Caminos posibles hacia Roberto Calasso

Con la muerte del italiano Roberto Calasso (1941-2021), el alma de la editorial Adelphi, desaparece el creador de uno de los catálogos más reconocidos de la actualidad. Pero también fue un escritor de varios ensayos que analizaron desde los Vedas indios hasta Kafka y de la mitología griega hasta los impresionistas franceses. Probablemente el núcleo temático más significativo en sus textos sea su comprensión del sacrificio y la interpretación sacrificial de la vida. Comenta el escritor italiano Alessandro Banda.

Roberto Calasso

Memè Scianca y Bobi son los dos últimos libros de Roberto Calasso, ahora publicados en la Pequeña Biblioteca Adelphi. Es significativo que el gran editor y escritor que acaba de morir sintiera la necesidad de componer un díptico como este: una autobiografía y un recuerdo conjunto de Bobi Bazlen, como si él y el cofundador de la editorial fueran, de algún modo, una sola cosa, y el uno no pudiese recordar su propio pasado sin implicar e involucrar al otro.

De inmediato precisamos que Memè Scianca es el nombre que Calasso, ni siquiera él sabe cuándo, pero muy temprano, eligió para sí mismo. Un nombre singular que no evoca ni a héroes ni a caballeros, sino a criminales. “Scianca” podría aludir más que a otra cosa a una enfermedad. “Memè” es algo tan trunco y bufo como “Totò”, pero es también uno de los apodos del barón de Charlus, en la Recherche, de Proust. Calasso leyó esa obra a los trece años, por sugerencia de su querido amigo veneciano Enzo Turolla (que luego fue profesor de historia de la crítica en la Universidad de Padua).

Autobiografía habíamos dicho, pero no lineal: no es un itinerario trazado en un mapa. La memoria está hecha de agujeros, plagada de cráteres volcánicos. Calasso se convirtió aquí en el escriba de sí mismo. Sabe que cada fragmento de vida que le viene a la mente aflora por última vez, “antes de ser abandonado a la inexistencia total”.

Claramente un lector proustiano tan precoz no puede sino abandonarse a la fascinación de los nombres. Berlindo y Vergiana, por ejemplo, los agricultores de la casa de campo donde el niño Roberto fue desplazado desde Florencia. Un niño que, en caso de interrogatorio, habría tenido que declarar información falsa y decir que se llamaba Facchini, el apellido de la adorada niñera.

La abuela María, por otra parte, era llamada Mollo por el padre de Roberto, el célebre profesor de historia del derecho, Francesco. Por razones nunca aclaradas, sin embargo. Debido a la pasión proustiana, él mismo, de nuevo por su padre, había sido rebautizado como “Prousto”. El abuelo Ernesto (Codignola) había elegido a su vez nombres muy característicos para sus dos hijos, Tristano y Melisenda, un caso muy singular de “descendencia musical” (evidentemente, en homenaje a Debussy y Wagner).

Está claro que un niño que crece en un entorno tan culturalmente vivaz (por casa pasan de un lado a otro Giorgio Pasquali, Giorgio La Pira, los Pasternak, incluso una tal Frau Bloch, que no es otra que Grete Bloch, la intermediaria entre Felice Bauer y Kafka, así como la madre de un hijo que tuvo de este último, el que murió prematuramente) pronto acabó por amar los libros: “la lectura fue lo que sustituyó insensiblemente el lugar de los juegos”. Y también: “el juego —cualquier juego— induce a una concentración extrema, a anular todo lo que no forma parte de él. Es una fuerte droga autoproducida, la primera entre muchas”. Una droga como aquella de los libros, en la que se sumergió el joven Roberto “con la misma intensidad que se experimenta el juego”. De Cumbres borrascosas aprende por primera vez qué es la pasión. También el eros llega por primera vez a través del trámite de los libros: son los grabados de Gustave Doré para una edición ilustrada del Orlando furioso. Angélica aparece “desnuda y sinuosa” pegada a la roca, mientras alrededor Ruggero atraviesa a uno de los monstruos con su lanza. Suficiente “para orientar una vida erótica”.

Luego es el turno de los libros del Gabinetto Vieusseux, novelas policiales, Simenon y los clásicos estadounidenses. Pero también las romans durs de Simenon. Así como las estanterías y las mesas de la librería Seeber en la via Tornabuoni.

Pero aunque Calasso, en realidad, se había sentido atraído por los libros “incluso antes de saber leer”, una vez, misteriosamente, fue presa de un sentimiento de tal hostilidad hacia los volúmenes que atravesó el dorso de los textos jurídicos de su padre con un cuchillo o un abrecartas. Había sido, a su modo, “un Eróstrato clandestino».

