La filosofía como pasión

Ediciones UC acaba de reeditar “De asombros y nostalgia”, recopilación de artículos de Jorge Eduardo Rivera, uno de los más importantes filósofos chilenos. En este libro —publicado por primera vez en el año 1999— están los temas de mayor interés de Rivera: filosofía de la Grecia antigua y medieval, ética y teología. Los artículos, en general, están escritos con bastante claridad, lo que lo hace accesible para todo tipo de lectores. Aquí reproducimos íntegramente el texto “La filosofía como pasión”, donde Rivera se acerca al significado de la filosofía, invitando a los lectores a filosofar.

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Aristóteles estudiando la naturaleza

“… la filosofía, por su misma esencia, nunca hace más fáciles las cosas, sino que las dificulta”.

Heidegger, Introducción a la Metafísica

Vamos a hablar de la filosofía. Pero yo quisiera poner al lector en guardia desde el comienzo para evitar un posible malentendido. En efecto, se podría pensar que yo quiero hablar de la filosofía como de un tema más, entre otros múltiples. Sin embargo, esto equivaldría a hablar de la filosofía desde fuera de la filosofía, como se habla de la guerra de Yugoeslavia desde fuera de ella, sin haberse visto envuelto por ello. Siempre resulta entretenido e “interesante” hablar de las cosas, de todos y de cualquiera. Hoy estamos acostumbrados a ello, yo diría: peligrosamente acostumbrados a ello. Lo televisión habla constantemente de todo, y nos hace así pasar el rato. En las conversaciones se tocan muchos tópicos, y en ellos puede uno mostrar su información sobre esos temas, mostrar que sabe, que ha leído acerca de todo eso.

De asombros y nostalgia libro Jorge RiveraPero, aquí y ahora no vamos a hablar así de la filosofía. No vamos a hablar de ella en una especie de Informe Especial, para entretenemos o para ilustrarnos. Lo que, en cambio, me propongo es invitar a que nos sumerjamos por un momento en la filosofía de un modo real, es decir, invitar a filosofar efectivamente, y de este modo, a hablar de la filosofía desde dentro de ella misma, intentando captar lo que es la filosofía en el acto mismo de filosofar. Los escolásticos llamaban a esto un conocimiento in actu exercito, un conocimiento que se obtiene en y por la ejecución misma de un acto vital. Como cuando conocemos lo que es nadar nadando, o lo que es la enfermedad estando enfermos.

Pero no sólo eso. Porque, si bien es cierto que se conoce la filosofía filosofando, lo importante es que sólo se puede filosofar de veras cuando se ha caído en la pasión filosofante. Cuando se filosofa porque de otro modo uno no puede vivir. Como cuando uno pololea porque está profundamente enamorado, y porque necesita ejercitar ese amor para no morirse o ―digámoslo más prudentemente― para no vivir moribundo, triste y lánguido.

La filosofía es una pasión. Una pasión es algo que le da sentido a nuestra vida, es algo que nos arrebata, algo por lo que nos jugamos.

Y con esto he venido a parar, casi sin advertirlo, en lo que me interesaba decir, esto es, que la filosofía es una pasión. Una pasión es algo que le da sentido a nuestra vida, es algo que nos arrebata, algo por lo que nos jugamos. La pasión es todo lo contrario de la mera información. La pasión es compromiso, es un modo de ser que consiste en que allí está en cuestión nuestro propio ser.

Pero, no nos contentemos con tomar nota de lo que estoy diciendo. Mientras nos contentemos con eso, estaremos aún fuera de la pasión. Estaremos jugando a hablar de la filosofía y de la pasión, pero ni estaremos filosofando ni nos estaremos apasionando. Estaremos jugando a…, pero no nos estaremos jugando por algo.

La filosofía se convierte en pasión cuando logra hacer de verdad eso que le es más propio, vale decir: preguntar. Filosofar es preguntar. Pero ―una vez más― tenemos que recordar que preguntar no es lo mismo que formular una pregunta. Pilato le preguntó a Jesús “¿qué es la verdad?” Pero, en realidad, lo que hizo no fue más que formular esa pregunta. En el fondo, no le interesaba saber lo que es la verdad. Si le hubiera interesado realmente saber lo que es la verdad, si lo hubiera necesitado para ser, no habría podido seguir haciendo otras cosas, sino que se habría quedado allí fijo, girando en torno a lo que la verdad pudiera ser. Pero, Pilato lanzó su pregunta y luego se dedicó a otras cosas. Esa pregunta no era una verdadera pregunta. Porque una verdadera pregunta es una pregunta hecha con pasión, una pregunta que nos agarra y no nos suelta, como esos perros guardianes que cuidan las casas de los ricos.

