Una nueva historia de la humanidad, escrita por el antropólogo David Graeber (muerto en 2020) y el arqueólogo David Wengrow, intenta dar un vuelco a la historia de la civilización, invitándonos a imaginar cómo nuestras sociedades podrían ser radicalmente diferentes.

La historia estándar de la humanidad va más o menos así. Hace alrededor de 300.000 a 200.000 años, el Homo sapiens evolucionó por primera vez en algún lugar del continente africano. Durante los siguientes 100.000 a 150.000 años esta especie resistente y adaptable se trasladó a nuevas regiones, primero en su continente de origen y luego a otras partes del mundo. Estos primeros humanos moldearon el pedernal y otras piedras en hojas cortantes de complejidad creciente y usaron sus herramientas para cazar la megafauna de la era del Pleistoceno. A veces, ellos inmortalizaron estas cacerías, talladas en las rocas o pintadas en gloriosos murales en las paredes y cielos de las cuevas en lugares como Sulawesi, Chauvet y Lascaux.
Entonces, hace unos 10.000 años, los humanos comenzaron a cultivar, cambiando la recolección y la caza por la domesticación y el asentamiento permanente. Las comunidades se volvieron más densas y complejas, lo que requería un fuerte liderazgo para administrar los recursos de manera efectiva y sistemas de escritura para realizar un seguimiento de quién producía qué. Este fue un mal negocio para los agricultores, que ahora tenían que trabajar muchas más horas en los campos que como cazadores y recolectores, pero también producían un excedente de alimentos que permitía a otros miembros de la comunidad especializarse en nuevos trabajos, como artesanos, sacerdotes, escribas y contadores. Finalmente, los primeros Estados surgieron para coordinar los complejos arreglos sociales que siguieron y para defender a sus poblaciones contra otros competidores. En última instancia, esos Estados se incorporaron a los primeros imperios del mundo antiguo, instalando a la humanidad en la senda hacia el presente. De la humanización, obtenemos la agricultura; de la agricultura, obtenemos la ciencia; a través de la ciencia, obtenemos el mundo moderno.

Llamemos a esto la Narrativa Estándar. Es una historia muy conocida, y una que ha tenido mucho tiempo para desarrollarse. Es posible que se la haya encontrado en varios lugares: una clase de historia del mundo en la escuela secundaria, un curso de “Civilización Occidental” en la universidad o en una de las muchas y populares “grandes historias” de la especie humana escritas en el transcurso de los siglos XX y XXI. En esta última categoría tenemos obras como el documental de Jacob Bronowski El ascenso del hombre, que se emitió por primera vez en la BBC en la década de 1970; Armas, gérmenes y acero (1997), de Jared Diamond, que también recibió el tratamiento televisivo en la PBS estadounidense a principios de la década de 2000; y, más recientemente, el super ventas Sapiens: de animales a dioses (2014), de Yuval Noah Harari, que ha sido traducido del hebreo original a la impresionante cantidad de sesenta idiomas, además de aparecer como una novela gráfica. Y esas son solamente las historias donde la narrativa humana ocupa un lugar central. Para el lector que busca un lienzo histórico aún más grande, está La gran historia de todo (2018), de David Christian, y el Big History Project, que lleva a los estudiantes a través de casi 14.000 millones de años de historia desde el Big Bang hasta la actualidad, un proceso que toma, según el sitio web Big History Project, aproximadamente seis horas de estudio auto guiado.
Que estas historias han sido y continúan siendo increíblemente populares casi no hay que decirlo; según el sitio web de su autor, Sapiens: de animales a dioses ha vendido más de dieciséis millones de copias en todo el mundo. Acceder a estas narraciones de los orígenes de nuestra especie y la posterior evolución social y política nunca había sido tan fácil. Los nuevos descubrimientos de la historia humana en sus inicios a menudo aparecen en las noticias, producto de nuevas tecnologías como el “lidar” de exploración del suelo o el análisis del ADN antiguo. Incluso algunos de los mayores éxitos de las civilizaciones del Creciente Fértil circulan en la cultura popular contemporánea. De manera encantadora, Ea-Nasir, el comerciante sumerio que guardó las tabletas de quejas que recibió sobre sus entregas de cobre de baja calidad, se ha convertido en un meme recurrente en Internet. Pero, ¿de dónde vienen estos tratamientos de la historia humana? ¿Cuál es su historia? Y también, ¿qué sucede si esta narrativa evolutiva popular y omnicomprensiva está equivocada?

