Cohen es uno de los más celebrados novelistas jóvenes de Estados Unidos. En “Los reyes de la mudanza” cuenta la historia de un rey David moderno: un magnate de las mudanzas que vincula con un sobrino israelí (y un amigo suyo), quienes, después de su experiencia en el ejército en la guerra de Gaza, se van a trabajar a Nueva York, moviendo cajas, pero también desalojando a los afroamericanos que no pagan sus hipotecas.

En cuanto forma, la novela nunca puede decidir completamente cuán refinada debería ser. ¿Es un espejo o una música, una cámara o una pintura? ¿Está mejor diseñada para las largas distancias o para pequeños vuelos circulares? ¿Es en donde hacemos un fetiche de la oración perfecta, o una religión más relajada de la forma adecuada? A Nabokov le gustaba rechazar a los escritores que fallaban la prueba nabokoviana de la oración, tales como Camus, Mann y Stendhal (quien, de hecho, comparó la novela con un espejo). Pero el novelista idealmente escribe en párrafos y capítulos, no en oraciones, como recordaba Virginia Woolf a sus lectores. La forma novelística, la acumulación de muchas oraciones, debe encontrar su propio ritmo más lento, más profundo. En este sentido, Iris Murdoch alguna vez dividió la novela del siglo XX entre la periodística y la cristalina, y Woolf, la esteta modernista que también amaba a Dickens, Scott y Tolstói, no podía decidir del todo si le gustaban las novelas acogedoramente periodísticas o refinadamente cristalinas. Como muchos de nosotros, ella quería placeres diferentes de diferentes novelistas.
Joshua Cohen es un extraordinario estilista en prosa, seguramente uno de los más prodigiosos en activo en la ficción estadounidense actual. (Y es muy joven). En sus mejores momentos, se parece a Saul Bellow: sus oraciones son viajeros de toda estación, capaces de hacer cualquier cosa en cualquier momento al mismo tiempo. Puede ser ingenioso, coloquial, lírico, irónico, vívido; posee grandes poderes para la metáfora y la analogía. La mayoría de los escritores desarrollan ciertos talentos a expensas de otros, pero Cohen disfruta tanto con los verbos como con los adjetivos, la creación de metáforas tanto como la acuñación de epigramas. El estilo es una prioridad patente: su ficción muestra las estrías de su originalidad. En su novela Los reyes de la mudanza, hay formas verbales maravillosamente extrañas. En un taxi: “El taxista rezongó en árabe, para sí mismo o para algún espectro”. En una fiesta: “Una chica se les acercó con paso ligero”. Hay interesantes adjetivos (o sustantivos convertidos en adjetivos): “Un hipermercado, una farmacia, una estructura parduzca parecida a una cabaña y rematada con una estrella de neón rojo parpadeante”. Y precisas descripciones metafóricas, como esta del tráfico en Queens: “Giró para coger el Northern Boulevard en dirección sur. Los coches se desparramaban como alquitrán caliente y se solidificaban en forma de atascos”. O el calor en México: “El sol le estaba sembrando una migraña”. Pero incluso cuando Cohen no está sacando sus banderas, la prosa está alerta, vitalmente tensa. Aquí David King, recién llegado a Israel, se prepara para encontrarse con sus primos: “A la mañana siguiente, la del segundo día —el día en que Dios separó el cielo de las aguas de debajo y por consiguiente creó las condiciones para el jet lag—, los primos de David lo estaban esperando en el lobby del hotel”.

Cohen es, de hecho, un novelista cristalino con una apertura periodística al mundo; sus elegantes frases están cargadas con los desechos de lo real, con los hechos, los datos sociales y el excedente informativo de la posmodernidad. En esta voluntad de combinación suprema, se parece a Thomas Pynchon (con Joyce, el bendito progenitor), o a David Foster Wallace. La novela anterior de Cohen, la enorme y enormemente ambiciosa Book of Numbers (2015), marchaba, con botas de siete leguas, sobre un vasto terreno: teología comparada, filosofía posmoderna, cuestiones de género contemporáneas, las monstruosas complacencias de la era de Internet. Como en el trabajo de Foster Wallace, existe una tensión reconocible entre la prioridad del estilo y las bulliciosas exigencias del mundo, una tensión tan antigua como el propio realismo.
