Stalin es un bromista: las farsas serias de Milan Kundera

Al comentar "La fiesta de la insignificancia", la última novela de Milan Kundera (el escritor recientemente fallecido que alcanzó la fama mundial con "La insoportable levedad del ser"), Michael Hofmann recorre toda su obra, considerando sus virtudes y sus limitaciones.

Los lectores más jóvenes —cómo he soñado con comenzar una reseña con esas sarcásticas palabras del tipo Amis/Waugh— necesitarán recordar que en las décadas de 1970 y 1980 no había forma de soslayar al novelista franco-bohemio (en realidad moravo) Milan Kundera, quien fue para aquellas décadas lo que Sebald y Knausgaard serían para las siguientes. Había en estos autores algo chic, cerebral y radical: tres cualidades que los ingleses en general preferían importar según se requiriese antes que producirlas en masa en el ámbito doméstico; mejor traerlos (como un volante de creación, un trequartista) por capricho y tolerancia (dándoles una visa de trabajo, un contrato de traducción o una licencia de importación) antes que instalar algo parecido a una cadena de montaje. Estos autores dieron color al cosmopolitismo aspiracional, ligeramente fantasioso, de esos tiempos. Europa era todavía algo bastante nuevo; la gente suspiraba, si hubiera sabido cómo, en franco-bohemio (o franco-moravo), en alemán (más raramente), en noruego. Lo que se obtuvo de estos escritores, como el tipo incorrecto de hoja o el tipo incorrecto de nieve (aunque estos fueran productos nativos), fue el tipo incorrecto de novela.

La Insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. Trad. F. de Valenzuela, Editorial Tusquets, Barcelona, 1987, 328 pp.

La década de 1980, en particular, fue la década de Kundera. La insoportable levedad del ser (1984), un título altamente conceptual y en realidad no muy pegajoso, relanzó toda la obra previa de Kundera: La broma (1967), la colección de cuentos El libro de los amores ridículos (1969), La despedida (1972), La vida está en otra parte (1973), El libro de la risa y el olvido (1979). Si no estabas leyendo el nuevo libro, estabas poniéndote al día con uno de los otros, o esperando febrilmente el siguiente. (La buena noticia fue que no se tuvo que esperar demasiado, porque La inmortalidad, la novela más larga de Kundera, apareció en 1991). Si viste un libro que fuera tema de conversación en una película o una obra de teatro o de televisión en ese período, había muchas probabilidades de que fuera La insoportable levedad del ser. Me avergoncé de mi antiguo yo cuando volví a ver la adaptación de ese libro, en 1988, por Philip Kaufman. Todo estaba mal, desde las tomas iniciales de yeso desmoronado y ampolletas tenues en el hueco de la escalera de un edificio de departamentos de Praga (tres de las pesadillas de Kundera en El arte de la novela son: la verosimilitud, los escenarios realistas y el orden cronológico). Y además de eso, un Daniel Day-Lewis mal peinado —un neurocirujano, si se quiere— y su reiterado y espeluznantemente efectivo “¡Quítate la ropa!”.

Lector más joven, ya no leo más. O al menos no más a Kundera. Se había establecido en Francia, donde se exilió, en 1975, tomó la ciudadanía francesa, cultivó resueltamente su privacidad (algo extraño para un hombre tan alerta, con tantas opiniones y tan interesante; en otro mundo, un programa de entrevistas de un solo hombre: “Metiéndose en la conversación”, podía llamarse, “con Milan Kundera”). Escribió (en francés) algunas novelas, en su mayor parte cortas, con títulos olvidables, en su mayor parte un “La” que precede una sola palabra (y si no, carentes de sentido) que en su mayor parte llevaban la letra “I”: La lentitud (es la excepción), luego La identidad, La ignorancia y, la última, La fiesta de la insignificancia. Se está tentado a desarrollar el tema uno mismo: La intemperancia; Interés, interés, interés; Adiós a los intransigentes; El libro de la invariabilidad. El producto Kundera parecía haberse vuelto calculado, estilizado, autónomo, su propio tipo de neo-kitsch: tanto el resultado de una serie de noes largamente establecido como de un conjunto diferente y completamente original de síes.

La década de 1980, en particular, fue la década de Kundera. La insoportable levedad del ser (1984), un título altamente conceptual y en realidad no muy pegajoso, relanzó toda la obra previa de Kundera. Si no estabas leyendo el nuevo libro, estabas poniéndote al día con uno de los otros, o esperando febrilmente el siguiente.

