La propiedad de las palabras

¿Qué hacer con los libros que se dan de baja en las bibliotecas? ¿O con con los piratas, mal impresos, mal editados o no deseados? La propuesta de este artículo es formar nuevos textos y diálogos con ellos, recortándolos, siguiendo a Tristán Tzara y a Brion Gysin. Una medida que no debería impactar a los más bibliófilos, porque como decía Ray Bradbury, el olvido es el destino más trágico para los libros. 

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“Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será”

Pierre Menard, autor del Quijote.

 

Hace 4 años tropecé con una edición personal de Braulio Arenas, 1962, rematada por doscientos pesos en una vieja casa chilota invadida por la humedad y la invisibilidad, a pesar de estar a pasos del corazón del pueblo. La segunda biblioteca pública más antigua del país se ha cambiado 4 veces de casa, dejando atrás libros y rincones invadidos por arañas y fantasmas de incendios veraniegos.

El ejercicio de liberar ejemplares es obligatorio para todas las bibliotecas del mundo, por más ominoso que sea. Según la cartilla de registros de préstamos, Braulio no salió a las calles de Ancud por 3 décadas excepto en mudanzas. Lo sugieren también ausencias de marcas digitales sobre las páginas, trazas de plegados, u otras señas de intervención fuera del óxido de los corchetes y los enormes timbres institucionales.

Libros de baja

Libros de baja

Hace 2 años, entre bolsas de basura, a las puertas de la biblioteca pública de Futaleufú, encontré una caja que me hizo pensar en niños expulsados del orfanato. Convivían esporádicamente una antología de Philip Dick, Payasadas de Kurt Vonnegut, una biografía del bastardo irlandés que raya en ejercicio de militar fanático, y una edición firmada de ¡Cómeme, perro! de Sofanor Tobar Carvajal.

Libros perdidos en bibliotecas en un país de lectores escasos, aún así libros que se resisten a  renunciar al sueño de perderse de mano en mano a pesar de pesar en mudanzas y mochilas.

Existe un pacto secreto entre ladronzuelos medianamente civilizados, según el cual no te robarían la billetera, pero no tienen problemas en anclar tu libro a sus hogares indefinidamente. Algo parecido pasa con los encendedores. El fuego, símbolo del secreto robado a los dioses, resiste a ser propiedad privada de igual manera que el conocimiento.

Existe un pacto secreto entre ladronzuelos medianamente civilizados, según el cual no te robarían la billetera, pero no tienen problemas en anclar tu libro a sus hogares indefinidamente.

Porque al fin y al cabo ¿a quién pertenecen las palabras? ¿Es correcto proclamar autoría sobre un libro comprado alguna vez y olvidado, leído a medias, o acaso sobre un verso en particular, propio o ajeno? ¿Puedo sostener que los siguientes fragmentos de Melville le pertenecen?

Reinó el silencio en la desierta cubierta/ la tripulación se quedó como hipnotizada/ los marinos se miraron unos a otros maravillados y fascinados/ no tardaron en ver al fantasma que se disipaba en el horizonte marino// Hacia ti ruedo, ballena omnidestructora. //Debajo del agua, la ballena pasó estremeciéndose sobre el alma. // Arriba el timón, pues.

El párrafo previo es el resultado de un ejemplar de Moby Dick, edición Colicheuque, en manos del sexto B de la biblioteca escolar «Sueños de Libros», además de pegamento y tijeras. Resúmenes de 70 páginas arrumbados tras el mostrador por años, comprados por un Departamento de Lenguaje del que no queda ningún miembro original, en el proceso de diseñar un plan lector para la Escuela Oriente de Quellón. Ediciones recortadas bajo la lógica de una economía socialdemócrata, de coberturas ambiciosas y presupuestos sospechosos. Un libro por alumno para leer en vacaciones y en marzo evaluaciones sumativas. Ediciones bucaneras, donde es imposible encontrar nombres de traductores, editores, responsables algunos del emprendimiento de no ser por la dirección de una imprenta, vestigio de una época anterior a la fiebre de los logos institucionales e ISBNs.

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Biblioteca escolar «Sueños de libros»

En colegios no es difícil encontrar libros preciosos, aparatosos, olvidados en cajas sin abrir, muebles, o detrás de mostradores. Libros de texto de años pasados junto a propaganda institucional del Ministerio del interior o el Ministerio de la Verdad. Manuales acumulando polvo, envueltos en el plástico en que llegaron y que dan ganas de ver arder en un sacrificio al dios del dinero mal administrado.

Cualquier invitación a llevar libros a una pira funeraria tiene el sabor del sacrílego inevitable. El fantasma de Nerón en la imaginación de copistas. Sin embargo, según Ray Bradbury hay un destino aún más trágico para los libros, el olvido.