Esta es la premisa de apertura de El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad, del difunto antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow. El producto de una juguetona colaboración de una década, El amanecer de todo iba a ser el primero de una serie de al menos cuatro libros, una síntesis de amplio alcance que buscaba ser nada menos que un gran diálogo sobre la historia humana. El manuscrito se terminó en agosto de 2020, menos de tres semanas antes de la muerte de David Graeber, a la edad de cincuenta y nueve años. Este hecho, y la reputación internacional de Graeber como practicante tanto de la anarquía como de la antropología, pesa necesariamente sobre cualquier intento de reseñar lo que terminó siendo su último libro. Como señala Wengrow en el prólogo dedicatorio, Graeber se comprometió a vivir sus ideas sobre la justicia social y la liberación, a dar esperanza a los oprimidos e inspirar a otros a seguir su ejemplo; este espíritu impregna el libro y sus argumentos. El amanecer de todo es una entrada fascinante, radical y traviesa en un género en apariencia exhaustivamente transitado, la gran historia evolutiva de la humanidad. Busca nada menos que cambiar por completo los términos en los que se basa la Narrativa Estándar.
El amanecer de todo es una entrada fascinante, radical y traviesa en un género en apariencia exhaustivamente transitado, la gran historia evolutiva de la humanidad. Busca nada menos que cambiar por completo los términos en los que se basa la Narrativa Estándar.
Como sostienen en la introducción, Graeber y Wengrow no se propusieron originalmente escribir una historia total de la humanidad. La pregunta original, que plantearon por primera vez en un artículo de 2018 publicado en la revista Eurozine, fue: “¿Cuáles son los orígenes de la desigualdad social?”. Y, sin embargo, como descubrieron rápidamente, este marco parecía limitar innecesariamente el campo de investigación, dando lugar a contorsiones intelectuales como intentar calcular los coeficientes de Gini para los asentamientos paleolíticos y dejar que Jean-Jacques Rousseau dictara los términos del compromiso intelectual. En cambio, Graeber y Wengrow terminaron con dos proyectos vinculados, que se unen en este libro. El primero es mostrar que la Narrativa Estándar fue el producto de una respuesta conservadora a una crítica de los pueblos indígenas norteamericanos de la sociedad europea y la desigualdad política en el siglo XVIII. La segunda es considerar la evidencia de lo que los humanos del Paleolítico y sus descendientes han estado haciendo realmente a lo largo de los milenios, independientemente de qué tan bien o mal se ajuste esa evidencia a los términos que la Narrativa Estándar nos ha llevado a esperar.
La Narrativa Estándar es, de hecho, significativamente más antigua de lo que la mayoría de los lectores del siglo XXI sospechan. Aunque ampliada por la investigación arqueológica y paleoantropológica en el siglo XX, la forma original de la Narrativa Estándar data del siglo XVIII. El encuentro colonial europeo con el Nuevo Mundo —no solamente América del Norte y del Sur, sino también Australia y el Pacífico— creó las condiciones en las que los hombres de letras (y de la política) europeos se enfrentaron a la evidencia de formas completamente diferentes que los humanos habían elegido para conducir sus asuntos. También se enfrentaron a tierras agrícolas enormemente ricas, a la perspectiva de un comercio lucrativo de minerales, especias y otras materias primas, y al espectro inminente de otra potencia europea con mentalidad expansiva que llegaría y se llevaría el premio primero.