Preguntar es vacilar. Y vacilar quiere decir perder la solidez, estar en peligro.

¿Qué es preguntar? La palabra preguntar viene del latín percunctari, que significa vacilar. Preguntar es vacilar. Y vacilar quiere decir perder la solidez, estar en peligro. Cuando estamos tranquilamente sentados podemos descansar confiadamente. Estamos seguros, firmes. Y es ciertamente una delicia esta experiencia de la solidez y la firmeza. Es un modo de estar en la realidad que se caracteriza por la satisfacción: nos sentimos a gusto, estamos bien.

Hasta que, de pronto, empieza a temblar. Me refiero a un temblor de tierra común y corriente. Aunque los temblores de tierra jamás son comunes y corrientes. Son siempre algo extra-ordinario, algo amenazante para lo habitual y acostumbrado. Cuando empieza a temblar, salimos de nuestra firmeza, de nuestra seguridad, y de pronto estamos inseguros. El hombre que está inseguro se pone en movimiento para buscar seguridad. Cuando tiembla, huimos. Pero hay que entender esta huida. De lo que huimos es de la inseguridad. Huimos, quizás, para buscar refugio en un lugar seguro, donde no estemos amenazados. ¿Por qué huimos de la inseguridad?

Se diría que la in-seguridad es lo contrario de la vida. La in-seguridad nos amenaza: nos quita ese estar en la realidad en que nos sentíamos a gusto, es decir, nos quita ―en cierto modo― la realidad en que estábamos. En lo inseguro no se puede estar. Lo inseguro es lo inestable: es lo que vacila. Y huimos de lo vacilante porque necesitamos estar firmes. Porque estar, en sentido pleno, es estar firmes, estar en lo firme.

Una vez más, preguntémonos: ¿qué es propiamente el estar? Estar es siempre un estar-siendo. Para ser, el hombre necesita estar, y esto quiere decir que su ser es necesariamente un estar. El hombre no es ya, de una vez para siempre. Sólo es estando en algo. Ser, para el hombre, es estar en algo. Y estar en algo es realizar su ser en otro cosa que no es el hombre. Si el hombre fuese plenamente y desde un comienzo, no necesitaría para ser estar en algo. ¿Es posible entender esto de “estar en algo”? Ahora estamos en algo: estamos en una reflexión filosófica. Después estaremos en otra cosa: conversando o discutiendo. Y más tarde estaremos quizás en nuestros hogares, con nuestros padres o hermanos. O estaremos en la calle paseando. No estamos nunca solos nosotros mismos. Y si estamos solos, estamos ocupados con unos pensamientos que nos sacan de nosotros. Estamos leyendo un libro, soñando con lo que seremos algún día, o simplemente estamos ociosos. Cuando se está ocioso, verdaderamente ocioso, se está en la nada, en el aburrimiento puro. Estamos en la realidad sin hacer nada. Simplemente estamos. Pero estamos en la realidad que nos aburre. No nos gusta mucho estar en la pura realidad. Quisiéramos hacer cosas, hacer algo útil o algo entretenido. Porque es muy difícil estar en la pura realidad y nada más.

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Heidegger

Preguntar es vacilar, es estar sin estar, estar en lo inestable. Por eso, preguntar es salir en busca de lo firme, querer saber, y querer saber de un modo seguro, en forma estable. Preguntar es una cosa extraña y nada fácil. “Las preguntas ―decía Heidegger―, y más aún las preguntas fundamentales, no se encuentran ahí tan simplemente como las piedras y el agua. Las preguntas no las hay como hay los zapatos o los vestidos o los libros. Las preguntas son y sólo son en su real y efectivo preguntarse”.

¿Qué es, pues, la filosofía? La filosofía no nace jamás de sí misma. Nace de un acontecimiento radical que nos pone en marcha, que nos saca de nosotros hacia otra cosa. Este acontecimiento radical se llama admiración o ―mejor― extrañamiento. La filosofía ―decían Platón y Aristóteles― nace de la extrañeza.

¿Qué es, pues, la filosofía? La filosofía no nace jamás de sí misma. Nace de un acontecimiento radical que nos pone en marcha, que nos saca de nosotros hacia otra cosa.

¿De qué se extraña el hombre filosófico? Se extraña de lo más obvio, de lo que siempre estaba ahí, de lo de siempre. Se extraña de un cierto fondo ― de un suelo― en que su ser ha estado siempre. “Se extraña” quiere decir: se hace extraño a eso de lo que antes era familiar. Lo que antes le era natural, sencillo, familiar y obvio ―como nos son familiares nuestros padres, nuestros hermanos o el perro regalón― se le ha convertido al hombre, de pronto, en algo problemático, extraño, ajeno y lejano.

