John Cheever: el laberinto de la soledad

Cheever John (1)“He sufrido todas las formas de melancolía
absurda, he añorado países que nunca he visto,
y anhelado ser lo que no podía ser”

John Cheever, Diarios

 

 

 

A los diecisiete años, John Cheever (Massachussets 1912 – Nueva York 1982) ya había decidido ser escritor. Por aquella época fue expulsado del colegio y éste fue precisamente el tema de su primer cuento, Expelled (“Expulsado”), relato que según Scott Donalson, investigador y biógrafo de Cheever, parece anticipar el tono y la forma de El guardián entre el centeno (1951), de Salinger. A esa edad, el joven John poco sabía sobre el oficio de narrar la vida propia y la de los demás. Poco sabía de amores, odios, anhelos y desengaños. Sin embargo, comenzó a contar historias porque el solo hecho de hacerlo le resultaba, además de terapéutico, motivo de felicidad y exploración. Más que trabajar con tramas, lo haría con la intuición, con sueños y conceptos. Según él, la estructura de la buena narrativa debía ser rudimentaria, “algo similar a la función que cumple un riñón”. La semilla ya había comenzado a germinar: la adolescencia se presentó para el introvertido John como una revelación dolorosa, se dio cuenta de la descomposición matrimonial de sus padres y descubrió que no era tomado en cuenta por ellos y nunca lo sería. Esas profundas heridas se abrieron para no cerrar jamás, y John comenzó a padecer fuertes problemas de identidad. Los libros y la escritura, como en tantos otros casos, suavizaron su profundo desconsuelo.

Más tarde, convertido ya en un veinteañero e instalado en New York, conoció a Malcolm Cowley, quien además de editor fue también cronista, poeta, traductor y profesor se convertiría en su padre putativo. Su ayuda resultó determinante para que Cheever comenzara a colaborar en la revista The New Yorker –una verdadera escuela de las letras norteamericanas– compartiendo páginas con un entonces desconocido J. D. Salinger.

En los cuentos escritos en la década del cuarenta (reunidos en el volumen Como viven algunas personas, 1943), John Cheever nos habla de la pobreza y desilusión de entonces en un gris Manhattan como escenario, con personajes que sobreviven luchando contra el pesado manto de la melancolía, la infidelidad, el alcohol y el pesimismo reinante al descubrir que la salvación de la humanidad no se hallaba en los sistemas políticos imperantes. Sin embargo, Cheever no escatimó simpatías hacia la guerra civil española, conflicto que marcó en términos políticos a la intelectualidad de la época; aunque se negó a firmar cualquier manifiesto que lo comprometiera y jamás se afilió a ninguna organización ni partido.

 

Después de casarse con la escritora Mary Watson, John se incorpora al ejército, y durante los cuatro años siguientes escribe sobre las desventuras de los militares, a la vez que se convierte en padre de Susan. Tiempo después, embargado de felicidad, declaró que los días más emocionantes de su vida fueron aquellos en que nacieron sus hijos. Pero el matrimonio era una amarga cárcel en la que vivió en un permanente plan de fuga. “Soy un amoral, mi fracaso consiste en haber tolerado un matrimonio intolerable”, anota en su Diario en 1963, y al que solo permanece atado por la energética luz que irradian sus hijos, mientras inicia una destructiva y secreta vida paralela. “Mi afición a los interiores agradables y las voces de los niños me ha destruido […] No he sabido revolver en mis propios asuntos”, le confesará a su Diario. Décadas más tarde, la hija mayor recordaría con amargura a su padre, quien en un arranque de honestidad le relatara sus aventuras bisexuales (hoy Susan es escritora de libros de autoayuda, una de sus obras se titula: Lo Mejor Posible: Criar hijos maravillosos en tiempos difíciles, editado por Emecé en 2003).

 

 

 

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Al sentirse maduro como escritor, Cheever dirigió sus esfuerzos hacia los temas que le darían notoriedad y reconocimiento: el American way of life. “No nací en una verdadera clase social, y desde muy pronto tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una posición ventajosa, solo que a veces me parece que he olvidado mi misión y tomo mis disfraces demasiado en serio”, anotará en su Diario en la década de los cincuenta. La emergente clase media norteamericana de posguerra en la que encontraría la materia prima con la que labró esos artefactos narrativos bien pulidos, a ratos elegantes, de sobria apariencia, en los que se consagraría como maestro de la sátira. En sus cuentos siempre aparece un personaje que echa a perder las vacaciones de los demás, o que le aconseja a la cocinera afiliarse a un sindicato que le permita conseguir un mejor salario. Y en la saga novelística de la familia Wapshot no se queda atrás: saca a relucir ella-familia-wapshot
alcoholismo de la madre, la promiscuidad de la hermana, los turbios negocios del hermano y revela los instintos asesinos que existen entre padres, hijos y hermanos al mismo tiempo que se golpetean la espalda en forzadas reuniones familiares de maqueteadas sonrisas.

