Reseña
Los setenta y cinco folios y otros manuscritos inéditos de Proust
Por Ojo en Tinta | Oct 05, 2022
Se publican los folios inéditos que anuncian la gran novela de Marcel Proust y que entregan algunos hilos, algunos tenues otros fuertes, que se tejerán en la trama de En busca del tiempo perdido, lo que la reseñista, Jeanne Coppey considera un acontecimiento porque ayudan a entrar en el secreto de la obra.

Es un acontecimiento literario: Los setenta y cinco folios y otros manuscritos inéditos —en realidad, son setenta y seis folios—, la versión más antigua de En busca del tiempo perdido, el primer estado de lo que devendría esa obra, se ha publicado (en español por el sello Lumen, con traducción del argentino Alan Pauls). Sabíamos de la existencia de estos manuscritos, atestiguados por las notas de Proust en un cuaderno de trabajo de 1908, y mencionados por el crítico y editor Bernard de Fallois en su prólogo a la edición de 1954 de Contra Sainte-Beuve, donde incluso entrega dos extractos, pero se creían perdidos. Este texto legendario, desaparecido, fue encontrado en los archivos de Bernard de Fallois tras su muerte en 2018, y se publica por primera vez.
Croquis y borrador

Además de su increíble historia editorial, Los setenta y cinco folios arroja nueva luz sobre la génesis de En busca del tiempo perdido, nos permite descubrir las primeras etapas y adentrarnos de lleno en la realización de la obra. Los setenta y cinco folios están sin terminar, incompletas; por lo tanto, no sorprende encontrar varias versiones de un mismo pasaje, tropezar con repeticiones o ver la escritura interrumpida, a veces en medio de una oración. Algunas tachaduras, restauradas, son deliciosas: “Está el amor, y la amistad amorosa, de los que no hablaré esta vez. Pero además está esto. Una mujer bonita que pasa”. Las notas de organización, que se da Proust a sí mismo, entregan una visión general del trabajo del escritor: “Tal vez poner aquí a la anciana aristócrata, mi abuela, el señor y su amante. En todo caso mostrar que todo eso es inútil para Swann y que solo se trata de no ser despreciado”.
Pieza faltante en la historia de la novela, este manuscrito escrito en 1908 es su fuente, lo que Jean-Yves Tadié llama en el prefacio el “’momento sagrado’ en el que la gran obra brota por primera vez”. Descubrimos con emoción páginas que son la matriz, el origen de En busca del tiempo perdido: si, como dice Proust, construimos una novela como construimos una catedral, estamos ante sus cimientos, que destacan la importancia del sustrato autobiográfico. Estas páginas son en efecto las primeras que ostentan dos títulos, tanto las primeras páginas escritas por Proust, cronológicamente, en el orden de la composición de la novela, como también las primeras páginas de la construcción narrativa, que describen la infancia del narrador.
Una autobiografía oculta
Los setenta y cinco folios atestiguan el fundamento autobiográfico de la novela proustiana, y aportan muchas claves biográficas de lectura de la obra, pues Proust dejó allí los nombres, apellidos, los nombres de lugares, patronímicos y topónimos, que permiten identificar los modelos de sus personajes, y las inspiraciones espaciales de su muy particular geografía. En el relato de su propia infancia encontramos ya esa alternancia entre el punto de vista del niño, en el presente de la narración, y el discurso de un narrador posterior, adulto, que lanza una mirada retrospectiva a su pasado, dispositivo propiamente autobiográfico que Proust conservará en su obra En busca del tiempo perdido.
Los setenta y cinco folios atestiguan el fundamento autobiográfico de la novela proustiana, y aportan muchas claves biográficas de lectura de la obra.