Hay momentos en la obra de Cohen en los que su omnivoracidad mundana (el deseo de abarcarlo todo) y sus talentos estilísticos (el deseo de abarcarlo todo con el estilo más brillante) parecen estar compitiendo entre sí. Book of Numbers resultaba a veces difícil de leer, no porque fuera incomprensible o demasiado exigente, sino porque sus texturas eran abrumadoras y porque luchaba por encontrar una forma que pudiera contener y enfocar esas texturas. La inclinación natural de Cohen es hacia una generosidad locuaz en la narración, pero cada una de sus oraciones es también una microaventura en abundancia. Aquí, en esta novela, retrata a algunos de los sujetos que trabajan para la empresa de David King, Mudanzas King. Cada breve retrato es un atiborrado camión de mudanza:
“Gyorgi había trabajado de empleado de mudanzas hasta que había tocado a una menor que estaba de secretaria en una empresa de revestimientos de yeso; después había servido la mayor parte de una sentencia bastante benévola y ahora estaba recluido detrás de un contenedor de barrotes para que lo pudiera encontrar con más facilidad su agente de la condicional. (…) Ronaldo Rodríguez, alias Ron-ríguez, alias Dios-dríguez, alias Burrito Ron se había ganado el último de sus apodos al crear la técnica pionera de coger las posesiones sueltas de los clientes y meterlas dentro de una alfombra enrollada para transportarlas de forma eficaz. Era un tipo culón y achaparrado, con un centro de gravedad bajo y rematado por un fino bigote púbico. Malcolm C, alias Talco X, se ponía polvos de talco en los sobacos para que no le sudaran y en las manos para conseguir un mejor agarre. Era calvo como una bala e inflado de esteroides, con un par extra de músculos abductores que solo se encontraban en un 0,006% de la población”.

La novela Los reyes de la mudanza también lucha con la forma, pero esto puede representar un esfuerzo consciente por parte del autor de una auto anticonceptivo. Es relativamente breve (un poco más doscientas cincuenta páginas), accesible y de estructura más o menos convencional; es muy inteligente pero no es una novela de ideas, y aunque su prosa tiene mucho pavoneo, ese pavoneo pertenece a los personajes —es decir, la mayor parte de la novela está escrita en una cercana tercera persona o estilo indirecto libre, la gramática cotidiana del realismo contemporáneo. Es el estilo adecuado para el mundo de esta novela, que está lleno de particularidades y vibrante de voces. La atmósfera a veces se parece a unos Sopranos judíos, menos la violencia: hombres, familia, hacer dinero, músculos. David King, hijo de un inmigrante judío y sobreviviente del Holocausto, criado en Queens, es dueño de una exitosa empresa de mudanzas con instalaciones de almacenamiento en los cinco condados. Lo encontramos por primera vez en una elegante recaudación de fondos en los Hamptons, donde se destaca como un sudoroso caballo de tiro entre delgados caballos árabes —más grande, más tosco, agobiado por el trabajo y las aprensiones del trabajo: “Se abrió paso por entre aquellos camareros que ganaban $8,75 la hora, o lo que es lo mismo, 14 centavos, 14,5833 centavos, según sus cálculos mentales, por cada minuto que pasaban trinchándole entrecot o bien sirviéndole un whisky o dándole indicaciones a él y a sus cigarrillos mentolados para llegar a una zona de fumadores”.
David King es bastante reconocible, aunque tal vez no para los asistentes a la fiesta en Long Island: mucho menos exitoso en la vida que en los negocios; engreído, autosuficiente, poco culto, herido, cómicamente pobre en su dieta y en su karma. Ha sobrevivido a un ataque al corazón, a un divorcio devastador de Bonnie, su esposa ortodoxa oriental convertida —“Bonnie, la exmiembro de la congregación ortodoxa albanesa de Fordham Road que se había sumergido en la mikvé y había emergido chorreando por él”— y una aventura con Ruth, su gerente en la oficina. Ha sido testigo de y aguardado ante la adicción y recuperación de las drogas de su hija Tammy, también su graduación de la Universidad de Nueva York, recompensada con el regalo paterno de una casa de ladrillo estilo holandés de Crown Heights.