A mediados de los años cincuenta, John Cheever ya era un escritor reconocido por la crítica y apreciado por los lectores, y para entonces ya contaba con unas cien “agridulces” historias publicadas en The New Yorker. De manera casi unánime, la crítica norteamericana celebró la aparición de la primera novela de Cheever, Crónica de Los Wapshot (1957), con la cual obtuvo el Nacional Book Award en 1958 (imponiéndose a títulos como Pnin, de V. Nabokov, y La Ciudad, de W. Faulkner). En su segunda novela, El Escándalo de Los Wapshot (1964), Cheever sube la apuesta y vierte toda su agudeza crítica para retratar la decadente historia de esa típica familia norteamericana de la década de los cincuenta. Ahí metió el dedo y puso sal en todas las heridas que inquietaban a los brillantes hombres de negocios y a sus sumisas mujeres, las que pasaban todo el día solas en sus casas de los suburbios. Y no deja de sorprender la tristeza que puede convivir con la comodidad y la estabilidad económica de sus personajes, fijando la mirada para describir  la decepción que se esconde tras las cortinas hechas a medida del new rich de St. Botolphs, lugar donde transcurre la historia, según Cheever, construido a partir de fragmentos de Quincy, Bristol y “la geografía de mi imaginación”.

Así, los lazos que unen a los Cheever con los Wapshot son fuertes e indiscutibles –“cruzando una y otra vez la fina línea que separa a la sagrada familia de la familia maldita” –, y su escritura da cuenta también de su profundo desprecio de todo lo que para él representaban los males de un país moderno: una sociedad que rotula a los ciudadanos  fuera de la norma como “losers”; ansiosos de estatus, embobados con el sistema capitalista y con la bandera de la “guerra fría” como estandarte. Su escritura es ácida y golpea sin compasión –propia y ajena– para dar cuenta de “la pesada cruz” de la culpa de ser padre sobre la espalda, las ridículas competencias entre hermanos, la sombra de la homosexualidad, los “agujeros negros” del matrimonio, la repulsión a la tecnocracia y el desprecio a los apóstoles de la psicología como ciencia exacta (en la primera página de El escándalo de los Wapshot se lee: “Todos los personajes de esta obra son ficticios, como lo es gran parte de la ciencia”).

 

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El escritor argentino Rodrigo Fresán en el epílogo de la reedición de ambas novelas, juntas en un solo volumen, se refiere en estos términos a la familia “Cheeveriana”: “Ambas son antinovelas familiares, ya que la familia como ente/personaje se nos presenta desde el vamos en permanente estado de licuación (…) Son libros difíciles de domar a la hora de arrancarles una sinopsis, y una simple enumeración de lo que en ellos ocurre no basta para revelar su profundo carácter y su auténtica maestría, siempre apoyados en una prosa elegante y, al mismo tiempo, decididamente freak”.

Al concluir su segunda novela sobre los Wapshot (familia que en un comienzo llamó Field), Cheever sufrió una profunda depresión que lo llevaría al borde del suicidio. Insatisfecho con su matrimonio y atormentado por su homosexualidad reprimida, el crítico por excelencia de la frivolidad suburbana se había convertido en su mejor personaje. Títere y titiritero confundidos en un mismo cuerpo. De una existencia convencional, de una vida tranquila consagrada a la lectura y la escritura,  pasó a vivir todo tipo de experiencias que lo dejaron igualmente vacío. A los efímeros y ocultos romances con hombres jóvenes se sumó su declarada afición a emborracharse de sol a sol hasta la inconsciencia, por lo que en más de una ocasión estuvo a punto de perder la vida. “Pienso que estar vivo en este planeta significa una gran oportunidad. Yo que he conocido el frío, el hambre y la terrible soledad, creo que aún siento la emoción de tener una oportunidad. La sensación de estar con una persona dormida —un hijo, un amante— y saborear el privilegio de vivir o estar vivo”, anotó en su Diario a comienzos de 1981.

s-l300Una vez controlado su alcoholismo, un inesperado cáncer desgastó rápidamente las pocas energías que le quedaban. Entonces, ya sin tantas esperanzas, contempló con menos temor la muerte, la que llegó el 18 de junio de 1982.  Pero a pesar de todo el desencanto de los últimos años, de toda la oscuridad y desesperanza, Cheever nunca dejó de escribir y publicar, y siguió cosechando admiración y prestigio (fue un eterno candidato al Premio Nobel y obtuvo dos veces el National Book Award, en 1958 y 1981, y el Pulitzer en 1979), con una obra sólida que examina a fondo las contradicciones de la  sociedad, su época y las profundas huellas de ese contexto en sus personajes; sujetos solitarios, arribistas y atormentados que dialogan con el espejo, a quien confiesan sus más secretos sueños y deseos, empecinados en una cierta idea de “felicidad”, una terrorífica obsesión de la que nadie puede escaparse. Su prosa refinada y lacónica le otorgó un sello personal en la escena norteamericana de postguerra, y con el paso del tiempo, su estilo influyó decisivamente en las posteriores generaciones de escritores norteamericanos, desde Raymond Carver y Richard Ford, hasta la nueva horneada gringa como Lorrie Moore, Rick Moody o Michael Chabon, méritos que le han asegurado un importante lugar en la literatura del siglo XX.

 

 

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