Eduardo Jiménez, profesor de la cátedra de Crítica Literaria en el Instituto de la Comunicación e Imagen de la U. de Chile, reflexiona sobre la relación entre el poder y la narrativa bolañeana.
1) Por lo general, al analizar un libro que no ha sido sometido a traducción, trabajamos sobre un producto acabado, fijo en su materialidad, por lo menos eso es lo que queremos creer; más aún, la solidez de una interpretación pasa precisamente por la solidez del objeto analizado. La aparición de la más mínima duda respecto de ese hecho fundamental se convertirá rápidamente en una especie de mancha original, un oscuro suceso primario que en la mayor parte de los casos se podrá salvar aplicando dos o tres protocolos textualistas que logren amurallar el análisis y resguardar su importancia interpretativa. La mayor parte de los trabajos publicados a propósito de 2666 de Roberto Bolaño, parte del supuesto de la obra acabada, definitiva; una completitud en que la mano autorial tuvo una intervención decisiva. Lo que se busca es negar, imposibilitar más bien, la presencia de otro autor: se debe salvaguardar a cualquier precio la integridad del autor y su función creadora. Pero en 2666 la duda original de su incompletitud, no pudo ser recubierta por una estrategia editorial que la obliterara al grado de hacerla desaparecer. Ese es el problema que plantean las obras póstumas, la desaparición del autor permite que aparezca, que se deje ver aquello que ya existía pero que su figura ocultaba, a saber: la suma de decisiones pequeñas y hasta miserables que dieron forma a la obra final. No es bueno ver el tinglado detrás de la representación. Y mucho de miserable tinglado tiene la “Nota” a la primera edición (año 2004), realizada por Ignacio Echavarría con la expresa intención de despejar toda duda respecto del grado de intervención del editor y la editorial respecto de una obra inacabada; la “Nota”, sin embargo, no hace sino abismar las dudas. De esta forma nos enteramos que Bolaño hubiera seguido trabajando en la novela “pero solo unos meses más”, porque el “edificio entero de la novela, y no solo sus cimientos, ya estaba levantado; sus contornos, sus dimensiones, su contenido general no hubieran sido, en ningún caso, muy distintos de los que tiene finalmente”. La analogía entre una novela y un edificio, reafirma la idea de una construcción única y a eso parece abocarse el núcleo de la argumentación de Echavarría: necesita probar que la decisión editorial de publicar 2666 como un solo volumen no es solo correcta sino necesaria, imprescindible. Esto, a pesar de lo que la “Nota” manifiesta sobre la intención del propio autor. Según el autor de la “Nota”: “ante la cada vez más probable eventualidad de una muerte inminente, a Bolaño la parecía más llevadero y más rentable, para sus editores tanto como para sus herederos, habérselas con cinco novelas independientes, de corta o mediana extensión, antes que con una sola descomunal, vastísima, y para colmo no completamente concluida”. Las palabras de Echavarría tienen, al parecer, valor testimonial, una suerte de remembranza que establece una oposición singular: por un lado Bolaño que, amenazado por la muerte, se nos presenta lleno de preocupaciones de carácter mundano y, por otra, el editor que avizora otro destino para las páginas escritas por Bolaño, un destino que, despreciando la rentabilidad, dará paso a una obra de carácter descomunal. Echavarría pasa a ser, entonces, una suerte de cocreador con una función importantísima, que no es otra que la de haber insuflado la idea de vastedad a 2666, por medio de la unión de las distintas partes en un solo volumen. Obviamente no es mi intención detenerme más en Echavarría y su nota, sino en el hecho de cómo ésta funciona no como un punto de fuga, sino como un punto de retorno insalvable, porque solo se lo puede transitar en un solo sentido, el de la vuelta a una materialidad que no deja de acosar a la novela en su conjunto. Porque así como la “Nota” es la mancha o, más bien dicho, aquel punto en donde el libro deja entrever aquello que normalmente está vedado a los ojos de los lectores, así también debemos aceptar que la novela ha contaminado a la “Nota”, obligándola a una suerte de confesión del crimen cometido, una autodenuncia, una autoinculpación, que no tendrá castigo alguno. Porque la “Nota” es una exhibición de poder y el poder es siempre y antes que nada performatividad.