Hasta ahora, el judaísmo de David ha sido atávicamente reflexivo. Ha visitado Israel de vez en cuando, pero no ha pensado con mucha concentración en el país, y tiende a comparar el destino de este con sus perspectivas de negocios: si la cuestión central es fuerte, no hay que preocuparse por las cosas más pequeñas, sobre las cuales no puede hacer mucho para influir, de todos modos. Eso cambia en la primavera de 2015, después del infarto de David. Su prima Dina le envía un correo electrónico para preguntarle si podría hospedar (y emplear) a su hijo Yoav, quien está terminando su servicio militar en el ejército israelí. David responde desde su convalecencia de una manera que parece comprensiblemente sentimental, aunque también novelísticamente conveniente. Tener una familia israelí en Estados Unidos, piensa David, es tener a Israel en Estados Unidos: “Si él se mantenía en contacto con Israel, si conservaba la lealtad hacia el país, a su muerte ciertas responsabilidades se transferirían a los vivos. Estaba casi seguro y casi lo dijo en voz alta: ¿quién, entre los vivos, iba a echar tierra sobre su tumba o a recitarle un kaddish? ¿Su hija?”.
Cierto tipo de novela judía procedería a quemar este conocido combustible: un padre encuentra un hijo sustituto, un judío estadounidense religiosamente indolente renueva su antigua herencia, el tipo duro de Queens, que está volviéndose más viejo y enfermo, se ablanda un poco. Cohen prepara el fuego, pero se muestra bastante desinteresado en la combustión. Desconfiado de las recompensas convencionales, o incluso de los auges y caídas convencionales, le gusta desviarse de una historia o un personaje que ha gastado muchas páginas en construir, en busca de un nuevo centro de interés. La intermitencia puede ser frustrante. Como novelista, Cohen es nervioso, móvil, siempre al acecho de material nuevo, no es que se distraiga tan fácilmente como fácilmente se consume, para volver rápidamente a concentrase. Una vez que ha dispuesto la llegada de Yoav y la suave anticipación patriarcal de David, aleja en gran medida su enfoque desde la escena estadounidense de David y completa, con cierta extensión, las experiencias de Yoav como soldado israelí durante la Guerra de Gaza de 2014.

La condición masculina del mundo persiste, pero la energía de la novela cambia de manera inevitable: en lugar de Queens y el judaísmo estadounidense, tenemos un relato inspirado y perturbador de la unidad de Yoav en el ejército. Se nos presenta a los jóvenes que lucharon junto a Yoav, en particular a su amigo Uri Dugri, quien le salvó la vida. (Uri finalmente se reúne con Yoav en Nueva York, y los dos trabajan para Mudanzas King). Cohen escribe desapasionadamente, desde dentro de la voz colectiva de los soldados, sobre las dificultades recibidas e impuestas. Un tono de cinismo defensivo, de aburrimiento de macho, da vida a los costos, en ambos lados del conflicto, de la violencia rutinaria:
“De vez en cuando había una incursión a medianoche en una aldea, solamente para animarla un poco. En busca de alguien. O de nadie. Para encontrar a alguien más. O a nadie. Entrar en una casa, coger por sorpresa a la casa que había detrás, coger por sorpresa a los vecinos de la puerta de al lado. Sacar las puertas e ir de habitación en habitación. Meter a una familia en la cocina y después subir al piso de arriba para saquear los armarios y desmontar las camas tornillo a tornillo. Rajar el diván del cuarto de la tele y luego sentarse en lo que quedaba del armazón para mirar por encima las noticias de Al Jazeera. (…) Hacer de canguro de un hijo o de un hermano unido al sofá por medio de unas esposas de plástico que le estaban cortando la circulación y con una toalla mojada sobre la cara para mantenerlo fresco hasta que llegaran los interrogadores. (…) Una mujer berreaba en la cocina con el mismo tono del agua hirviendo y tú la hacías callar con la culata del rifle. Golpeabas con la culata una jarra y se hacía trizas arqueológicas antes incluso de llegar al suelo”.
