La prolífica historia de artesanos, artistas y artífices de la Escuela de Artes Aplicadas


Una completa investigación reconstruye los olvidados 40 años de un plantel que hizo converger en sus talleres a diversas expresiones de las bellas artes y los oficios, bajo la inagotable búsqueda de una identidad nacional. 

El problema tiene sus años. «Existe en la sociedad chilena cierta preocupación contra las bellas artes, porque no pertenecen a lo que, con alguna propiedad, pudiera llamarse entre nosotros la aristocracia de las profesiones», escríbia el pintor Pedro Lira en 1866. 73 años más tarde, la escritora Marta Brunet advertía en un diario capitalino: «El artista sigue siendo el paria. La Escuela de Bellas Artes languidece. La Facultad de Bellas Artes se cerebraliza. El Museo vive la soledad de sus obras que nadie contempla. Tan sólo en la Escuela de Artes Aplicadas parece respirarse a pulmón ancho, parece respirarse aire vivificador».

La memoria de la institución que presenta Brunet permaneció presente a través de difusos recuerdos mencionados en algunas cátedras de diseño del país. Entre 1928 y 1968 existió una escuela en la que operaban talleres de artesanía, afiche, vestuario, cerámica, grabado, esmalte sobre metales, decoración de interiores, orfebrería, tapicería, juguetería y fundición, entre otras disciplinas. La Escuela de Artes Aplicadas de la Universidad de Chile fue el espacio de encuentro en el que distinguidas señoritas y añosos artesanos compartían sus días por amor al arte.

Pagando una módica matrícula se podía ingresar a las aulas de una vieja casona ubicada en Arturo Prat 1171, escogida particularmente por el fundador por «ser un centro popular».

Un prisma para mirar a Chile

Eduardo Castillo Espinoza lleva varios años de camino recorrido en la construcción de la historia del diseño nacional. El académico de la Escuela de Diseño de la Universidad Diego Portales primero publicó «Puño y letra: movimiento social y comunicación gráfica en Chile» (Ocho Libros, 2007) y hoy, tres años más tarde, habla con entusiasmo del libro en el que oficia como editor. «Artesanos, artistas, artífices» (Ocho Libros, 2010) reconstruye la historia de la Escuela de Artes Aplicadas de la Universidad de Chile (EAA) a través de cuatro artículos que suman 422 páginas ilustradas con decenas de imágenes que dan cuenta de la infinidad de creaciones que se debatieron, de principio a fin, entre el arte y el oficio.

Aprender haciendo

A fines de los años 20, Carlos Isamitt, gestor de la Escuela, instalaba la necesidad de crear un «foco de estudio y producción dignificadora de toda labor industrial». Él y su esposa, Beatriz Danitz, habían recorrido el país preocupados de documentar y continuar las creaciones regionales. A ojos de Castillo, «el anhelo de Isamitt apuntaba a repensar el proyecto de sociedad, de nación». Anhelo continuado con firmeza por José Perotti, director de la Escuela desde 1933 hasta 1956. La historia de la EAA se desarrollaró en el Chile que intentaba desarrollarse a través del modelo de crecimiento «hacia adentro».

El método de la Escuela exigía que los alumnos llegaran a cada taller con una propuesta de investigación y trabajo. El profesor trazaba las líneas generales y un asistente ayudaba en la praxis. La EAA estaba dividida en el Taller de Artes del Fuego, Artes del Metal, Artes Textiles y Artes Gráficas. Esta última rama será de suma importancia para el naciente diseño gráfico chileno, gracias al trabajo realizado en los cursos de grabado, impresión, afiche e impresión artística.

La Escuela, en su propia belle époque , contaba con tres planes de formación: artesanos, artífices y profesores. «Había un interés de los profesores de artes plásticas de la EAA por enseñar a ver, a apreciar, a entender cómo algo estaba elaborado», cuenta Eduardo Castillo. A comienzos de los 50, la Escuela dejó de formar maestros, dejando un profundo vacío en la docencia de las artes a nivel escolar.

Fue un período de búsqueda de identidad nacional. Los estudios de las expresiones populares (desde la recopilación de mitos y leyendas hasta la artesanía tradicional), se sumaron a las iniciativas prácticas de los profesores de la EAA y a la fundación, en 1942, del Museo de Arte Popular Americano.

Ya lo decía Walter Gropius, director de la Escuela alemana de Bauhaus: «No existe una diferencia esencial entre un artista y un artesano. El artista es un artesano de nivel superior». En Chile esa premisa fue objetada por décadas en los círculos de la alta cultura. El editor de «Artesanos, artistas, artífices» afirma que la EAA siempre estuvo «en la periferia de la Universidad de Chile» por su peligrosa frontera con los oficios.

