El jardín y su parábola: sobre «El año del jardinero» de Karel Čapec

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Al periodista y escritor checo Karel Čapec a menudo se lo recuerda por La guerra de las salamandras (1936), la celebérrima –y tantas veces traducida imprecisamente a nuestro idioma– novela satírica de ciencia ficción; y por ser el primero en acuñar el término “robot”, en una temprana obra de teatro llamada R.U.R (1920). No obstante, pocos conocen El año del jardinero (1929), curioso libro narrado por un jardinero apasionado por cultivar la más exquisita flora imaginable. Deliciosamente ilustrado por su hermano, Josef Čapec, el librito no se presta como manual de jardinería al uso, sino como una ingeniosa –a veces divertida hasta la carcajada– narración sobre las peripecias obsesivas de un hombre por obtener su jardín ideal. Pero no nos apresuremos a juzgar sus actos, ya que ¿cuántos de nosotros hemos soñado con gozar de nuestro propio edén?, ¿uno que lograse incluir las flores más exóticas y bellas que pudieran deslumbrar hasta los mismos ángeles del cielo?

Partiendo de esta quijotesca premisa, la estructura del libro está dividida en los doce meses del año. De modo que cada mes que avanza en el calendario representa penosos contratiempos porque, se sabe, traer a nuestra tierra algo del paraíso perdido no es tarea fácil. Ante todo se trata de un arte que pide una paciencia abnegada. El trabajo continuo para lograr su perfecto jardín llevan al jardinero a mucho más que quitar las ramas, descubrir las flores, cavar, abonar, entrecortar, rastrillar, regar mucho, muchísimo (más en tiempos de sequía), cortar, plantar, trasplantar, rociar…, un verdadero jardinero debe estar dispuesto a sacrificarlo todo antes que permitir perder cualquiera de sus preciados tesoros, por ejemplo, las flores de su celosa colección: el iris pumila y el lino silvestre, o el áster alpina, el erodium, el petrocalis, las violetas de montañas, azucenas, dalias, lilas, etc. El valor de las pequeñas cosas constituye, literalmente, el valor de la vida. Por eso el jardinero legítimo vive por sus semillas, por descubrir retoños nuevos, por abrir regueras, seleccionar el abono para la tierra y, sobre todo, también estar alerta –noche y día– de sus enemigos mortales como resultan la execrada sequía, la nieve de invierno que lo quema todo, pero asimismo los gorriones y los mirlos, los niños y las hormigas; amenazas latentes para su cara empresa. Pronto el año llega a su fin y, a pesar de la infinidad de sacrificios cumplidos, el jardín nunca está concluido del todo (siempre falta algo por incluirle, además, el tiempo escasea).

elañodeljardineroCon nitidez, y conmovedora cercanía, el buen lector que habrá deambulado por el Jardín de los cerezos (o The Secret Garden) sabrá vincular mejor el espíritu de este libro con las Geórgicas, del divino Virgilio. No por su vertiente divertida precisamente, sino, por el tempo bucólico y meditativo con que está escrito. Čapec halló en el jardín el símbolo de las circunstancias en que tiene lugar la vida contemporánea. La imagen perspicaz de una humanidad algo desorientada, hambrienta de belleza, pero que, sin embargo, puede ser redimida por el trabajo creador. Al fin y al cabo, el único bálsamo posible. Un magistral ejercicio literario.

 

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