Yoav y sus compañeros de escuadrón son descarados, dominantes, sardónicos. Ellos también tienen miedo y dudan de la validez de los derechos que imponen. Asignado a un puesto de control fronterizo, Yoav tiene la inquietante sensación de que él mismo se ha convertido en la frontera, “cavada en la arena del arcén de unas carreteras interrumpidas por barras de acero y embrolladas con alambre de púas”. Los soldados se esfuerzan por parecer más estables de lo que son, siempre burlados por las arenas movedizas del desierto, por su eternidad quemada: “si te convencías a ti mismo, entonces convencías a la gente que cruzaba, y si convencías a la gente que cruzaba, entonces convencías a los yermos. De que estabas tan arraigado como los olivos”.
Cohen habita de manera convincente la vida de esta unidad del ejército y, en algunos aspectos, la novela nunca se recupera del calor de su contienda. Parte de ese fracaso en la recuperación es probablemente deliberado. Una premisa de Los reyes de la mudanza es que cuando Yoav y Uri comienzan a trabajar como transportistas de David King, traen consigo no solamente un poco de Israel, sino también un poco del conflicto israelí. Pueden hacer mudanzas (de ellos mismos; de las cosas de otras personas), pero no pueden seguir adelante. Al representar este retorno postraumático, la novela de Cohen con seguridad necesita retroceder repetidamente a poderosas descripciones recordadas de las experiencias de los hombres en Israel.
Una segunda premisa del libro parece más frágil. Cohen quiere sugerir paralelismos entre lo que Yoav y su equipo hicieron como soldados en Israel y Palestina y lo que Yoav y su equipo hacen como encargados de mudanzas de David King. El combate ha pasado del desierto a las calles. En Nueva York, Yoav y Uri son apodados los isras por sus compañeros de trabajo, como si fueran un escuadrón de élite dentro del equipo. Cohen articula una conexión que probablemente no necesitaba ser anunciada, y que apenas sobrevive a un escrutinio serio: “Un grupo de tipos saliendo a por todas, invadiendo casas de desconocidos, desmontándoles los muebles, llevándoseles los muebles, rompiendo cosas por accidente, y no por accidente (…) ¿quién se habría imaginado que el ejército lo había estado entrenando para hacer mudanzas?”.
Tal vez porque la mudanza de muebles de oficina claramente no se parece mucho a destrozar una casa palestina, Cohen sube la apuesta. Yoav y su equipo pasan de las tareas ordinarias de mudanza al negocio mucho más sombrío del desalojo. Se abre una nueva sección con un epígrafe —“No echéis a mi gente”— y ofrece la información de que se tomó de un letrero “en una casa amenazada de embargo, Wakefield, Bronx, Nueva York, Navidad de 2012”. Se comprende por qué el autor, en una novela que ya rebosa de ecos bíblicos (el rey David y cosas similares) podría valerse de esta falta de sutileza. Pero esto mantiene la confusión, no la claridad. ¿Los estadounidenses desalojados son como los antiguos israelitas? ¿O tal vez como los palestinos modernos? ¿Y los corredores de hipotecas son como el faraón? Histórica y políticamente, las diferencias entre las obligaciones de las Fuerzas de Defensa de Israel y las de una empresa de mudanzas estadounidense (por desagradable que sea el contrato) parecen más marcadas que las similitudes. “En los días de la ocupación había habido tiroteos, mientras que aquí en América no había tiroteos, o por lo menos ninguno dirigido a ellos”, escribe Cohen. En los días de la ocupación, continúa, canalizando la voz de Yoav, pudieron romper cosas o llamar a un convoy de aviones:
“Por lo demás, el trabajo que estaban haciendo no era tan distinto. Seguían metiéndose en casas y registrando todas las habitaciones planta a planta. Buscando a gente y buscando posesiones. Sacando a la gente antes que las posesiones. Las posesiones se las quedaban, mientras que a la gente le permitían irse adonde fuera, siempre y cuando se quedaran al otro lado de la línea de demarcación de la propiedad”.