Las palabras de Melville en el coro de voces y ánimos de niños quelloninos salvan a la editorial Colicheuque de la infamia, a la vez que presentan una duda sobre el destino de las palabras.

En muchos hostales es común encontrarse bibliotecas improvisadas por viajeros escasos de espacio. Esquinas fugaces, multilengua, paraísos para la espontaneidad y el azar y el robo. El mundo cambia rápido: en un Santiago que ya no reconozco, los quiosqueros regalan libros por abrazos. Poco a poco se encienden las conciencias lectoras y se multiplican espacios de lectura en voz alta.

Aún así, siempre habrá libros que han agotado su vida útil, y que pueden servir a mejores propósitos antes de terminar en el fuego, aunque sea por recobrar el placer profano que nos invadía escuchando Pink Floyd a fin de cada año, arrugando cuadernos y deshojando manuales institucionales.

Recorte de Zara

Recortes de Tristán Tzara

Según William Burroughs, Tristán Tzara introdujo un juego durante una reunión surrealista en la casa de André Bretón por el año 20, en la que versos en trozos de papel se recolectan pasando un sombrero al revés, invitando al azar a ser maestro de ceremonias en la lectura de un poema colectivo. La tertulia terminó con Bretón expulsando al dadaísta, acto que se repitió unos años después con Brion Gysin, dos días antes de que el pintor de 19 años expusiera junto a Ernst, de Chirico, Picasso, Man Ray, Magritte, Duchamp y Dalí. Wikipedia anota que Paul Éluard descolgó sus cuadros obedeciendo órdenes del padre del surrealismo.

Gysin se reencontraría con la técnica el año 58, en el Beat Hotel, junto a William Burroughs, con quien colaboraría hasta su muerte. Empecinado en volcar técnicas pictóricas sobre la poesía, asaltando una pila de diarios viejos con un cuchillo mientras Burroughs se enfrascaba en los viajes que engendraron el Almuerzo desnudo, rebautizó el método como “Cut-up”, recorte, o collage estimulado por hallazgos de la visión periférica.[1]

Poema de Brion Gysin

Poema de Brion Gysin

Registros previos de poesía colaborativa existen aunque no abundan. En la antigua Roma llamaban Centón a una columna de frases célebres, a veces homenajes monográficos, otras un tejido de retazos. La poesía japonesa pasó por una etapa previa al haikú llamada renga, que involucraba una ceremonia de voces apegadas a una estructura formal, tal vez como el gospell.

Estructuras rituales, juegos de pie forzado, sacramentos a la paciencia, peleas de gallos o poemas al alimón improvisados en rap o paya. Lecturas declamadas, cantos a orillas del río infinito e invisible del sintagma. Según Nicanor Parra, según su nieto aceptando un premio en su nombre, la única diferencia entre poetas y narradores es que

unos escriben para el lado

otros para abajo.

La metodología de Tzara es conocida como cadáver exquisito, un nombre que sugiere revolver entre las osamentas del mausoleo de la literatura universal. Hallar un aleph en el cráneo de Yorik, o como sugiere Borges no rehusar la colaboración del azar puesto a disposición del trabajo colectivo.

Todas las bibliotecas, aún más las de cánones virtuales, deben aprender a dejar caer hojas del árbol

Estas reflexiones son ociosas considerando la cosmovisión de los pueblos originarios, el blues, los hermanos Grimm, y las leyes de derecho intelectual contrastadas con las políticas estatales de fomento lector.

En la escena final del Quijote, familia y personal de servicio se dedican a las herencias en una escena que describe el estado actual de la disponibilidad de poesía en medios digitales. Debido a derechos, sólo se encuentra con soltura en blogs, redirigidos de sitios al borde de la obsolescencia o la crisis financiera, o sumergidos en la fugacidad de las redes sociales.

Todas las bibliotecas, aún más las de cánones virtuales, deben aprender a dejar caer hojas del árbol. Sembrar, regalar, usar los libros, gastar las frases, editar ejemplares de La Sociedad del Espectáculo según las instrucciones del autor, con portada papel lija.

Recortar libros viejos es un juego virtuoso, una pedagogía en labores editoriales para celebrar funerales vikingos a libros gastados mano en mano, y también para los relegados que soñaron con el fuego hasta el hartazgo.

 

[1] Ricardo Vivallo, detective literario, me advierte que Bretón expulsó a menos personas de lo que se cree. El rumor del escándalo en la tertulia avant garde fue inventado por Burroughs, y sostenido con el rigor de la muerte, sobre todo después de la muerte de Gysin. Ambos escribieron La tercera mente (Viking Press, 1977), un libro de ensayos que reúne reflexiones sobre la metodología del recorte, fantasías sobre la posibilidad de penetrar en la adivinación, y rumores de algoritmos al servicio del collage poético.

 

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