El enigma de Cleopatra

La destacada biógrafa Stacy Schiff (quien ha escrito, por ejemplo, la biografía de la esposa de Nabokov, Vera) da vida en su libro a una de las mujeres más intrigantes de la historia del mundo. Aunque su existencia duró menos de cuarenta años, Cleopatra reformó los contornos del mundo antiguo.

Fragmento de la pintura Cleopatra y César, del pintor Jean-Léon Gérôme, hecha en 1866.

La llamaban la Reina de los Reyes. Ella convirtió un reino en un poderoso imperio que se extendía a lo largo de la resplandeciente costa oriental del Mediterráneo. Se casó —y asesinó— a sus dos hermanos menores. Ella financió a Julio César y Marco Antonio y les dio hijos a ambos. Fue adorada como una diosa durante su vida. Era ágil y de pelo oscuro. No era hermosa.

Los escribas de su época quedaron asombrados por su ingenio y su dinero, nunca por su rostro: ella no era Olimpia ni Arsínoe II. Los retratos en monedas que emitió, nuestras representaciones más precisas de ella, revelan una cosita narigona, con una boca grande y ojos ávidos, que luce bastante satisfecha consigo misma y que se parece, precisamente, a Saul Bellow.

Cleopatra: una vida, de Stacy Schiff. Trad. M. Martínez, FCE, México, 2023, 326 pp.

¿Por qué entonces esta curiosa conspiración (desde Plutarco en adelante) para presentar a Cleopatra VII, que vivió desde el 69 a.C. hasta el 30 a.C., como una gran belleza? ¿Hacerle promoción —a ella, que se acostó solamente con dos hombres en sus 39 años de vida— como una insaciable experta sexual? (Que los hombres en cuestión fueran Julio César y Marco Antonio parece hablar más de su ambición política que de cualquier desenfreno). ¿Por qué esta estadista pragmática y poco atractiva ha sido reducida a “la suma de sus seducciones”?

En su libro, Stacy Schiff, biógrafa de Véra Nabokov y Benjamin Franklin, ganadora del premio Pulitzer, aborda este enigma y lo que descubre (sobre Cleopatra y los hombres que crearon su mito) es asombroso. Comprender a Cleopatra es comprender cómo se escribió la historia antigua, quién, para quién y por qué.

Pero primero, Schiff debe igualar su pluma con los creadores de las bribonadas: Cicerón y Horacio, Shakespeare y Shaw. Artistas desde Boccaccio hasta Brecht han intentado con Cleopatra: Dión Casio la hizo sonreír con afectación, Dante la dejó caer en el segundo círculo del Infierno (su pecado: la lujuria), Miguel Ángel enroscó serpientes alrededor de su garganta. Ha sido distorsionada en la escultura, en los escenarios, convertida en la muchacha pin-up de la infidelidad, la astucia y la corrupción femeninas.

Comprender a Cleopatra es comprender cómo se escribió la historia antigua, quién, para quién y por qué.

Schiff atraviesa el mito, “el kudzu de la historia” (el kudzu es una planta trepadora de rápido crecimiento), para buscar a la mujer real. Es una tarea formidable: no sobrevive ningún papiro de Alejandría y otras “lagunas son tan regulares que parecen deliberadas”. La de Schiff es, por tanto, una historia muy cauta, un modelo de prudencia. Lista para dejar que lo “irreconciliable” permanezca “sin reconciliar”, llena los vacíos con textura y contexto, especulaciones cuidadosas sobre los lugares a los que probablemente habría ido la reina y los deberes que podría haber desempeñado.