El ocaso

El director José Perotti murió en 1956, tres años después de recibir el Premio Nacional de Arte, cuando iba camino a la Escuela a anunciar que jubilaría. El arquitecto Ventura Galván lo sucedió, con una gestión basada en la profesionalización. «Los oficios del yeso y de la greda comenzaron a perder terreno ante las posibilidades de proyectar. El oficio versus la profesión fue el debate que llevó a la institución a las puertas de la Reforma Universitaria», acota Castillo. A estas alturas, la industria aparece como un gigante lejano y obsoleto, ante el acelerado crecimiento de la tecnología.

La tendencia en Europa del debate entre arte y técnica venía suscitándose desde mediados del siglo XIX y se proyectó con fuerza en la primera mitad del siglo XX. En el período de posguerra se sumaron los avances técnico-científicos, lo que contribuyó a definir el discurso del diseño mundial. Cuando comenzó la discusión en Chile fue demasiado tarde para la EAA. Pese a lo anterior, es preciso señalar que al interior de la Escuela se gestaron las raíces del diseño gráfico, industrial, interior, de muebles, de vestuario, textil y paisajista.

Desde mediados de los años 60 el alumnado demandó a las autoridades una actualización de los contenidos impartidos en la EAA. Lo anterior, sumado a los constantes problemas económicos del plantel, implicó la reestructuración del proyecto. En 1968, con la Reforma Universitaria, las artes gráficas desembocaron en la naciente carrera de diseño, mientras que la mayor parte de las otras disciplinas pasaron a depender del Departamento de Artesanía de la Universidad de Chile, que sería cerrado a fines de 1973.

«Artesanos, artistas, artífices» en sus páginas finales recoge una interesante conclusión: «La Escuela fue un reducto que asignó valor y protagonismo a la cultura popular, pero siempre buscó el reconocimiento de la alta cultura (Bellas Artes)».

El pintor y académico Nelson Lagos expone sus razones en el libro: «Artes Aplicadas terminó destruida por los mismos artistas, porque para ellos el arte estaba sujeto a tres cosas básicas: pintura, escultura, grabado».

«La Escuela estaba formando diseñadores en una época en que no se sabía lo que era el diseño en el país, estaba formando gente para que ocupara otros espacios diferentes a las galerías de arte», cuenta Castillo ante un néctar de papaya. A su juicio, el lugar para exteriorizar el trabajo de la Escuela estaba en el espacio público y en las vitrinas. El editor del texto cree que el gobierno de la Unidad Popular pudo ser el escenario ideal para el desarrollo de las premisas de la Escuela. Incluso, el programa de gobierno de Salvador Allende contemplaba: «Volcar la capacidad productiva del país de los artículos superfluos y caros destinados a los sectores de altos ingresos hacia los artículos de consumo popular, baratos y de buena calidad».

Un movimiento importante fue la lograda identidad visual emanada desde el cartel: «Hay una tendencia generalizada por una búsqueda de un sentido social a los medios de comunicación», dice el diseñador Mauricio Vico. Hubo una dualidad de la función del afiche ligado a la protección social como a la industria cultural.

A juicio de Vico, los trabajos realizados por José Venturelli, Pedro Lobos, Santos Chávez y Carlos Hermosilla desde la EAA fueron claves en la «búsqueda de cierta iconografía local». Muchos diseñadores estuvieron vinculados a la Nueva Canción Chilena y, posteriormente, a la Unidad Popular.

La puerta abierta

¿Por qué no existe una institución similar a la EAA en la actualidad? «Pienso que hoy el diseño está pasando fuertemente por la investigación, no creo que una escuela de artes aplicadas tenga sentido. Sí lo tendría un instituto de investigación de diseño vinculado con la industria local», responde Mauricio Vico.

«Es muy importante continuar el debate que se daba, en términos de mirar a la sociedad chilena desde sus diversas esferas productivas y ver cómo puede surgir algo nuevo. Es un desafío pendiente», finaliza Castillo.

La EAA en la voz de sus ex alumnos

Jimmy Scott: «La escuela recibía a todo tipo de gente, sin discriminación social. Vi gente de provincia, de muy lejos».

Hugo Marín: «Yo iba a los cursos nocturnos, a los cuales asistía gente del medio más popular. Conocí a pocas personas, pero la relación y las cosas que se hacían me parecían interesantes. No había la cultura visual de un medio social y económico más desarrollado… eso era algo que se veía, se sentía».

Guillermo Wegener: «Los profesores motivaban al alumno para que desarrollara sus propios proyectos. Los alumnos proponían, y el profesor veía cómo acomodaba sus contenidos para que cada uno desarrollara lo que quisiera».

Anton Brike: «Si eras alumno de la escuela eras alumno de toda la escuela, no había talleres cerrados, uno podía ver todo».

Polimnia Sepúlveda: «Teníamos clases hasta el sábado. Y como había clases todos los días, dejábamos nuestro trabajo ahí mismo con los materiales, por lo que teníamos oportunidad de tener períodos de trabajo relativamente largos».

* Testimonios extraídos del artículo «Arte y modernidad en torno a la Escuela de Artes Aplicadas», de Hugo Rivera-Scott.

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