Veinte, veinticinco años más tarde, los libros son adictivos, placenteros, todavía frescos, de textura fina, un poco insatisfactorios (quizás eso va junto con su adicción) y obvios. Leí este nuevo libro, La fiesta de la insignificancia —menos una novela que una novelina—, y sus cinco predecesores inmediatos. Se sienten como una lectura cómoda, que es tal vez el destino que tiene, con la edad, la escritura radical. Lo que hace Kundera no es tan diferente del procedimiento de collage admirablemente descrito por Gottfried Benn hace sesenta o setenta años: “En manos de un poeta adecuado, puedes tomar una estrofa de un horario de trenes, la segunda de un libro de himnos y la tercera, una broma, y el resultado seguirá siendo un poema”. Los libros se componen de secciones independientes, a veces numeradas o tituladas, de una página o unas pocas páginas, con tanto de explicación o exploración como de narrativa. Su avance es menos carente de complicaciones hacia adelante que hacia los lados, o hacia arriba y hacia abajo, a veces incluso hacia atrás, en digresión o amplificación. A menudo, el final de la novela se encuentra en algún lugar en medio de la acción, y viceversa (eso sucede en La insoportable levedad del ser). Los libros viven en sus espacios y en sus saltos. (Si Kundera tiene un siglo, es el XVIII. Se percibe al novelista relojero en todas partes). Ellos te hacen pensar en los modelos —con varillas y orbes, bombillas para beber y bolas de plumavit de diferentes tamaños— de una complicada cadena molecular, un hidrocarburo o lo que sea. O bien —una sugerencia probablemente del mismo Kundera, hijo de un músico, músico él mismo y, en cualquier caso, checo (“Pero ¿qué ocurre cuando un checo no tiene sentido musical?”, se pregunta en La insoportable levedad del ser: “La esencia de lo checo se diluye rápidamente”)— en una composición dodecafónica. Sus libros son aleatorios y se sienten disciplinados, o se sienten aleatorios y son disciplinados. Hay una temperatura fresca constante, una distancia, una disposición a manipular, una indagación, la prueba de tal o cual hipótesis. No hay nada que detesten tanto como el vicio y el recurso típico de la novela: la sobrescritura. Kundera puede ser ocasionalmente didáctico o autocomplaciente o no tan interesante como él cree que es, pero nunca sobrescribe. Es extraño pensar que Kundera comenzara como poeta; menos extraño, tal vez (las prestidigitaciones intelectualistas han permanecido como algo suyo), que lo fuera como poeta surrealista. Es la oración refinada, la ausencia de pelusa y suciedad (no en el sentido de obscenidad —de lo cual hablaremos más adelante—, sino simplemente de cualquier cosa fuera de lugar), lo que hace que todo lo demás sea posible.

Kundera se inició como un humorista checo del tipo más enteco (no un Skvorecky, no un Hrabal afable), y la economía contradictoria del bromista —el ir al grano en la puesta en escena, la demora de la digresión— se ha quedado con él. Se disminuye la velocidad de vez en cuando, pero siempre en sus términos; en general, el ritmo es rápido. Como en un chiste, la trama genera o reemplaza todo lo demás: personaje, escenario, detalle, paralelos histórico-literarios (Goethe, Schönberg) o mítico (Odiseo), forma, movimiento, moraleja. Los libros son ruedas dentro de ruedas; la trama, improvisaciones sobre la trama. Sin la trama, no tendrías novela (eso es en gran parte lo que sucede en El festival de la insignificancia); la trama es la caldera que impulsa tanto el comentario de Kundera como una especie de psicología situacional que no es mucho más que geometría (Kundera ha dicho: “Mis novelas no son psicológicas”. Lo que quiere decir es que la acción genera la psicología, más que viceversa; sin su predicamento personal, ninguna figura en cualquiera de sus libros sería distinguible de cualquier otra). Las figuras vienen con nombres cristianos (y unas pocas de de ellas también tienen ocupaciones), pero poco más. Incluso entonces, apenas los merecen, y sientes que es una cortesía para el lector que no se llamen A, B y C, o inglés, escocés y galés, u oxígeno, hidrógeno y carbono. Los nombres son como los nombres que se dan en una fiesta de intercambio de parejas: identificadores útiles para la continuidad. Tampoco es una gran sorpresa que los personajes secundarios en algunos de los libros tengan nombres de comedia al estilo de Tintín: Quaquelique en El festival de la insignificancia, Berck y Duberques en La lentitud, profesor Avenarius en La inmortalidad. Más allá de parecer en cada etapa un poco más jóvenes que su creador, no tienen edades, su exterior queda en blanco, no tienen vida interior. Básicamente, son cuerpos de baja especificación y alto funcionamiento. Un libro de Kundera es una festividad más al norte de la típica ficción doméstica: probablemente haya cosas más fascinantes que hacer en otro lugar, pero ¡bueno! es un día festivo.