Una parte amplia —tal vez demasiado amplia— del libro está empapada de lo condicional. Aun así, surge un retrato de una Cleopatra que todavía no conocíamos: menos escabrosa, pero no menos convincente. Al igual que Indira Gandhi o Benazir Bhutto, esta hija de una dinastía política fue iniciada rápida y brutalmente en su cargo y demostró un apetito propio por la catástrofe. Era una líder extraordinariamente talentosa: una griega que trajo paz y prosperidad a una nación de egipcios, sirios, tracios, budistas y judíos. Era descendiente de poderosas reinas, zoólogos y dramaturgos ptolemaicos que presidieron Alejandría, esa “primera ciudad de la civilización” donde se descubrió la anatomía y se imaginó la geometría. No era hermosa, pero sí ingeniosa, elocuente y muy inteligente. Y si las mujeres inteligentes son peligrosas —como le gustaba recordarnos a Eurípides—, una mujer rica e inteligente es a menudo intolerable, especialmente en Roma, que no compartía ninguna de las ideas ilustradas de Alejandría hacia las mujeres (según Schiff, las mujeres romanas “tenían los mismos derechos que los niños y que los pollos”).

Roma la aborrecía. Ella era la pretenciosa reina de Oriente, la persona más rica del mundo conocido que atrapó primero a César y luego a Antonio. Las arcas de Egipto mantuvieron a Roma en funcionamiento, y la prepotencia y el gusto por la pompa de Cleopatra hicieron que sus ciudadanos se sintieran miserables y cautivos. Cicerón nunca la perdonó. Octavio se aseguró de que las generaciones venideras nunca lo hicieran.

¿Qué mejor forma de movilizar a un reino exhausto para la guerra que aprovechando las antipatías existentes? Convenciendo a su población de que Antonio, enamorado del sexo, entregaría Roma a su amante, Octavio invadió Egipto y los romanos tomaron el control de la historia, escribiendo sobre su derrota incluso mientras ella luchaba desesperadamente por fortificar Alejandría.

Ya la máscara mortuoria —esos rumores de peligrosa belleza— se estaba preparando para encajar sobre el sencillo rostro de una mujer extraordinaria. “Es menos amenazante creer que era fatalmente atractiva que fatalmente inteligente”, escribe Schiff, y este sobrio relato elimina las exageraciones, ya sean románticas o vengativas, revelando cómo esta figura profundamente amenazadora fue domesticada, cómo sus vastos poderes se redujeron a la mera belleza.

Moneda de bronce con retrato de Cleopatra. Fuente: Hunterian Museum, Universidad de Glasgow.

Esto no quiere decir que Schiff haya minado el dramatismo de la historia. La presentación que se nos hace de la joven reina es inolvidable: Cleopatra, de veintiún años, recientemente huérfana y exiliada, se encuentra “bajo el calor diáfano del sol sirio”. Su hermano le ha robado el reino que debían gobernar juntos. Veinte mil de sus hombres avanzan hacia ella desde el Este. En el desierto azotado por el viento, reúne un ejército heterogéneo con aparente calma. “Las mujeres de su familia eran buenas en esto y, claramente, ella también lo era”, escribe Schiff con naturalidad, incluso cuando esta imagen indeleble de la joven y enfocada reina guerrera sacude todas nuestras preconcepciones sobre Cleopatra. E incluso si sus vinculaciones con César y Antonio probablemente fueran alianzas políticas mutuamente ventajosas y no las grandes pasiones de las leyendas, su romance con Antonio —sus bromas, sus juegos y su inseparabilidad— todavía nos deleita.

Aun así, hay que admitir que siempre vemos a la reina en la lejanía; la intimidad es imposible. Su voz está en su mayor parte perdida. Son las personas que escribieron su historia —los columnistas de chismes y los propagandistas de la época de Cleopatra— y sus motivaciones (generalmente cuestionables) las que se han explorado más a fondo. Aunque podríamos lamentar lo esquiva que resulta Cleopatra, es un placer estimulante que una biografía afirme tan claramente el poder del género literario: demostrar que poseer la resplandeciente costa oriental del Mediterráneo está muy bien, pero que poseer un buen biógrafo es verdaderamente una salvaguardia. Durante 2.000 años, Cleopatra ha sido “una de las perdedoras que la historia recuerda por las razones equivocadas”. El notable libro de Schiff hace un enorme rescate y le da a la reina vencida, finalmente, una más feliz vida después de la muerte.

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