¿Cómo un lector entusiasta empieza a formar su biblioteca? El poeta y ensayista Ismael Gavilán, escribe en este artículo sobre sus inicios y satisfacciones como lector y recolector de libros. El texto es parte de su nueva publicación, Expediente de lectura (Ediciones Altazor), libro en el que Gavilán se aproxima de una forma muy personal a cuatro poetas porteños: Hugo Zambelli, Ximena Rivera, Rubén Jacob y Ennio Moltedo.

No es fácil para un estudiante universitario engrosar su biblioteca. Para mí no lo fue menos. Por un lado, los precios exorbitantes de los libros que atentan contra la economía de guerra del permanente discípulo de las lecturas, por otro, la voracidad con que se lee, impidiendo la discriminación razonada, voracidad que se encuentra signada por la emergencia del estatuto estudiantil: una bibliografía tras otra y no siempre de las más placenteras, interesantes o llamativas. Por lo general, esa edad en la cual la lectura debiese ser un baño tibio de gustos seleccionados para ser gozados con intensidad, pues se truca en una ducha fría que hiere la piel, prejuicia el gusto y acelera lo que debiese ser natural: esa procesión de materiales escritos que deben ser desechados porque su función sólo es ser útil por un instante. Pero una biblioteca estudiantil también se ve afectada por esas complicidades maravillosas que son encontrar amigos y compañeros con afinidades y obsesiones similares a las de uno. De ahí al intercambio de libros y a esas transacciones que terminan en alegría jubilosa o en un luto agrio hay un solo paso.

El tiempo pasa y el espacio se hace pequeño: a los ya sabidos inquilinos de siempre se les agrega un nuevo personaje en principio indeseable, pero siempre necesario: el libro fotocopiado y anillado. Ninguna nobleza, ningún interés, ni color: sólo la funcionalidad para con quien no tiene el dinero para adquirir esos volúmenes caros y además efímeros que, sin embargo, se ven cooptando como una plaga no deseada los espacios reservados desde la infancia para los sueños y para aquellos libros que escogimos con esa naturalidad que creemos perdida. Pero también están esos instantes en que el mundo nos ha hecho suyo: el llegar a casa con un libro nuevo, adquirido después de privaciones, juntando peso a peso, moneda a moneda y que ha sido comprado en una liquidación, en una librería de viejo o en un azaroso puesto en la plaza entre carritos de comida chatarra y vendedores de baratijas varias. El crecimiento es espasmódico y variado: novelas, poemas, filosofía, sociología. Los saberes y diversos géneros se apuntalan unos tras otros y nada adquiere relevancia, sino en el ritmo discontinuo de la sorpresa. Un día es Rimbaud y su Temporada en el infierno, otro día Rosamel del Valle y su preciada antología publicada en Monte Avila, otro día, los escritos de Heidegger sobre Hölderlin y más allá los cuentos de Cortázar junto con un deshilachado volumen de Schopenhauer que alcanzó a ser rescatado de una librería de viejo. En otra ocasión, las Elegías de Duino que publica Lumen bajo la versión de Valverde que permite al fin, tirar al basurero el manojo gris de las fotocopias roñosas que han acompañado por un par de años. A veces la alegría de adquirir en una buena racha El arco y la lira de Octavio Paz, junto a sus poemas de Libertad bajo palabra y ser envidia de amigos y compañeros que perseguían esa misma edición. En otra oportunidad advertir entre lágrimas y rabia que la tan anhelada edición de Walter Benjamin está adulterada y le faltan las últimas treinta páginas, borroneadas y feas…
En el estudiante, la biblioteca se transforma en estación de trabajo, compañía de madrugadas infinitas y consuelo mudo ante la propia imposibilidad de leerlo todo. El anaquel plomo está atiborrado de libros de variada índole, origen y prestigio: a un lado del Werther de Goethe están los ensayos de Greimas, al lado de El proceso de Kafka, están las fotocopias de la Filosofía de la composición de Edgar Allan Poe junto a los ensayos de Ernst Robert Curtius que mañana serán motivo para una prueba de Literatura Medieval. Entre papeles hay fotos, entre las fotos, calendarios, entre los calendarios, lápices antiguos, muertos y acabados, entre los lápices, papeles arrugados esperando ser botados en alguna mañana de calma.
En la biblioteca del estudiante, todo es cancha y el juego puede correr riesgo de ser sucio. Tus manos donde mis ojos te vean. No hay misericordia.
En la biblioteca del estudiante, las visitas son peligrosas y prohibitivas, sobre todo si esa visita es un amigo obsesionado, tal como uno, con los poemas de Lihn o Huidobro o con los ensayos de Nietszche: en la biblioteca del estudiante, todo es cancha y el juego puede correr riesgo de ser sucio. Tus manos donde mis ojos te vean. No hay misericordia y a pesar de haber conversaciones sazonadas con una mala cerveza o un vino no por malo, menos bebible, el asunto no es bajar la guardia para evitar al día siguiente una resaca no sólo incómoda, sino también dolorosa.
Aquí no hay orden, sino el aleatorio ritmo de la vida. Aquí no hay cálculo, sino el necesario asombro de las lecturas intransitivas y arriesgadas. Aquí el tiempo es infinito y circular y la mañana es la madrugada y la luz, oscuridad, la noche como espacio de lucidez y la tarde como imposible descanso de unos ojos rojos y marchitos.