2) Así, tenemos hoy un solo libro, un único volumen, por lo que todo análisis de 2666 se convertirá en un trabajo sobre una obra violentada por un poder estructurante. Trágico destino para un ciclo de novelas que hacen del poder un centro común, es decir, 2666 no solo habla sobre el poder, sino que tiene las huellas, las marcas del poder sobre su superficie. Esto no puede limitarse únicamente a una discusión formal, en especial, debido a que la decisión por el volumen único tiene un efecto extraordinariamente trascendental para la lectura, a saber: cambia el estatuto de las cinco novelas, rebaja su naturaleza a capítulos de una obra mayor. Más aun, debemos preguntarnos si acaso no es este acto de violencia editorial el que genera, el que funda la capacidad alegórica de 2666. Si leemos cada una de las novelas de forma independiente ¿queda en pie la capacidad alegórica de 2666? ¿cuántos de los significados de 2666 están asociados a su extensión y a su monumentalidad? Se ha dicho que 2666 es una “catedral de búsquedas” o una “demoledora alegoría de nuestro tiempo”[1], trayendo consigo marcos referenciales que dejan traslucir entusiasmo y hasta alegría por la renovación de una capacidad totalizante de la literatura que se creía perdida: el gran libro, aquel que contiene todas las claves. No puedo dejar de leer aquí, esa nostalgia de carácter judeo-cristiano por el libro total, el libro primero y último, el libro superior. Esa nostalgia no hace sino restablecer o refundar la dicotomía arte/mundo. En el momento de la catástrofe inventamos un monumento que nos de amparo y refugio, o, más bien dicho, aceptamos como legítimo el trabajo editorial que crea, inventa el monumento. Pero se olvida un asunto trascendental, la obra bolañeana, su estética, su filosofía, repulsa de la monumentalidad y, por sobre todo, repulsa la totalidad en cualquiera de sus formas. De ahí que resulte paradojal la insistencia en la monumentabilidad alegórica de 2666, lo que la convierte en una especie de tratado filosófico, político e incluso moral sobre América Latina ¿Cómo se puede explicar entonces que un conjunto de novelas, que van acumulando pequeñas historias de fracasos cotidianos y de derrotas miserables, es decir, textos donde se juega precisamente el devenir de lo pequeño, de lo ínfimo, terminen siendo traicionados por la imposición de lo totalizante? La explicación tiene que ver con el rechazo de la historia o, más exactamente, con el rechazo a las historias y su multiplicidad. Así es mejor construir el monumento, la catedral, el gran edificio; una vez que la obra se establece puedo comprenderla, no puedo trabajar con pequeñas partes, con partes móviles y demasiado menores. Así, la alegoría reemplaza o viene a ocupar el espacio del trabajo permanentemente subversivo de la historia, la supremacía de la alegoría limita y neutraliza la politicidad del texto. Desde la alegoría puedo tomar una posición moral respecto del poder, obviamente siempre lo encontraré horroroso y terrible, pero esto no implica que tome una postura política respecto de ese poder que discursivamente rechazo. Digámoslo de una vez, el conjunto de novelas que conforman el volumen denominado 2666 no apuntan a la construcción de una alegoría, sino que pretenden apegar su discursividad a la ciudad real, a su devenir histórico, alejándose de los amarres de la ciudad letrada. Según Rama solo la ciudad letrada: “es capaz de concebir, como pura especulación, la ciudad ideal, proyectarla antes de su existencia, conservarla antes de su ejecución material, hacerla pervivir aun en pugna con las modificaciones sensibles que introduce sin cesar el hombre común” (38). Podríamos agregar que la ciudad letrada no solo puede permitir la construcción de una ciudad ideal, sino también necesita la construcción de una ciudad infernal adecuada a sus propios propósitos sublimadores. La alegoría de la ciudad infernal tranquiliza al burgués, en la medida en que está al frente con algo que no tiene que ver con su aquí y su ahora. La ruptura o la transgresión del régimen alegórico y su tensionamiento hacia un régimen realista, multiplica la capacidad interpeladora de 2666. Así, Bolaño parece querer devolver el discurso novelístico a la historia. Entonces, ni obra total, ni monumental; el devenir de 2666 se encuentra más ligado a Los hombres oscuros de Nicomedes Guzmán que a La Divina comedia de Dante Alighieri, más cercano a Parra que a Neruda.