Los argumentos especulativos sobre la naturaleza de los derechos, la igualdad y la propiedad pueden haberse presentado en los salones y cafés de Edimburgo y París, pero estos argumentos se construyeron sobre una base de evidencia reunida en ultramar —y su aplicación tuvo consecuencias muy reales y concretas en la violencia, la expropiación de tierras y otras formas de despojo para las personas que ya vivían en las muchas sociedades que se encontraban en estos mundos recién descubiertos por los europeos. Fue en este contexto que comenzaron a aparecer los primeros argumentos sobre la progresión evolutiva de la humanidad a través de una serie de etapas universales de subsistencia y desarrollo social, desde la caza y la recolección hasta el pastoreo, la agricultura y el Estado administrativo. Estos argumentos basados en etapas se pueden ver no solamente en la obra de figuras como Rousseau y Thomas Malthus (quienes no estaban de acuerdo en un gran número de otras cosas), sino también en la obra de economistas, filósofos e historiadores como Adam Smith, Immanuel Kant y A. R. J. Turgot.
Pero estas intervenciones historiográficas —que la Narrativa Estándar es una herencia de la Ilustración cuyas motivaciones y orígenes merecen un examen más detenido— son solamente una parte del argumento de Graeber y Wengrow. De manera crucial, también argumentan que la creación de estas teorías de estadios fue la respuesta directa no solamente a la experiencia europea de las culturas del Nuevo Mundo, sino específicamente a la experiencia europea de una fuerte crítica, proveniente de los propios intelectuales y líderes políticos del Nuevo Mundo, ya sea directamente , o transmitidos a través de comentaristas europeos que informaban desde la Nueva Francia sobre las ideas y leyes indígenas que regían la generosidad y la riqueza material, el crimen y el castigo, la libertad y el poder político. El amanecer de todo se concentra particularmente en el brillante estadista e intelectual wyandot (hurón) del siglo XVII Kondiaronk, un oponente frecuente y compañero de debate del gobernador francés en Montreal cuyos argumentos y perspectivas fueron preservados en una serie de diálogos escritos por el (no particularmente exitoso) soldado francés Louis-Armand de Lom d’Arce, más conocido como Lahontan.
Con esto, Graeber y Wengrow atacan frontalmente décadas de estudios que han asumido que las figuras indígenas que aparecen en diálogos como el de Lahontan fueron completamente confeccionadas, sea debido a las muchas florituras retóricas clásicas, que parece poco probable que tengan antecedentes algonquinos, iroqueses o wyandot, o debido a un supuesto de inconmensurabilidad esencial entre los representantes de dos pueblos y sistemas de gobierno muy diferentes. Pero si seguimos a Graeber y Wengrow, tomando en serio a Kondiaronk y su recepción en Europa, podemos ver cómo un conjunto de ideas sobre la libertad y la naturaleza de la libertad de un pensador indígena en particular fue traducido y trasplantado a otro conjunto de argumentos de la Ilustración europea, donde, sostienen Graber y Wengrow, se fundieron las ideas siguiendo un tránsito transatlántico similar y provocaron, en cambio, una reacción conservadora tan exitosa que dio lugar a una teoría basada en la evolución a través de etapas establecidas de desarrollo social y político, que continúa hasta el día de hoy.
Esta ruta es, sin duda, un largo paseo por el Paleolítico, y está muy lejos del ámbito normal y manido de la mayor parte de las obras de la Narrativa Estándar. Pero este argumento es importante, tanto para Graeber y Wengrow, como para comprender su obra. Nos permite conectar los puntos entre la crítica del siglo XXI de, por ejemplo, el continuo énfasis en la idea de una revolución agrícola como un umbral en el desarrollo humano (porque no tiene en cuenta las actividades multifacéticas de recolección de alimentos de una gran parte de la población mundial y claramente hizo una labor útil para justificar la expropiación colonial) y las condiciones reales tanto del intercambio intelectual y político como de la colisión entre indígenas y europeos en el siglo XVIII. Pero entonces, habiendo establecido que la Narrativa Estándar del desarrollo humano tal vez no esté tan basada en hechos objetivos como cabría esperar, Graeber y Wengrow se embarcan en un recorrido de aproximadamente 10.000 años de historia humana explorando nueva evidencia de que el registro de la vida social y el comportamiento político humanos también es mucho más diverso y creativo de lo que podríamos pensar.