Sin embargo, hasta la cuna que armó el padre se construyó con la ayuda de libros, fueron ellos los que, con sus diversos espesores, “movieron el paisaje”.

Hacia el final del volumen se recuerda el evento que pudo haber costado la vida al profesor Francesco Calasso. Tras el asesinato de Gentile, que viene lacónicamente definido como un “gesto miserable”, fueron arrestados tres docentes, entre ellos el profesor Calasso. Fue el cónsul alemán Gerhard Wolf quien los salvó, pues uno de ellos era Ranuccio Bianchi Bandinelli: había acompañado a Hitler a los museos de Florencia en 1938; no podía ser fusilado.

Cuando Roberto Calasso se trasladó a Roma a mediados de los años cincuenta, no entendía los nombres de las calles; la señalización estaba estropeada o ausente. Su padre le dijo: los nombres de las calles de Roma uno los debe conocer ya desde antes.

Y es precisamente en Roma, ciudad a la que “no se llega como turista sino como peregrino”, donde Calasso conoce a Bobi Bazlen, este triestino de quien hay tantas leyendas. Calasso es lapidario: “Bazlen no era apto para ninguna función, si no las de comprender y de ser». Era alguien que ya lo había leído todo, literatura centroeuropea, francesa, inglesa y no sólo esas. Era alguien que “sabía algo más”. De sí mismo dijo que era “un híbrido entre un bourgeois y un outsider”. Calasso cita amplios extractos de las obras de este escritor sin libros, donde se nota “una cierta rapidez insolente, un impulso de pasar más allá”.

Es en Roma donde Calasso conoce a Bobi Bazlen, este triestino de quien hay tantas leyendas. La verdadera obra lograda por Bazlen fue la Editorial Adelphi.

La verdadera obra lograda por Bazlen fue la Editorial Adelphi. En cuya base está la paradoja de los “libros únicos”, es decir, libros que nacen de una experiencia directa del autor, vividos y transformados de modo tal que constituyen algo solitario y autosuficiente. Paradojal porque de estos libros únicos se forma una colección, la “Biblioteca Adelphi”, que así flota entre la pluralidad y la unicidad, en misterioso equilibrio.

De Bazlen, subsiste con Calasso un objeto igualmente misterioso, tal vez los restos de una cafetera que explotó. Nada más cercano a Odradek, el enigmático protagonista de un cuento de Kafka.

Resulta ahora extremadamente difícil hablar de Roberto Calasso, el autor de una obra inmensa y de extraordinaria densidad. Tratemos de trazar, con emocionada reverencia, algunos caminos posibles, sin ninguna pretensión de exhaustividad.

Probablemente el núcleo temático más significativo en sus textos sea lo que él mismo, con palabras de René Guénon, llamaba “interpretación sacrificial de la vida”. Desde La ruina de Kasch (1983), un libro en el que, como escribió Calvino, se habla de dos cosas, de Talleyrand y de todo lo demás: “La historia se resume también en esto: que durante un largo período los hombres mataron a otros seres dedicándolo a un invisible, y desde cierto momento en adelante mataron sin dedicar el gesto a nadie. ¿Se olvidaron? ¿Consideraron inútil ese gesto de homenaje? ¿Lo condenaron por repugnante? Todas estas razones, de alguna manera, actuaron. Entonces quedó la pura matanza”.

Hoy el sacrificio se ha convertido en experimento. Que es la variante extendida y desacralizada del sacrificio. El sacrificio no es, como se cree comúnmente, el de los aztecas u otros pueblos similares. El sacrificio, según la antigua filosofía india, está inscrito en nuestra fisiología. Está ya en el acto de respirar. Está ya en el acto de comer. Para existir, necesitamos hacer desaparecer, aunque sólo sea la comida. Cada momento de nuestra duración debe ser desgarrado a la fuerza, con violencia, con precisión, con constancia. Con sacrificio.

A veces en la historia se saca el arsenal terminológico del sacrificio, y se habla del holocausto, de las víctimas, de la inmolación, etc., pero sin llegar nunca a una verdadera conciencia generalizada de su persistencia.