Algo en lo que estábamos se nos va. Pero no se nos va pura y simplemente, sino que a la vez nos acosa, nos asalta, se torna un extraño, pero ―curiosamente― no un extraño que nos resulte indiferente, que no nos interese en absoluto, sino justo al revés: un extraño que nos mantiene retenidos y absortos en su propia extrañeza.

Pero la extrañeza filosófica no es una extrañeza por esto o lo otro, por tal o cual cosa que de repente se nos haya vuelto asombrosa. No. La extrañeza filosófica es una extrañeza absoluta. En ello todo se nos hace extraño. Y lo que en todo nos extraña es algo que está en todas las cosas: su ser, su realidad. Nos extraña que las cosas sean, que sean reales.

Pues bien, de esta extrañeza total, de esta especie de total deslumbramiento, brota y se levanta la gran pregunta filosófica: “¿Por qué es el ente y no más bien nada?” Esta pregunta es la expresión viva y punzante del extrañamiento absoluto, del extrañamiento filosófico.

De pronto, las cosas se presentan ante nosotros ostentando en primer plano esa curiosa condición suya que es el ser reales. En vez de atraemos o repelernos, en vez de movernos o interesarnos por ser tales o cuales cosas, por ser las cosas que son, nos dejan perplejos en virtud del puro y simple hecho de que son. No son las cosas mismas, sino el ser de las cosas lo que se nos pone delante. Y si con las cosas mismas se puede hacer esto o lo otro ―usarlas, tratarlas, gastarlas, dejarlas, etc.― es decir, si con las cosas mismas se puede hacer muchísimo, con su ser, en cambio, con el puro y simple ser de las cosas, no se puede hacer nada. Ahí está el ser frente a nosotros y en nosotros mismos, enigmático, imposible, mirándonos desde una extraño lejanía, como aquella esfinge del desierto que mira ―sólo Dios sabe adónde― con ojos de misterio. Al aparecer explícitamente el ser ―o lo que es igual, la realidad en cuanto tal― se paraliza todo quehacer con las cosas, nos quedamos simplemente mirando asombrados y embobados. Nada ha cambiado, aparentemente. Los mismos árboles, los mismos seres humanos siguen estando junto a nosotros. El mismo cielo estrellado brilla aún sobre nuestras cabezas. Pero todo eso se nos ha hecho ahora extraño. Y es extraño porque inopinadamente en cada una de esas cosas y en todas ellas juntos se ha manifestado ahora eso que llamamos el ser. No los entes. Los entes ya estaban allí. Pero ahora a esos mismos entes que estaban allí los vemos en la perspectiva del ser, los vemos como siendo. Y nos preguntamos entonces: ¿qué pasa con ese ser? ¿Qué pasa con la realidad? Realmente no pasa nada. Ocurre tan sólo que el ser y la realidad nos miran. Al mirarnos ellos, nos sentimos ad-mirados, caemos en el asombro.

Pero eso que nos mira y nos ad-mira, ¿de dónde viene? ¿De dónde ha salido? No ha salido de ninguna parte: ya estaba allí antes. Pero lo que ya estaba allí antes, ahora nos parece extraño. Extra-ño, significa que está fuera, extra, que es extranjero a nosotros.

Si fuera esto que nos extraña una cosa más, sería, o lo sumo una cosa extraña. Pero no se trata de una cosa. De lo que se trata es de algo que está en todas las cosas y que, estando en ellas, las vuelve extrañas a todas. Pero no se crea que esa extrañeza que experimentamos se produce tan sólo ―por así decirlo― en un plano puramente intelectual, como si hubiese surgido nada más que ante la pura mirada de la inteligencia. Si fuese así, con ser grave, no sería algo decisivo. Sería simplemente un problema intelectual que no logramos resolver y bastaría con que mirásemos hacia otra parte o hiciésemos otras cosas para que quedásemos a salvo de la mirada de la esfinge que hunde en nosotros sus ojos desde la insondable lejanía. Lo grave de la extrañeza es que nos sobrecoge. Se nos viene encima y no nos suelta. La extrañeza es un fenómeno afectivo, es un estado de ánimo. En ella estamos. Estamos “extrañados”. La extrañeza es un modo de estar y, por consiguiente, un modo de ser, un acontecimiento en las profundidades de nuestro ser. Lo que entonces acontece es una abertura. De pronto, se nos ha abierto la realidad misma. Ya no estamos simplemente en ella; en ella no estamos ya ni cómodos ni a gusto. Estamos desazonados. Y lo que nos desazona es la realidad entera: la nuestra y la de las cosas. Nos desazona el ser. Y que nos desazone quiere decir que nos sentimos perdidos, desorientados. No se trata de un mero fenómeno contemplativo. Se trata de un estado de desorientación, se trata ―paradójicamente― de un estado de inestabilidad. La filosofía es eso que nos ocurre cuando todo se vuelve inseguro porque el fondo de todo se ha puesto a vacilar.