En su examen de “las proteicas posibilidades de la política humana”, Graeber y Wengrow siguen la historia humana desde el final de la Edad de Hielo hasta el siglo XVIII, desde África y Eurasia hasta Oceanía y las Américas. Este es un vasto lienzo temporal y geográfico, y los autores se apresuran a admitir que la mayor parte de esta historia es esencialmente imposible de conocer. Y, sin embargo, en el transcurso de los últimos dos siglos, los practicantes de lo que ahora llamaríamos arqueología y antropología han reunido evidencia de una asombrosa variedad de prácticas políticas y sociales humanas. Gran parte de esta evidencia, sostienen Graeber y Wengrow, contradice tanto la sabiduría recibida del siglo XIX como de principios del XX (que existe un camino teleológico establecido desde la caza y la recolección hasta la agricultura y la “civilización” y que recorrerlo fue un desarrollo evolutivo positivo) y argumentos más recientes —presentados, por ejemplo, por James C. Scott— de que la agricultura a menudo era un error, pero en el que muchas sociedades quedaron atrapadas de todos modos.
Lo que muestran Graeber y Wengrow es que la historia humana está llena de ejemplos de experimentos salvajes con diferentes formas de organización social. Nunca ha habido un camino único.
Lo que muestran Graeber y Wengrow, basados en estudios arqueológicos recientes y en algunos casos no tan recientes, es que la historia humana está llena de ejemplos de experimentos salvajes con diferentes formas de organización social. Nunca ha habido un camino único o un marco determinista que condicionara cómo “debería” ser la historia humana, ni aparentemente nunca ha habido una estructura social que no haya generado en última instancia, y a veces rápidamente, disenso y rechazo. (Si el lector acepta una verdad esencial sobre la humanidad a partir de este libro, podría ser que somos, en el fondo, una especie de Bartlebys, una y otra vez declarando “preferiría no hacerlo”). El ritual y la experimentación —o, como los autores prefieren llamarlo, “juego”— siempre han desempeñado un papel enorme en los asuntos humanos, ya sea en la invención de diferentes tipos de organización política, en la creación de sistemas de cultivo de alimentos, o en la derivación de la propiedad pública, cívica y, a veces, privada.
Las consignas de los libros de estudios secundarios sobre la historia mundial caen a la izquierda y a la derecha. Durante el arco de los últimos 10.000 años, nos dicen Graeber y Wengrow, la gente ha cazado o recolectado en entornos ricos en recursos; practicó cultivos ocasionales en regiones aluviales; hacía jardines y huertos botánicos y construía en pequeñas escalas individualizadas; y ocasionalmente, en algunas circunstancias bastante específicas e inusuales, cultivaba granos y se empleaban sistemas de escritura para rastrear y pagar impuestos con él. Muchas comunidades parecen haber probado la agricultura por un tiempo y luego optaron por no seguir, sin una correlación aparente con el tamaño de sus asentamientos o la orientación autoritaria o igualitaria de su sistema de gobierno. Las sociedades se han organizado en muchas configuraciones diferentes basadas en conceptos de vecindario, parentesco, unidad familiar o fracción —una afiliación social o ritual que divide a una sociedad más grande en dos subgrupos— y han extendido estas relaciones a través de áreas tan pequeñas como un solo valle o tan grande como una masa de tierra continental. La organización de grandes grupos de personas a menudo implicó un gobierno autoritario, de arriba hacia abajo, a través de reyes o autócratas, pero no siempre fue así, y el hecho de que este modo de gobierno ocupe un lugar tan importante en las historias de las civilizaciones urbanas clásicas de la Media Luna Fértil, por ejemplo , probablemente tenga más que ver con las perspectivas y expectativas políticas de los arqueólogos británicos del siglo XIX que con el predominio real de esas formas en el largo arco de la historia de Mesopotamia.
