En la biografía del compositor francés, alguna vez despachado como un romántico impresionista, el autor detalla sus innovaciones y la asociación entre el lenguaje musical y las imágenes. Comenta Kathryn Hughes este libro recién traducido al castellano por Acantilado.

Resulta que Claude Debussy vivió exactamente como debería vivir cualquier artista que se precie. Bebía demasiado, mostraba un gusto errado con las mujeres, nunca entendió el truco del dinero y asumió que cualquiera que no viera la música exactamente de la misma manera que él era un patán. A menudo pensaba en quitarse la vida, pero en realidad fue su primera esposa la que apretó el gatillo sobre sí misma, de pie en la Place de la Concorde, para asegurarse de que todo el mundo se diera cuenta. Finalmente, el gran compositor murió joven, o más bien joven, dejando a la posteridad que especulara acerca de hasta dónde lo habría llevado su genio más adelante.

Stephen Walsh,
Editorial Acantilado, Barcelona, 2020, 454 pp.
No hay que imaginarse, sin embargo, que la nueva y convincente biografía de Stephen Walsh, publicada para coincidir con el centenario de la muerte de Debussy, consista simplemente en una floja anécdota tras otra. Como dice el propio Walsh en la introducción a su Debussy. Un pintor de sonidos (Acantilado, 2020), las vidas de los compositores se cuentan con demasiada frecuencia como si la música fuera una ocurrencia tardía incidental para ser encajada de manera desordenada entre historias sobre deudas incobrables y grandes fiestas. Walsh, por el contrario, insiste en colocar las composiciones de Debussy en el corazón de esta biografía, tratándolas como el registro esencial de su existencia emocional e intelectual. La vida, en esta ocasión, se encuentra en la novedosa posición de estar obligada a encajar en torno al arte.
Como malhumorado estudiante del Conservatorio de París en la década de 1870, Debussy había sido aprendiz de una tradición en la que todas las grandes cuestiones de la forma y el contenido habían sido decididas al menos un siglo antes. El trabajo del muchacho, según lo veían sus maestros, era absorber estas plantillas heredadas, agregar sus cinco céntimos de fantasía, antes de entregarlas debidamente actualizadas a la próxima generación de prodigios con dedos ágiles. Debussy, en cambio, pretendía hacer nada menos que reconstruir la música de abajo hacia arriba o quizás, más exactamente, de adentro hacia afuera. Él produciría secuencias de lo que llamaba “colores y tiempo rítmico” que expresaban su visión interior, en lugar de sonidos prefabricados que se amontonaban en una forma preestablecida. La forma seguiría al contenido, incluso si eso significaba que la forma no tenía principio ni fin, ni clímax ni intervalo, sino que aparecía, en cambio, como un tejido ininterrumpido que se mantenía unido por su propia y densa lógica interna.
Walsh coloca las composiciones de Debussy en el corazón de esta biografía, tratándolas como el registro esencial de su existencia emocional e intelectual.
Los críticos contemporáneos se apresuraron a llamar a Debussy un impresionista, el equivalente musical de Monet, por la forma en que priorizaba el estado de ánimo, el sentimiento y la escena por sobre la historia y el mensaje. Debussy detestaba esa etiqueta, y Walsh está de acuerdo en que este impulso de colocar al compositor en una cuadrícula existente es irónico, dado que su usual falta de sumisión es exactamente lo que lo llevó, en primer lugar, a borrar las fronteras. De todos modos, sugiere Walsh, esa no es razón para descartar el punto más general de que Debussy era, como dice el subtítulo de este libro, “un pintor de sonidos”, un compositor para quien lo visual se trabajaba en la misma médula de la música. Debussy pasaba las horas libres en el Louvre antes que en la Ópera, mientras que en el salón de su gran amigo, el pintor Henry Lerolle, era más probable que él se dirigiera en línea recta hacia Edgar Degas y Pierre-Auguste Renoir.

Para demostrar cómo esta pictorialidad se manifestaba en la música, Walsh ofrece una serie de lecturas detalladas de las piezas más conocidas de Debussy, que muestran la visión y el sonido entrelazados hasta el punto de la sinestesia. Por ejemplo, explica cómo en Nuages los acordes a la deriva, las melodías fragmentarias y los armónicos superpuestos (en lugar de mezclados) se convierten más que describen un elevado cielo gris con un paisaje de nubes borroso y cambiante. En otra parte, Walsh profundiza en los avances estilísticos de Debussy —las escalas pentatónicas, los acordes sin resolver, el pedal excéntrico— para mostrar que el resultado fue un conjunto de “colores” que no se habían escuchado ni visto antes en la música francesa. Para seguir el argumento, es útil si uno conoce la escala cromática y la escala de tonos enteros, aunque Walsh tiene cuidado de mantener las cosas realmente técnicas reducidas al mínimo. En cambio, despliega una prosa maravillosamente fluida para llevar al lector en la dirección correcta.
Debussy era, como dice el subtítulo de este libro, “un pintor de sonidos”, un compositor para quien lo visual se trabajaba en la misma médula de la música. Debussy pasaba las horas libres en el Louvre antes que en la Ópera.
Si Walsh puede hacerlo bien en lo pequeño, también puede lograrlo en lo grande y termina su finamente elaborada biografía saldando cuentas con la vieja pregunta de si Debussy representa el final de una época musical o el comienzo de otra. Porque mientras que el público de la primera noche de Pelléas et Mélisande en 1902 podría murmurar sobre su radical falta de forma y su mezcla armónica, el hecho es que en el momento de la muerte del compositor, 16 años después, estaba siendo descartado claramente como un sombrero viejo. De hecho, para críticos jóvenes y agudos como Jean Cocteau, Debussy no era más que un romántico envejecido cuyos murmullos sobre los ruiseñores y la luz de luna parecían pertenecer al último suspiro del siglo XIX. No fue sino hasta después de la siguiente guerra mundial que se despejó la niebla y una vez más fue posible tener una visión a largo plazo. Debussy ya no era considerado un impresionista, produciendo metáforas sosas de faunos u olas. Más bien, el camino estaba despejado para que él volviera a su lugar propio como un modernista sonoro, cuya música no sólo tenía su propio significado, sino que también señalaba el camino a seguir para los próximos 100 años.
[Artículo aparecido en The Guardian 24-3-2018. Se traduce con autorización de su autora. Traducción: Patricio Tapia].
Kathryn Hughes

Kathryn Hughes es una académica y biógrafa británica, profesora en al Universidad de East Anglia. Es autora de The Victorian Governess (1993), George Eliot: The Last Victorian (1998), The Short Life and Long Times of Mrs. Beeton (2005) y Victorians Undone: Tales of the Flesh In the Age of Decorum (2017).