y gañán al día”, Fidel Astudillo. Así, la mujer comienza su dura jornada con las primeras luces del alba para esperar a los hombres que viene del campo a la Vega Central, y que hacen una parada en su casa para comprar sopaipillas o pequenes (especie de empanada que contiene principalmente cebolla, muy común entre los más pobres de la época, un símil de nuestras actuales sopaipillas callejeras) y comer algo antes de llegar a vender sus vegetales. Para el cronista Luis Alberto Mansilla, las historias de Romero “elevaron el realismo más allá de la mera fotografía y penetraron en seres tiernos y violentos, simples y complejos, abandonados a su suerte pero no resignados, chilenos en su identidad esencial pero también ciudadanos del mundo en sus esperanzas sobre un mundo más justo y fraternal”.

 

laviudaEn 1935, Alberto Romero publica La mala estrella de Perucho González, una novela que nos introduce en las andanzas de un pelusa de la calle Placer, en el barrio Franklin, que va creciendo con bajo la ley de la calle. Como Tarzán en la selva, Perucho se abre espacio en aquel medio dónde vive y del cual ni siquiera es posible escapar. Es un hombre antes de siquiera dejar de ser un niño, y sin darse cuenta, como en un camino inevitable, ya está en la cárcel. Como en todas sus novelas, Alberto Romero despliega un notable repertorio de personajes marginales, como también del ambiente carcelario y los códigos de convivencia –y sobrevivencia– del arrabal capitalino, sin embargo, nunca abandonó sus colaboraciones, de la que fue acumulando una considerable obra dispersa en diarios y revistas nacionales en las que encontramos cuentos, crónicas y artículos.

En 1937, en un contexto internacional antifascista, se produce una unidad entre radicales, comunistas y socialistas, a los que se suma la Confederación de Trabajadores. A imagen de los Frentes Populares europeos se consolida el Frente Popular, que alcanza el gobierno con Pedro Aguirre Cerda en 1938. Pablo Neruda regresa al país y junto a Romero, Rosamel del Valle, Volodia Teitelboim y Benjamín Subercaseaux entre otros escritores, estudiantes y profesionales de sectores medios, fundan la Alianza de Intelectuales de Chile, en la que se agruparían “los escritores, artistas y periodistas interesados en la lucha contra el fascismo y la defensa de los valores permanentes de la cultura”, organización que Alberto Romero llegó a dirigir, como lo haría posteriormente en la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), el Pen Club y la Comisión Chilena de Cooperación Intelectual, una activa labor gremial y literaria que le significaría ser nombrado como miembro de la Academia Chilena de la Lengua.

3Como presidente de la SECH es recordado por haber organizado la primera Feria Nacional del Libro, la que se realizó Alameda durante 1940, y por haber gestionado la creación del Premio Nacional de Literatura, que finalmente se concretó en 1942, ocasión en que se le otorgó el justo reconocimiento a Augusto D’Halmar (“el hermano errante”). Paradójicamente, el premio nunca le fue concedido, a pesar de haber sido uno de sus primeros candidatos.

Hasta que el inevitable paso del tiempo cayó sobre él y lo llevó al obligado retiro. Entonces Alberto Romero se trasladó a la ciudad de Viña del Mar donde vivió sus años finales. Falleció el 21 de noviembre de 1981, junto a su esposa Zulema en el Hogar Israelita de Ancianos, en Santiago.

 

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