Como una ganzúa para robar de noche | Sobre «Corte» de Felipe Reyes

 

1. La calle

 

La calle no es lo que vemos, sino lo que nos devuelve. Símbolos. Marcas. Representaciones. Escenas de ternura y espanto. Según el trágico de Poe, los hombres van por la calle con una ventana abierta en su pecho. Claro, él suponía que sólo bastaba con asumir un estado de contemplación para lo que la ciudad ofrecía (iba a ofrecer) al transeúnte, y desde ahí la posibilidad de encontrarse con el otro, como solo podría ocurrir a mediados del 1800. Pero ahora la cuestión es otra, y cuando menos la intención/casualidad de hallar en el que pasa un atisbo de reconocimiento, de aceptación, de comunión, resulta la peor de las utopías. Todo lo que esta torcida civilidad, que a falta de mejor nombre, reconocemos como la vida cotidiana, es este caso “la vida en las ciudades”, deviene en imposible como punto de encuentro. Acaso porque todo tiene más que ver con el rechazo, la negación, con la segregación, la discriminación; con un vacío que llevamos en el pecho, y que nos hace ir como quien llevara dentro suyo una fría sala de espera, y así vamos ataviados, más preocupados de nuestra prisa, que de llegar a algún lado. En estos días se vive de prestado, y uno sabe que apenas esos que identificamos como nuestros lances con la aventura, pueden derivar en un viaje (im)posible, según el favor del viento, que es mezcla de smog, ruina, desolación, pánico, seudónimos de la muerte.

 

2. La plata

Advertía Piglia que la clave de literatura contemporánea es el dinero. Y quizás ciertas coordenadas de esa zona, alcancen para referir al tema de la plata, al “salvarse hoy” que describe la novela de Felipe Reyes. La plata como una máscara que esconde los pliegues de la piel. La densa polvareda de los barrios marginales y de sus orillas. Esa tensión que es a la vez, la relación del lenguaje y la condición de clases. O más bien, la definición de un ghetto, donde las “lucas” son la moneda de cambio verdadero. El paisaje de la sobrevivencia, que puede cartografiarse a partir de comunas sobrepobladas que esconden tras sus muros una vida desconectada del mundo, cortando una extensa panorámica donde la suerte no se asoma. Donde el dinero se halla fuera del rito del trabajo. Está en el oficio de la droga. La carta que les tocó de la baraja. Dinero en polvo blanco, que por extensión es la loca euforia de la pasta base, del tolueno, de las pastillas. Cualquier cosa que los deje así de sicosiados.

Porque todas las calles, callejones, pasajes, atajos, cruces, tienen una clave por descifrar, que parece estar esperándonos. A contraluz. En el después. Bajo los efectos de lo que se ha ingerido. El problema es lo que vemos y no lo que queremos encontrar. El acierto es ver desde esa dósis. Sin censura. Ni moral. Hacer un corte.

 

 

 

3. El lenguaje

Cierro el libro Corte, de Reyes, y encuentro en su línea de flotación estos residuos. Breve novela que cuenta sobre la pelea, la riña, la reyerta, entre un flaite de esquina con un antiguo lanza, de una misma población. La historia es sencilla, y vista con cierta distancia, podemos suponer que alguno de los tiene que ceder: para imponerse en ese paisaje lumpen del territorio. Pero el libro en sus escasas 80 páginas, parece no querer agotar esa fórmula y nos depara un activo pugilato, también como lectores. Pues en lugar de abordar la pugna como si fuera un cuadro, o como las escenas de un cortometraje, lo hace desde la conciencia; siendo esa su mayor apuesta, meterse en la cabeza de los personajes, herencia indiscutida de ciertas páginas de Luis Cornejo, Nicomes Guzmán, pero sobre todo de Carlos Droguett. Entonces con la velocidad que amerita la acción propuesta, estamos de golpe sabiendo de la distorsión salvaje del Toño (el joven) y, por otro lado, de la fría desilusión del Lalo (el viejo). Dos épocas, dos biografías, dos formas de subsistencia. Donde lo que podrían ser dos mundos, se presentan como la confrontación de dos existencias trianguladas: una, por la necesidad de robar; dos, el reconocimiento de sus fracasos, y tres, la fuerza de las palabras, por sobre sus propias manos. O en este caso, el uso de una cuchilla y de un fierro, indistintamente. Tal vez porque –en el libro así, como en la realidad– no importa cómo se mata, lo importante es el silencio que rompe/quiebra cualquier arma, cuando empieza a asomar la sangre.

En Corte, ambos sujetos vienen de la vida en una población, fundada en ciertos códigos, rotos o vigentes, del crimen, tensados por la memoria política, las drogas y los abusos, hasta llegar a las fronteras –en la marginalidad más profunda– donde en lugar de encontrarse terminan excluyéndose. Dando como única respuesta lo que todos sabemos, que si es obscena la riqueza, la extrema pobreza, a su modo, también asume su condición de paria, para escupir al que es igual, pero que se ve distinto, porque es en esa negación, donde se define esa otra forma de cercanía, mezcla de dominación y uso de la fuerza. “El Toño se quedó quieto, esperando confundido, absorto, como lo había hecho toda la última semana en la esquina, soportando los reclamos e indirectas de sus amigos que lo empujaban a enfrentarse al Lalo, lo erigían como el indicado; la espera fue breve: el Lalo se lanzó contra él con toda su furia de perro viejo, sin embargo, maniobraba torpemente el cuchillo, como si con la caída hubiera perdido la elegancia, la experiencia y hasta el sentido, entregando a su enemigo una humanidad fofa, como un borracho que intenta defender su honor. Y de un firme manotazo el Toño contuvo el débil ataque, y como por instinto alzó la rodilla izquierda y la fue a estrellar directo a los testículos del Lalo, y éste encorvó su cuerpo lánguido, herido, adolorido y sin fuerza, luchando para mantener la posición, para no caer nuevamente” (Págs. 30 – 31).

 

 

4. El robo

Describir esa desolación, es pensarnos también dando cuchilladas a nuestros propios deseos. A la fantasía del tener, de ganarse-todo-fácil, haciendo del crimen otra de las “bellas artes”, en una ciudad que demanda todas las formas posibles de simulación, del escondite, la deriva de torcer la marcha, de salir disparados como gatos por las azoteas, o en esa dirección sublime de los perros, raudos y tan decididos, cuando los cruzamos por la calle, sin saber a dónde van. Dejando que suene el click en nuestra cabeza, interpelándonos sobre, ¿por qué seguimos haciendo lo que hacemos?, y no mejor nos entregarnos a esas faenas de lo secreto, de la deserción, la desobediencia al deber y el cumplir, a la espera del sueldo a fin de mes; para hacernos de aquella herramienta, al decir del más ultra de nuestros poetas, el topo Lira, y asumir: “Que el verso sea como una ganzúa/ Para entrar a robar de noche”. El resto es saber muy bien lo que hay que hacer, y muchos ya estamos decididos. ¡Nos vemos en la calle!

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