El astuto lector, por supuesto, notará cuánto se cubre en esos dos últimos párrafos. Como señalan Graeber y Wengrow, la mayor parte de la historia humana es esencialmente incognoscible. Incluso para aquellos períodos en los que existen algunos materiales, nuestro registro de evidencias es escaso. Algunas localidades se conservan mejor que otras: un sitio arqueológico en un desierto o en una isla seca del Mediterráneo o incluso al borde de un lago glacial en los Alpes tiene más posibilidades de conservación (y, por lo tanto, de un estudio exhaustivo) que uno cubierto por la selva tropical o construido sobre pantanos regularmente inundados.
Sin embargo, dada esta inescrutabilidad del pasado, ¿qué conclusiones podemos sacar? Por un lado, Graeber y Wengrow preguntan, ¿por qué deberíamos actuar como si ciertos sitios fueran paradigmáticos cuando, de hecho, podrían ser singulares y extraños? ¿Por qué debería asumirse por defecto una sociedad monárquica o autoritaria? ¿Qué sitios, y sus culturas, han sido y continúan siendo leídos como precursores de la modernidad, “adelantados a su tiempo”, mientras que otros se descartan como extrañas anomalías que no pueden completamente entendidas? ¿Por qué, de hecho, dejar ciertos tipos de huellas materiales debe tomarse como un signo del éxito de la civilización? Por otro lado, un crítico de Graeber y Wengrow podría protestar, si la evidencia material de la mayor parte de la historia humana es inaccesible, los mundos imaginativos de la mayor parte de la historia humana lo son aún más. Juego, ritual, significado: todos estos estados internos se fosilizan mal o no se fosilizan en absoluto. Graeber y Wengrow están trabajando desde un espacio de conjeturas, realizando su propio experimento de imaginación juguetona. Y, sin embargo, el libro presenta un caso sólido sobre que estos son experimentos que vale la pena probar, aunque solamente sea porque muchas otras conjeturas, mucho menos imaginativas, han dominado durante tanto tiempo.
Al estar en el negocio de deconstruir las grandes narrativas, Graeber y Wengrow no están interesados en ofrecer una gran narrativa propia alternativa. Aunque son críticos con la condición humana contemporánea (y, en 2020 o 2021, ¿quién no lo sería?), El amanecer de todo no construye su trama como una historia del ascenso y el declive de la humanidad. Si nos hemos quedado “atascados”, como escriben Graeber y Wengrow tanto al principio como al final del libro, el ímpetu narrativo de este trabajo es brindarnos un conjunto más amplio de posibilidades imaginativas y recordar a los lectores que los arreglos sociales y políticos puede ser rechazados, reelaborados, reorientados y rehechos. Todo lo que tenemos que hacer es alejarnos o comenzar a experimentar con las posibilidades y ver a dónde nos lleva eso. Es demostrable que, como especie, lo hemos hecho muchas veces antes.
Si nos hemos quedado “atascados”, como escriben Graeber y Wengrow, el ímpetu narrativo de este trabajo es brindarnos un conjunto más amplio de posibilidades imaginativas y recordar que los arreglos sociales y políticos puede ser rechazados, reelaborados, reorientados.
Hay que admitirlo: El amanecer de todo no es una lectura particularmente ligera o fácil. (También es un poco más largo que la mayoría de las obras comparables. Sapiens, que se asemeja a un pequeño ladrillo en su formato de bolsillo para el mercado masivo, tiene aproximadamente dos tercios de esta longitud). Es erudito, convincente, productivo y, con frecuencia, notablemente divertido, pero las comparaciones con las obras populares de la gran historia humana, es jugar con juegos de un género muy diferente. Con frecuencia, los argumentos de Graeber y Wengrow me hicieron pensar más en obras recientes de ciencia ficción, y no solamente porque hay referencias destacadas al cuento de Ursula K. Le Guin “Los que se alejan de Omelas”. Por una parte, esto no es sorprendente —la ciencia ficción ha sido durante mucho tiempo el hogar de ejercicios imaginativos en diferentes arreglos sociales y políticos—. Por otra parte, tal vez sea deprimente que las únicas otras historias de arreglos políticos comunitarios alternativos que podrían venir inmediatamente a la mente, presenten todas a personas del futuro lejano que viven en naves espaciales.

