Los fantasmas de una infancia sin familia ni Estado

Este libro escasamente asombra a los lectores y eso es una pregunta que debemos hacernos: ¿hemos perdido la capacidad de asombro?

Mi infierno en el Sename (Ansias de libertad)
Édison Llanos
Ceibo Ediciones
2017


Mi infierno en el Sename (Ansias de Libertad) de Édison Llanos (Ediciones Ceibo, 2017) nos interroga como lectores. La imagen de portada, realizada por Alejandro Chávez muestra a una niña y un niño sentados sin jugar sobre el dibujo del conocido juego del luche en un entorno de colores infernales. La paradoja está dada en la imagen: ¿por qué no están disfrutando ese espacio que debería ser para divertirse? ¿Por qué los niños no están jugando?

El Servicio Nacional de Menores (Sename) fue creado en el año 1979, dependiente del Ministerio de Justicia, entidad que debe crear y administrar casas de menores, públicas o privadas. En los últimos años la información sobre abusos, trata de menores y muertes ha superado ampliamente cualquier visión crítica a la institución. De ahí que el título del libro, donde se vincula infierno y Sename, resulte descriptivo de un espacio de dolor.

Édison Llanos cuenta en este libro su experiencia en un hogar del Sename en Coquimbo y a través de ella la de sus compañeros. En este ejercicio es donde el libro pierde unidad. Existen muchos momentos en los cuales se inicia una historia que dura apenas media página, luego aparece otra y otra. En esa constante divagación se da mucho más espacio a historias de convivencia entre niños que podrían ocurrir en colegios o internados. A la vez, cuando hay historias de directa relación a las irregularidades del Sename, no siempre se les otorga suficiente espacio. Un ejemplo de eso es cuando habla de las adopciones irregulares facilitadas por el cura Gerardo Joannon. En ese caso la responsabilidad de la acusación se la traspasa a una publicación de CIPER Chile de Gustavo Villarrubia, reportaje de 2014 que cita a pie de página, con lo que el libro pierde la posibilidad de contribuir a esa discusión ya que no aporta nuevos antecedentes.

Es un libro que carece de planificación o de una edición de contenido rigurosa que permita organizar la información, profundizar en algunos temas y descartar otros. En ese escenario la responsabilidad ya no es de Édison Llanos. El autor también muestra un gran optimismo en la circulación que puede llegar a tener el libro, lo que es visible en comentarios como “festividades patrias de mi país, Chile” o “quizás hasta intentarán desmentirlos [los castigos recibidos]”, que permiten entender la proyección del impacto o la circulación internacional que podría llegar a tener.

Por cierto que también es posible encontrar algunos episodios con reflexiones especialmente interesantes. Una de ellas es la paradoja planteada por Édison Llanos al mencionar un hogar de CEMA Chile, institución que durante décadas dirigió Lucía Hiriart de Pinochet:

“A este internado solo podían ingresar mujeres, las que en su mayoría eran adolescentes. Tengo recuerdos de quejas de algunas de sus internas, en las que decían que el trato también era bastante denigrante y hasta vejatorio; a un par de ellas, el mismo gobierno [la dictadura de Augusto Pinochet] les había arrebatado sus padres, quienes terminaron siendo, hasta el día de hoy, detenidos desaparecidos”.

Hay una sensación de dolor cuyo origen es poco claro en el libro. Si bien la responsabilidad de la experiencia de haber estado en el Sename es explícita desde el título del libro, en la misma presentación de la información y en las formas narrativas no lo es tanto. Muchas de las grandes tragedias son presentadas como una suerte de maldición que persigue a quienes estuvieron en el Sename: muertes trágicas pero fortuitas de ex compañeros cuando ya eran adultos y de ex trabajadores cuando ya estaban desvinculados de la institución. Énfasis que también está dado por la importancia que le otorga el autor a que el recinto en el que estuvo, antes de pertenecer al Sename, fue un manicomio en donde perdieron la vida muchos enfermos y después de eso se convirtió en una casa de ancianos.

Por último hay una interrogación constante que nos hace el libro y tiene que ver con la capacidad de asombro que podemos tener. Hemos sido bombardeados de tragedias a tal nivel que ahora trivializamos el abuso o el maltrato, la tragedia y el dolor, y normalizamos la responsabilidad del Estado, volviéndonos cómplices pasivos de un abuso masivo y sistemático a los derechos de niñas y niños a cargo de instituciones privadas o públicas que deberían responder a altos estándares de calidad. Este libro escasamente asombra a los lectores y eso es una pregunta que debemos hacernos: ¿hemos perdido la capacidad de asombro?

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