La labor puede ser similar, pero el trabajo ciertamente no lo es. El lector siente esta fragilidad inscrita en la forma misma de la novela. La urgencia de las descripciones del combate en Israel hace un llamado repetidamente a la urgencia más débil de las descripciones del “combate” en Estados Unidos —eclipsándolas con sus mayores riesgos y convocando repetidamente al novelista de regreso a Israel y lejos de la más mundana Nueva York.
Nuevamente, como si adivinara tales objeciones, Cohen sube la postura. Una larga sección, alrededor de dos tercios de la novela, abre la historia de Avery Luter, un afroamericano y veterano de Vietnam que ha atravesado tiempos difíciles. Despedido de su trabajo como cobrador de peaje de la Autoridad Portuaria, dejó de pagar sus cuentas y, básicamente, está acampando en la gran casa que heredó de su madre. Se le entrega una notificación de desalojo; en una escena desgarradora, Yoav y el equipo son enviados a sacar sus pertenencias. El sufrimiento de Avery y, sobre todo, su raza, parecería finalmente permitir y validar las conexiones que la novela pretende hacer: “No echéis a mi gente” puede reinsertarse de nuevo en la rica y terrible historia de la esclavitud afroamericana, para hacerse eco del trabajo político y litúrgico que es su inversión, “Dejad ir a mi gente”, se ha representado durante mucho tiempo en la música y la literatura negra. Y cuán útil desde el punto de vista novelesco que Avery también se haya convertido en musulmán y tenga un segundo nombre y un alter ego, Imamu Nabi. El título de esta sección señala: “Avery Luter, Imamu Nabi (otra ocupación)”.
Los reyes de la mudanza es una novela extraña, magníficamente frustrada. No hay página sin alguna carga vital: un destello de metáfora, una originalidad idiomática, un neologismo bastardo nacido de la nada.
Todavía no me convencen las ambiciones temáticas de Cohen, las puñaladas de las similitudes. (¿La ocupación de quién, por quién? ¿Está Avery Luter de alguna manera más cerca de los palestinos en la angustia y el despojo, porque, como ellos, es musulmán?). Pero algo extraño sucede en esta novela consistentemente sorpresiva. La historia de la vida de Avery Luter lleva el libro hacia otro centro narrativo. En este momento del libro, el interés y la presencia de David King se han desvanecido, y ahora Yoav y Uri también desaparecen de nuestra atención, cuando entramos en el mundo desesperadamente estrecho de Avery Luter. Cohen habita la existencia de Luter tan vitalmente como habitó la unidad del ejército israelí: es un hermoso retrato, completamente fascinante, lleno de simpatía apasionada.
Los reyes de la mudanza es una novela extraña, magníficamente frustrada. No hay página sin alguna carga vital: un destello de metáfora, una originalidad idiomática, un neologismo bastardo nacido de la nada. Se podría decir que está llena de logros: David King en los Hamptons, Yoav y Uri en el ejército israelí, el equipo de Mudanzas King trabajando en Nueva York, Avery Luter inquieto en la casa de su madre. Sin embargo, estas historias son más convincentes que las conexiones, tanto temáticas como formales, que se ofrecen para vincularlas. Cohen nunca encuentra esa forma novelística profunda, esa coherencia tensa, que idealizó Woolf. Este es un libro de frases brillantes, párrafos brillantes, capítulos brillantes. Aquí las cosas fulguran individualmente, una sucesión de fósforos encendidos, y no proyectan una iluminación más general. Pero Cohen abría su novela anterior, Book of Numbers, con un desafío: “No hay nada peor que la descripción: la prosa de habitación de hotel. No, la caracterización es peor. No, el diálogo lo es”. Entonces, si su novela más accesible hasta el momento, rica en los tres elementos despreciados, frustra las satisfacciones convencionales, ¿es porque no ha logrado encontrar la forma correcta o porque está tratando de encontrar una nueva?
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