Un efecto secundario de la narrativa estándar es que viene con una imaginación política bastante limitada. En la prisa por explicar cómo llegamos desde allí (antropogénesis) hasta aquí (el triunfo del hombre sobre la naturaleza, el incipiente colapso ecológico, el ambiguo triunfo del capitalismo neoliberal, cosas como esas), el rango de posibilidades históricas se va recortando con cada milenio que pasa hasta que el único futuro que parece haber sido posible es aquel en que nos encontramos ahora. Esto es en parte un efecto de escala: si se mueve el punto de partida aún más hacia el Big Bang (14 mil millones de años), mantener abiertos muchos futuros posibles se vuelve aún más inmanejable. Incluso en una línea de tiempo más corta, de solamente 3.85 millones de años (el surgimiento de Australopithecus afarensis), de 2 millones de años (Homo erectus, Homo habilis) o de 300.000 años (Homo sapiens), se comprende cómo una gran historia humana podría tender hacia una compilación de los grandes éxitos de la especie. Pero, como señalarían Graeber y Wengrow, las elecciones que hacemos sobre lo que cuenta como los principales puntos de inflexión en el desarrollo humano no se hacen en el vacío; privilegian ciertas concepciones de la historia y de quién cuenta en ella. Simplemente, a fuerza de su forma, estas narraciones tienden a naturalizar más que a hacer menos familiar el estado actual del mundo. El amanecer de todo, por el contrario, quiere restaurar un sentido de lo contingente, dejar en claro cuán inusual es la configuración homogéneamente llena de Estados del mundo actual.
El amanecer de todo también es un caso atípico en otro frente. Hace mucho que pasamos de la era en la que la convención aceptada era referirse al “hombre de Paleolítico” como un término neutral universal, pero que —como señaló Alison Bashford en un ensayo en 2018 (“Deep Genetics: Universal History and the Species”, en History and Theory, 57)— mucha gente que escribe sobre la historia evolutiva de la especie continúa dejando fuera a las mujeres. En El amanecer de todo, por el contrario, el análisis de género se extiende a lo largo de todo el libro. Como escriben Graeber y Wengrow, “las mujeres, su trabajo, sus preocupaciones y sus innovaciones se encuentran en el núcleo de esta comprensión más precisa de la civilización”.
El primer cultivo de plantas probablemente fue realizado por mujeres; las matemáticas complejas del tipo que fueron por primera vez registradas en documentos cuneiformes o dadas en forma material en la arquitectura de templos complicados, parecen haberse derivado y desarrollado a partir de “prácticas concretas como la geometría del espacio y el cálculo aplicado de la cestería o del trabajo con cuentas”. “Lo que hasta ahora ha pasado por ‘civilización’”, escriben Graeber y Wengrow, “podría no ser más, de hecho, que una apropiación de género —por parte de los hombres, grabando sus nombres en piedra— de algún sistema anterior de conocimiento que tenía a la mujer en su centro”. Las mujeres participaron en los cabildos de los pueblos y las asambleas de las ciudades junto con los hombres en la era predinástica de Mesopotamia, fueron recordadas en inscripciones como poderosas gobernantes y médiums espirituales en los últimos siglos del período clásico maya, y en ocasiones ejercieron un enorme poder religioso, político y económico como consagradas a un dios en los períodos Tercero Intermedio y Tardío de Egipto. Ciertamente, estos ejemplos no eran universales y, como señalan Graeber y Wengrow, es innegable el surgimiento histórico del poder patriarcal y el declive del poder de las mujeres dentro de los hogares y en la sociedad en general. Sin embargo, por qué disminuyó el poder de las mujeres es exactamente el tipo de pregunta que Graeber y Wengrow quieren incitar a los lectores (y a los futuros investigadores) a formular.