La desazón radical que experimentamos no es un sentimiento negativo, es también ―y a la vez― un tremendo sentimiento de bienestar.

Sin embargo ―y esto es lo curioso― esa desazón radical que experimentamos no es un sentimiento negativo, es también ―y a la vez― un tremendo sentimiento de bienestar. Cuando nos asombramos de todo, sentimos el gozo de un descubrimiento. A este des-cubrimiento radical los griegos lo llamaron alétheia, que significa verdad, es decir, “salida fuera del encubrimiento”, salida hacia fuera, hacia lo abierto, hacia lo claro, lo despejado, hacia el cielo y la intemperie. Es como si antes hubiésemos estado encerrados y de pronto todo se nos abriese. Nos sentimos a gusto en esto que de ese modo se nos abre. Es como si aquello fuese nuestra verdadera cosa. Es como salir de una prisión a la libertad. Como el brillo del sol después de lo noche más oscura: lux post tenebras, una luz después de las tinieblas.

¿Cómo explicar esta paradoja? Que lo extraño sea lo más nuestro, que lo que no comprendemos sea nuestro verdadero hogar… ¿Será acaso que nuestro propio ser nos lleva hacia fuera? ¿Consistirá nuestra verdadera libertad en estar fuera de nosotros mismos?

Así es. Al abrirnos a lo más otro, a lo absolutamente extraño, nos abrimos a nuestro ser más auténtico, nos abrimos a nosotros mismos.

El lector conocerá, seguramente, el Mito de la Caverna, de Platón. El prisionero liberado siente que esa su nueva vida es la vida verdadera. Lo de antes ya no cuenta para él. Lo de antes era una pura ilusión, un rostro apenas perceptible de la verdadera realidad. Las sombras que antes veía y que entonces tomaba por lo único importante y decisivo, no eran sino un reflejo pálido de lo que en realidad importa, de lo bueno y verdadero. Nótese que el prisionero sale afuera, es decir, sale a lo otro, a lo extraño. Y si, en un primer momento, se siente desorientado y enceguecido, si siente incluso dolor en los ojos, poco a poco, sin embargo, se va acostumbrando a lo nuevo hasta llegar por último a sentirse allí en su verdadera morado. Cuando luego recuerda su estado anterior, lo siente como un estado miserable, lo siente, por primera vez, como una prisión. Mientras estaba en la caverna, no se percataba de que estaba prisionero. Recién ahora ―en la libertad― reconoce lo que significa no tener libertad. Y de este conocimiento nace en él el deseo de volver a la caverna para liberar a sus compañeros.

La filosofía tiene que ver con nuestro ser entero. Filosofamos con los ojos, con los oídos, con los pulmones.

¿Qué es entonces la filosofía? Ciertamente no es un asunto puramente intelectual. Tan poco lo es, que cuando el prisionero liberado vuelve a sus compañeros e intento persuadirlos de que su estado es un estado miserable, y que las sombras por ellos vistos en el fondo de la caverna, no son la verdadera realidad, sino una engañosa ilusión, su misión fracasa y termina en la tragedia del propio libertador. Y en esta imagen vemos claramente que la filosofía es infiel a su propia esencia cuando pretende ser una pura empresa intelectual.

El prisionero no se había liberado de sus cadenas mediante razones persuasivas. Se había liberado cuando alguien lo liberó desde fuera, cuando fue obligado a cambiar de posición y a volverse hacia el fuego que ardía a sus espaldas. La liberación había sido un acontecimiento, no un razonamiento. Había sido algo ocurrido en su propio ser.

Nietzsche

Nietzsche

Aquí, mejor que en parte alguna, vemos que la filosofía es una pasión. No es una conversación ni, menos aún, una mera información, sino que es una pasión que nos sobrecoge. “Un filósofo ―decía Nietzsche― es un hombre que vive, ve, oye, sospecha, espera y sueña constantemente cosas extraordinarias”. No se habla aquí de argumentar ni de discutir. El filósofo vive, ve y oye cosas extraordinarias. El filósofo sospecha, espera y sueña cosas que están enteramente fuera de lo común. Y esto le pasa no alguna que otra vez en la vida, sino constantemente. La filosofía tiene que ver con nuestro ser entero. Filosofamos con los ojos, con los oídos, con los pulmones.