Entonces, el desafío es comprender cómo Proust se deshizo gradualmente del anclaje autobiográfico y logró inventar los personajes que son propiamente personajes de novela, y que ya no son más calcados de los miembros de la familia Proust-Weill, cuyos verdaderos nombres todavía pueden encontrarse aquí —Adèle, la abuela; Jeanne, la madre. Del mismo modo, todavía leemos los nombres de lugares reales, Chartres o Nogent-le-Rotrou, que sin embargo prefiguran la geografía sensible e imaginaria de En busca del tiempo perdido. Cuando, evocando los dos lados del camino de su infancia, Proust escribe: “Es como si me dijeran que después de tomar un primer camino y un segundo camino se llega al país de los sueños. Así, en la Antigüedad, el pozo por el que se bajaba al reino de la vida futura tenía una localización geográfica precisa y estaba situado en medio de lugares reales”, uno no puede dejar de pensar que describe exactamente lo que hará unos años más tarde al inventar una geografía ficticia, a la vez ligada a los espacios reales y, sin embargo, alejándose de ellos, mezcla de diferentes lugares, impresiones y recuerdos. Hay algo fascinante en ver a Proust transformar lo real en ficción, hacer de su vida una novela y abandonar la forma autobiográfica para convertirse propiamente en novelista, a través de un trabajo constante y continuado de reescritura y transferencia.
“En busca del tiempo perdido en miniatura”
Uno encuentra en Los setenta y cinco folios la mayoría de los temas que anuncian En busca del tiempo perdido, hasta el punto de que Nathalie Mauriac Dyer, directora de investigación en ITEM-CNRS, donde es responsable del equipo de Proust, habla de una “En busca del tiempo perdido en miniatura”. Reconocemos así ciertos episodios célebres, ciertas escenas esenciales de la obra futura, en forma embrionaria, personajes, lugares, aunque los nombres no sean los mismos, porque Guermantes, Combray o Balbec aún no existen. El tan esperado y querido beso de la tarde, la angustia y el drama de ir a la cama, los dos caminos de un paseo por Eure-et-Loire, los espinos, el rostro de la abuela, el viaje, la llegada al hotel y la horrible primera noche en la habitación nueva y extraña, la reflexión sobre el poder de la costumbre, los clientes habituales del Grand Hotel, las muchachas en flor, la pequeña banda, en la playa de Cabourg, junto al mar, Swann, el judaísmo, Madame de Villeparisis, Elstir, Françoise, la poesía de los nombres (nombres de lugares, nombres de nobles), el duelo, una estancia en Venecia, el vendedor de café con leche o incluso la magdalena son motivos que se encontrarán en la novela final.

Se descubre así la versión más antigua conocida hasta la fecha del episodio de la magdalena, que es entonces un bizcocho, y que ya anuncia lo que será la piedra angular de la obra, la memoria involuntaria, la reminiscencia, Combray partiendo de una taza de té, espacio, sensaciones, sentimientos restituidos a través del tiempo: “ […] cada vez que grandes cosas de mi vida han muerto para mía, o al menos cada vez que las creí muertas, en realidad habían pasado a pequeñas cosas y allí quedaban muertas, en efecto, si yo no me encontraba con ellas. Intentaba evocarlas con el pensamiento, pero no lo conseguía. ¡Ay!, me decía, toda esa parte de mi pasado ha muerto. ¿Cómo podía saber que todos aquellos veranos, el jardín donde los pasaba, el sufrimiento que allí sentí, el cielo que había encima y toda la vida de los míos, todo aquello había pasado a una pequeña taza de té hirviendo donde se remojaba un poco de pan duro? Si nunca me hubiera encontrado con la taza de té hirviendo —y eso bien podría haber sucedido, pues no acostumbro a tomar té—, es probable que aquel año, aquel jardín, aquellas penas no hubieran resucitado para mí”.
Pero también se descubren escenas inéditas, abandonadas, no explotadas a partir de entonces, como el episodio de “Robert y el cabrito” —el capricho del hermano pequeño del narrador, Robert Proust, que se instala en las vías del tren para asustar a su madre— quien lo obligó a separarse de su hijo para regresar a París. Sin embargo, el personaje del hermano desaparecerá en la versión final.