La organización de grandes grupos de personas a menudo implicó un gobierno autoritario, de arriba hacia abajo, a través de reyes o autócratas, pero no siempre fue así, y el hecho de que este modo de gobierno ocupe un lugar tan importante en las historias de las civilizaciones urbanas clásicas, probablemente tenga más que ver con las perspectivas y expectativas políticas de los arqueólogos británicos del siglo XIX que con el predominio real de esas formas en el largo arco de la historia de Mesopotamia.
Dada la naturaleza radical de muchas de las afirmaciones del libro, vale la pena preguntarse: ¿Cómo se sostiene la evidencia? Otro reseñista (Daniel Immerwahr, “Beyond the State”, en The Nation 20-09-2021) ha criticado fuertemente las afirmaciones del libro sobre las experiencias diferenciales de los colonos y los cautivos indígenas en el siglo XVIII, aunque esa queja en particular no se sostiene. (Examinando la fuente relevante, el tema gira en torno a una línea ambigua en lo abstracto, que fue malinterpretada; la evidencia reunida en el texto mismo, una disertación de 1977, respalda el argumento de Graeber y Wengrow, aunque esto parece haber requerido a veces leer la evidencia contra las conclusiones a las que originalmente llegó el propio autor de la disertación). Sin revisar todas las fuentes del libro, no puedo decir con certeza que los autores nunca se extralimitaron en sus afirmaciones, pero en las áreas en las que tocaron directamente mis intereses académicos, las sorpresas se sostienen bajo la investigación subsiguiente.
Como escriben Graeber y Wengrow en la conclusión, ellos optaron deliberadamente por no escribir al modo académico tradicional, en el que uno enumera toda la evidencia disponible y sus interpretaciones y luego presenta un caso considerado de por qué se prefiere una interpretación sobre otra (o por qué todos se han equivocado antes de ofrecer un nuevo análisis). El desafío aquí es, en parte, uno de alcance: dado el territorio conceptual, geográfico y temporal cubierto, Graeber y Wengrow habrían terminado con un libro aún más largo, y uno que probablemente dejaría a los lectores con la sensación de que los “autores están librando una batalla continua contra demonios que, en realidad, apenas tienen unos centímetros de altura”. En cambio, ellos eligen sintetizar primero y criticar después, y solamente cuando es necesario señalar directamente las fallas en la narrativa dominante.
Este razonamiento es comprensible, pero también una fuente de ocasional frustración. Como lectora, me encontré deseando que Graeber y Wengrow mencionaran algunos nombres, que nos dijeran exactamente a quién se le ocurrieron estos fragmentos de pensamiento civilizatorio y teoría evolutiva que han impregnado tanto el pensamiento contemporáneo y nos han traído tantas conclusiones restrictivas. Sería interesante ver más casos donde otros analistas del gran arco histórico de la humanidad han cuestionado el relato dominante, otros momentos donde la Narrativa Estándar se vio sometida a tensión. El marco teleológico del desarrollo de herramientas de piedra, por ejemplo, comenzó a resquebrajarse en la década de 1930 bajo las fuerzas combinadas de sistemas rudimentarios de datación geológica interregional (que establecieron la contemporaneidad) y la evidencia de que se había fabricado una variedad mucho más amplia de herramientas de piedra en muchas partes del mundo. Por supuesto, esto también podría explicar por qué, en la Narrativa Estándar, las culturas de herramientas del Paleolítico caen en un vasto período “arcaico” (como Graeber y Wengrow describen en el capítulo tres), donde las metáforas dominantes para el desarrollo sociocultural humano son los babuinos y otros primates sociales, y el umbral transformador se desplaza en el tiempo hacia el cultivo agrícola.
Ciertamente, formular los argumentos que Graeber y Wengrow quieren formular a menudo parece haber requerido una lectura contra la corriente historiográfica o prestar mucha atención al trabajo de personas que han pasado de moda o que fueron excluidas de la sociedad académica por completo. (Por otro lado, Rousseau es identificado en un momento como “un músico suizo, por demás no especialmente relevante, del siglo XVIII”). Las fuentes citadas son muy variadas y a veces más antiguas de lo que cabría esperar: de los antropólogos de comienzos del siglo XX de la escuela de Franz Boas logran una presentación sorprendentemente buena, principalmente porque ellos realizaron exactamente el tipo de estudios etnográficos detallados de las comunidades indígenas con diversas estructuras sociopolíticas en los que los autores están más interesados.