Las tres cosas que decía Heidegger al comenzar el Seminario de Cerisy, en Normandía:

  1. Las preguntas tontas son las mejores
  2. Olvidarlo todo
  3. No argumentar, no razonar, sino abrir bien los oídos y los ojos

A lo mejor, lo primero que tiene que hacer el filósofo es callar. A veces los jóvenes se imaginan que un filósofo es un implacable razonador. Es posible que algunas veces el filósofo tenga que razonar y discutir. Pero la filosofía no consiste fundamentalmente en eso. Consiste en ver cosas extraordinarias. Ver lo que habitualmente no vemos. Ver cosas extraordinarias no significa tener visiones extrañas ni, menos aún, ser un hombre alucinado, sino que significa des-cubrir lo corriente, lo ordinario, en una nueva perspectiva, fuera de lo ordinario. Ver cosas extraordinarios es ver esa cosa tan ordinaria que es el ser, la realidad, la totalidad de lo que hay, esa cosa tan ordinaria que ordinariamente no vemos. Ver cosas extraordinarios es asombrarse de lo más simple, de lo más cotidiano. Es darse cuenta, de pronto, de que todo es EXTRAÑO.

La filosofía consiste en ver cosas extraordinarias. Ver lo que habitualmente no vemos, des-cubrir lo corriente, lo ordinario, en una nueva perspectiva, fuera de lo ordinario.

Resumamos. La filosofía es una pasión, algo que nos sobreviene en cierto modo desde fuera y que, sin embargo, brota desde nuestro ser más íntimo. Como pasión, la filosofía pone en juego nuestro ser, nos deja puestos en cuestión a nosotros mismos. Ahora bien, esta pasión de la filosofía es la pasión que habita en una pregunta, pero no en una pregunta cualquiera, en una entre las muchas preguntas posibles, sino en esa pregunta fundamental que nos acomete cuando de pronto nos percatamos de que todo es, de que esos cosas con los que siempre hemos convivido como si fueran lo más natural del mundo, son, sin embargo, extrañas, y están dotadas de esa sutil condición que es el ser. Brota entonces la pregunta: “¿Por qué es el ente y no más bien nada?” Esta pregunta no pregunta por la causa del ente, sino que expresa un asombro, vale decir, la extrañeza ante el ser y la realidad de todas las cosas. “¿Por qué es el ente y no más bien nada?” quiere decir ―en el fondo― “¿qué pasa con el ser?” El asombro, la admiración o la extrañeza, es un estado de ánimo en el que paradójicamente nos sentimos, a la vez, desazonados ante lo extraño que es todo, desorientados y despistados en medio de lo extraño y ―al mismo tiempo― muy a gusto y como si estuviéramos en nuestra propia casa. Como si eso que nos extraña se nos mostrara como siendo también lo más nuestro, lo más familiar y los más íntimo. Por la extrañeza nos vemos arrancados de la pequeña prisión cotidiana en que habitualmente estamos encerrados, y nos vemos transportados a un ámbito abierto de libertad: al “fuera” que es la realidad misma. Esta salida del círculo de lo cotidiano, y la correspondiente abertura a lo extraordinario del ser y la realidad, nos libera y nos pone en marcha hacia nosotros mismos. Y esto quiere decir que somos de verdad y realmente nosotros mismos tan sólo cuando logramos desasirnos de nosotros y abrirnos a lo que es más que nosotros. Eso “más” que nos libera retornándonos a nuestra auténtica mismidad, es el ser y la realidad, un cierto carácter que no está recluido en el círculo de algunas cosas solamente, sino que las abarca a todas sin excepción: a las que son ya las que podrían ser.

La pasión de la filosofía es la pasión de la libertad.

La pasión de la filosofía es la pasión de la libertad, es esa “morriña que nos lleva a la casa paterna” que diría Unamuno. La pasión de la filosofía es el eros filosófico descubierto por Platón: un arrebato que nos saca fuera de nosotros y nos lleva a nuestra verdadera esencia.

Habíamos empezado estas reflexiones con una palabra de Heidegger: “… la filosofía, por su misma esencia, nunca hace más fáciles las cosas, sino que las dificulta”. Ahora podemos añadir la continuación de esas palabras: “la agravación de la dificultad constituye una de las condiciones esenciales y fundamentales para el surgimiento de todo lo grande”.

 

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