Descubrimientos genéticos
Los setenta y cinco folios muestran la elaboración de la escritura en proceso de hacerse, su evolución, según diferentes fragmentos, retomados, retocados, vueltos a trabajar, desarrollados, modificados, ampliados, complejizados, a veces con elementos transpuestos de una escena a otra o de un personaje a otro. Al arrojar luz sobre la concepción del texto, la historia de su elaboración, revela los vínculos genéticos con otros manuscritos y pone en evidencia la red de reescrituras, al tiempo que muestran el proceso creativo de Proust.
Para la genética textual, estos manuscritos son documentos fascinantes, que permiten una mejor comprensión de la obra y su composición, y constituyen un texto clave. Así, descubrimos a la luz de Los setenta y cinco folios que Proust tomó como modelo a su tío materno, Louis Weill, para construir el personaje de Swann. El retrato del tío corredor, que piensa: “Llevar consigo las pertenencias a un país extranjero es no querer comulgar con habitaciones desconocidas, entrar en una vida nueva, pero llevar consigo a una amante es no querer comulgar con las mujeres desconocidas, entrar en una vida nueva”. Esto finalmente vendrá a alimentar la personalidad de Swann, que hasta entonces desconocíamos.
Los setenta y cinco folios muestran la elaboración de la escritura en proceso de hacerse, su evolución, según diferentes fragmentos.
Los Los setenta y cinco folios también revelan el proceso de escritura proustiana por acumulación, por interpolación, por dilatación: Proust escribe desde el medio, en lugar de añadir texto siguiendo lo que ya está escrito. En esta versión de trabajo, el narrador revela inmediatamente el hecho de que las dos partes del paseo marítimo, Meséglise y Villebon, se unen, mientras que En busca del tiempo perdido esta revelación se suspende, se retrasa, alimentando este proceso de construcción narrativa que consiste en hacer dialogar pasajes separados por varios cientos de páginas. Tenemos entonces la sensación de que Proust, tomando este borrador, donde todo estaba condensado, y desarrollándolo, quiso escribir en una brecha, en un espacio que todavía cavaba, separando cada vez más las dos partes de este episodio para finalmente convertirlo en una matriz narrativa en dos paneles.
Una impresionante edición crítica
Debemos saludar el titánico trabajo de edición, de fijación del texto —descifrado, transcripción, restituciones, correcciones, conexiones— y el trabajo crítico realizado por Nathalie Mauriac Dyer en la noticia, la cronología y las notas. Este sólido aparato crítico —¡hay tanto de paratexto como de texto!— ilumina brillantemente Los setenta y cinco folios, su génesis, su contexto, sus referencias, citas y alusiones, y muestra el entrelazamiento de los estratos textuales, su espesor, haciendo experimentar al lector el vértigo que se apodera del investigador ante la profundidad del texto, que aparece aquí como un palimpsesto.
Porque siempre se trata, en definitiva, de la misma fascinación, de la misma fantasía: resolver el enigma de la creación: “Pues hay cosas, en efecto, que no deben mostrársenos. Y al ver que toda mi vida se agota tratando de ver esas cosas, pienso que tal vez sea ese el secreto oculto de la Vida”, escribe Proust: en esta visión esotérica, casi mística, de la hermenéutica, uno no puede quizá dejar de ver también una imagen de lo que estamos haciendo al leer estos manuscritos, buscando incansablemente penetrar el secreto de la obra.
[Artículo aparecido en la revista «Zone Critique» (junio, 2021). Traducción: Patricio Tapia.]
Jeanne Coppey
Jeanne Coppey trabaja en producción el programa “Les Pieds sur Terre” de “France Culture”. Antes ha estudiado filosofía, letras y artes en instituciones como la Ecole Normale Supérieure, en el Instituto de Estudios Políticos de París (Sciences Po) y en la Universidad de Cambridge.