“Lo que hasta ahora ha pasado por ‘civilización’”, escriben Graeber y Wengrow, “podría no ser más, de hecho, que una apropiación de género —por parte de los hombres, grabando sus nombres en piedra— de algún sistema anterior de conocimiento que tenía a la mujer en su centro”.
Y, sin embargo, una vez que se empieza a pensar como Graeber y Wengrow, es difícil parar. Para mis propios fines, recientemente volví a otra colección de escritos arqueológicos de mediados del siglo XX. “Caminos hacia la vida urbana: consideraciones arqueológicas de algunas alternativas culturales” fue el título de un simposio realizado en Burg Wartenstein, Austria, en julio de 1960, financiado por la Fundación Wenner-Gren para la Investigación Antropológica, organizado por Robert J. Braidwood de la Universidad de Chicago y Gordon R. Willey de Harvard. Braidwood y Willey estaban inmersos en lo que Graeber y Wengrow identificarían como el ethos evolutivo social, que pronto alcanzaría su apogeo cuantitativo en el simposio “El hombre cazador” celebrado en la Universidad de Chicago solamente unos años después. Al organizar el simposio, Braidwood y Willey estaban interesados en comprender qué llevó a las personas a los “umbrales de la civilización urbana”, como la definieron: los “diferentes grados de intensificación” de la producción de alimentos, la transición de recolectar alimentos a producirlos y “el eventual surgimiento de la vida y la civilización de la ciudad”. La estructura del simposio reflejó su orientación evolutiva social, al igual que las conclusiones interpretativas a las que llegaron al final de la reunión de una semana.
Sin embargo, si se lee la discusión del simposio a contrapelo, aparecerán anomalías: casos en los que aparentemente se alcanzó el “umbral de cultivo” y luego una sociedad se alejó rápidamente de nuevo, o en los que aparecieron patrones de desarrollo en lugares inesperados, sin seguir ninguna regla ecológica o evolutiva perceptible. Algunas definiciones operativas, como el umbral establecido para la agricultura en Mesoamérica, se basaron en rasgos que podían aparecer y con frecuencia aparecían de manera completamente independiente de los fenómenos sociales que se creía que indicaban. En otros puntos, Braidwood y Willey admitieron haber tenido que llenar grandes vacíos de evidencia con juicios post facto y sus mejores conjeturas inferenciales.
Una y otra vez parecían surgir ciertos hábitos de pensamiento que privilegiaban determinados arreglos de Estados y poderes incipientes y dejaban de lado otros como rarezas o fracasos, insignificantes como datos para construir una gran teoría del desarrollo humano. Un lado de la balanza ya estaba inclinado bajo el peso acumulado de metáforas y heurísticas políticas heredadas de la Ilustración, refinadas en las dominantes décadas imperiales del siglo XIX, y reforzadas y renovadas por las ciencias sociales de mediados de siglo. Braidwood, Willey y los demás participantes del simposio llegaron a conclusiones que sintieron respaldadas por sus datos y alineadas con el impulso teórico dominante de su momento. Y, sin embargo, se debe preguntar a qué otras conclusiones podrían haber llegado si hubieran probado con otra heurística.
La Narrativa Estándar no desaparecerá en un tiempo cercano. Tiene la longevidad de su parte y una alambicada historia intelectual, sin mencionar la continua atracción popular, si esos dieciséis millones de copias de Sapiens de Harari, vendidas en la última década, son un indicio. Pero Graeber y Wengrow no están tratando de competir o derrotar a la Narrativa Estándar: están experimentando y jugando con una forma diferente de ver la evidencia y la historia de los humanos y de observar qué nuevas configuraciones de poder social e ideales políticos podrían resultar. En su narración no hay telos, no hay flecha de la historia. Solamente existe la humanidad, creativa y juguetona y violenta y cariñosa, imaginando nuevos mundos sociales y luego yendo a intentar probarlos.
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