En algunas páginas memorables de Las bodas de Cadmo y Harmonía (1988), en las que Calasso relata toda la mitología griega, se menciona un pasaje de Teofrasto sobre la fiesta de las Bufonias, que es la “más alta y más transparente formulación mediterránea de la metafísica del sacrificio”. Todos los que participaron en la matanza del buey fueron llamados a justificarse. Los portadores de agua señalan a los que habían afilado las cuchillas como más culpables que ellos. Estos indican a quien había traído el hacha. Este otro indica al que había sacrificado y este último señala al cuchillo. El cuchillo, que no tiene voz, es así acusado del homicidio. Todos culpables y todos inocentes. Excepto el cuchillo, instrumento mudo, que es arrojado al mar. En cada ocasión.

Pero Las bodas de Cadmo y Harmonía, además de la teoría del sacrificio y su valor esencial como recapitulación global del mito griego, revista una enorme importancia por lo que dice sobre la modalidad de transmisión del mito mismo. Que tiene un alcance mucho más general y trascendente que el mundo griego.

El mitógrafo, escribe Calasso, vive en un estado de vértigo continuo. Porque las historias que cuenta presentan infinitas variaciones. No hay un solo mito que sea igual de un autor a otro. Las fuentes se contradicen. A veces de manera furiosa.

Un ejemplo: Penélope. Proverbialmente el más típico caso de una esposa fiel. Sin embargo, según algunos (Licofrón), la mujer de Ulises lo traicionó. Lo traicionó con todos los ciento ocho pretendientes, ni uno más ni uno menos. Y, dado que había traicionado a Ulises con todos, es que nació Pan (“Todo”), el dios de la sexualidad salvaje. ¡Lejos de la fidelidad extrema!

Pero esta parece ser la forma de cualquier tipo de comunicación. Un delirio de versiones contrapuestas, donde parece casi imposible llegar a un resultado cierto y no susceptible de desmentidos.

Así como en La ruina de Kash se había partido desde el siglo XVIII, este siglo de frivolidad, de mundanalidad, de chismes y de bon ton y billets doux y se había llegado a la carnicería, incluso en una obra como la de Tiepolo (El rosa Tiepolo, 2006 ), un artista también proverbialmente ligero, aéreo y vaporoso, existe una zona oscura, de sabiduría peligrosa y cuidadosamente escondida. El corazón negro del artista veneciano está representado por los grabados de los “Caprichos” y los “Scherzi”, fruto de una sabiduría arcana y probablemente vinculada a la experiencia del sacrificio.

De la misma manera, un cuadro de Degas (estamos en La folie Baudelaire, 2008) apunta hacia elementos inquietantes y misteriosos. No se trata de bailarinas, sino de una “Escenas de guerra en la Edad Media”, donde nueve mujeres desnudas son retratadas a campo abierto, a merced de tres caballeros armados, impasibles e impecables. Calasso define la escena como “terrorífica”.

La mezcla de mundanalidad y violencia también aparece en un capítulo, “Espuma fui”, de El cazador celeste (2016). ¿Qué autor romano antiguo está menos de moda que Ovidio? ¿Cuál es aparentemente menos frívolo y elegante? Ninguno. Sin embargo, si hay un poeta que describe una escena espantosa, es él. En un pasaje de las Metamorfosis, aquel donde Apolo apuñala a su amante Coronis, menciona un gesto y un sonido terribles: “el instante —el único instante— en el que coincidían lo que acontece en el matadero y en el sacrificio”. Apolo golpea “la cavidad de su sien con un sonido seco” (“tempora discusit claro cava malleus ictu”).

También en La actualidad innombrable (2017) se reitera que “es vano pensar, si no se intenta pensar qué es el sacrificio [cursivas en el original]”. Y esto a pesar de que ahora estamos en una época en la que hemos pasado “del dadaísmo al dataísmo, de Dadá al Big Data”. Después de todo, “alguien ha dicho que la democracia extiende a todos los ciudadanos el privilegio de acceder a cosas que ya no existen”.

Me gustaría terminar estas rápidas consideraciones con el libro sobre Kafka, K., de 2002. Aparte de la genial conjunción de diversas situaciones de la obra kafkiana (por ejemplo, el espléndido recuento de “El cazador Graco”) con el estado de existencia intermedia del Libro tibetano de los muertos (o mejor, Bar do t’os sgrol), aquello sobre lo que vale la pena prestar atención es el significado que Calasso atribuye al “proceso”. Es “lo que generalmente ocurre”. No sólo eso: «El proceso es sólo una teatralización temporal de algo que nunca se detiene». Es decir, es solamente uno de los nombres del sacrificio.

[Artículo aparecido en la revista “Doppiozero” 29-07-2021. Se traduce con autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia]

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