3) Porque precisamente se trata de escapar de la ciudad letrada con una fuerza análoga a la del realismo social de mediados del siglo XX, pero ya no en la búsqueda de la construcción de un sujeto colectivo que demandase tomar un protagonismo histórico vedado por los poderes. No hay aquí la apelación a un otro fuera de la historia que la literatura vaya a rescatar. Lo que sí hay, más bien, es una violencia contra el propio texto ficcional que lo obliga a ir más allá de sus propio régimen de significación. Cuando Rosa le pregunta a Amalfitano, su padre: “¿De qué trata el experimento?” (Bolaño 2004: 251), este señala: “No es ningún experimento, en el sentido literal de la palabra…la idea es de Duchamp, dejar un libro de geometría colgado a la intemperie para ver si aprende cuatro cosas de la vida real” (ibid). En toda la obra bolañeana existe esta constante puesta en crisis del estatuto mismo de lo literario, que trae hasta nuestro presente ese impulso vanguardista que apuesta por la disolución de la separación entre el arte y la vida, el derrumbamiento de los protocolos artísticos y una nueva relación entre la realidad y la literatura. Sin embargo, este supuesto deseo de acortar la distancia entre la novela y la realidad, choca con un problema mayor. Un gesto decimonónico remarca una y otra vez la distancia: un narrador omnisciente no deja de ejercer un control total sobre las ficciones que conforman cada una de las cinco novelas. En efecto, es este narrador fetichizado lo que hace más patente, lo que lleva hasta el límite el protocolo novelístico, para que por debajo o entre las grietas de ese protocolo acontezca o se evidencie su propia incapacidad de ir más allá. Entonces, será la “Parte de los crímenes”, el vaciadero final donde irán a caer todas las certezas. Lo sabemos, la acumulación de cadáveres de mujeres en una ciudad mexicana fronteriza con Estados Unidos no es un hecho literario, no es una construcción ficcional. Por eso que la parte de los crímenes se repliega al interior de otras textualidades, la forense, la periodística, la del informe policial. Son estas escrituras, que encuentran su fundamento en la capacidad comunicativa que ponen en ejercicio, es decir, las escrituras de la burocracia, las que permiten la emergencia del horror. De esta forma, el intento de volcar al texto novelístico hacia la realidad, presupone en Bolaño una ruptura interna del propio texto novelístico poniendo en conflicto el régimen mismo de la ficcionalidad como basamento de la novela. Es decir, la ficcionalidad es permeada por la realidad por medio de un procedimiento de desterritorialización del propio texto novelístico. Fuga entonces de la ficción hacia la realidad, en un intento de aprehender esa verdad incontrovertible, ese límite absoluto impuesto por la acumulación de cadáveres.
4) He pretendido bosquejar algunas de las principales tensiones estructurantes de 2666. De ellas, creo que la dinámica de enfrentamiento entre lo totalizante y la fragmentación ocupa un lugar central. Por una parte, el trabajo de un poder que pretende fijar un destino unificado, alegorizado y monumentalizado de 2666. Ciertamente, no es este libro el único que sufrirá tal acoso. En general, la dinámica actual del poder busca convertir a la literatura en una serie de bloques de significados estables e inmovilizados. La narrativa bolañeana, por el contrario, propone un devenir otro y devenir hacia lo otro como forma de reaccionar frente al acoso, como forma de sobrevivencia. Frente a la totalización, el fragmento, lo inacabado, lo abierto; frente a la alegoría, la mundanidad del realismo; frente a la literatura, la realidad y más literatura.