Las personas en las novelas de Kundera comen (poco, decorosamente), beben (un poco más, con entusiasmo), hacen el amor (de manera poco factible) y hablan (más allá de toda razón). Además de eso, caminan, conducen automóviles y motocicletas, escuchan la radio y no mucho más. Sus vidas, como sus personajes, están escasamente ataviados: sin tías de más, sin cosas en las repisas de las chimeneas, sin calidad de la luz. Su existencia es ejemplar, elaborada, hipotética o incluso contingente; es para probar un punto de vista, o para sostener un argumento. Tal vez incluso menos que eso: para hacer girar una ruleta. Un hombre “de pie junto a la ventana de su piso, mirando a través del patio hacia la pared del edificio de enfrente, sin saber qué debe hacer” se convierte en Tomás en La insoportable levedad del ser, y adquiere —mediante los típicos métodos binarios, de sí o no, de Kundera— conexiones, complicaciones, una profesión, un perro y trescientas páginas. Una mujer mayor con una forma llamativamente juvenil de saludar se convierte en Agnes en La inmortalidad. Los cuatro amigos en El festival de la insignificancia se refieren a Kundera como “nuestro maestro”, y él les ha dado para leer un libro sobre Jruschov. Ellos han irrumpido en el ser o, más probablemente, en la apariencia. (Ellos existen tanto como existe la bañera en las arcaicas colecciones de cálculo escolar sobre la rapidez con que se llena.) Nunca deja de divertirme que la escena más conocida y más querida de todos los libros de Kundera —más conocida y ciertamente más querida que cualquiera de las escenas de sexo— es la muerte de la perra Karenin en La insoportable levedad del ser. Como si Kundera se hubiera repensado a sí mismo, desechado su filosofía y sus métodos cerebrales, y escrito una versión desgarradora perruna de la pequeña Nell. (Lo que imagino que sucedió es esto. Kundera piensa: “Estoy aburrido. Necesito un desafío. ¿Qué pasa si tomo a alguien que no existe, le doy un perro que tampoco existe, y mato al perro? Estoy pensando en una obra que requiera varios pañuelos para secarse las lágrimas, tres pañuelos, mínimo. Por supuesto que todo es un juego, aunque el cielo me ayude si alguna vez se enteran”.) Pero entonces no me importaban mucho los perros.

Kundera tiene una antigua —y yo diría anticuada— confianza en el sexo. El sexo como la expresión o el sustituto o el representante terrenal (o celestial) de la personalidad o la vida interior. Todo se siente tan antiguo como las películas de Emmanuelle (a lo que, en términos generales, corresponde). Le da importancia al sexo como hoy en día hemos aprendido a darle importancia a los accesorios o al estado físico. Los libros conducen al sexo, o vagabundean en torno a él o se revuelcan en el sexo, o se detienen de vez en cuando y mordisquean delicadamente el sexo. Nunca se está lejos de buscarlo, y siempre está siendo buscado. Los personajes no se distinguen por el estilo ni por la voz, todos tienen un atractivo básico y una inteligencia básica (y una estupidez básica), reaccionan (sin pánico, sin pasión) a las cosas que les suceden; donde se diferencian —supuestamente— es en la cama. La cama los descubre. Diferentes cosas los llevan allí, y una vez allí, hacen cosas diferentes. La insoportable levedad del ser y La inmortalidad son básicamente las biografías sexuales de Tomás, Teresa y Sabina, de Paul y Agnes y Laura y Bernard y Rubens —cuya vida sexual (lo que Kundera sí ama son sus taxonomías)— pasa por cinco etapas, desde “la etapa de la mudez atlética” a algo llamado (la timidez también es parte del proceso) “la etapa mística”. La lentitud cuenta un típicamente feroz relato del siglo XVIII de un joven que es explotado una noche por una mujer noble (se llama Point de lendemain o Sin mañana) contra un relato caótico y contemporáneo en el que Vincent conoce a Julie, se desnudan (“¡Quítate la ropa!”) junto a la piscina de un hotel, él le promete “¡Hagamos un gran happening en las mismas narices de los mal follados! [así, en la traducción española]”, y todo termina con un gemido, puñetazos al azar y un gemido. Por un lado, el siglo XVIII ostensiblemente remilgado y lento, pero en realidad vicioso e intrépido; por el otro, nuestro hace poco fallecido siglo XX, mucha palabra, pero poca acción y, finalmente, sin cumplir lo prometido; deliberada discreción y apertura risible; sexo y violencia. Uno podría tomar el resultado aquí y aplicarlo a Kundera de manera más general: imaginar a sus personajes entre el carruaje y la cama con dosel, con pelucas de fondo completo; con pañuelos de batista y minuets y lunares y un abundante hedor. Sean quienes sean, el sexo los pone a prueba y van sumando puntos. ¿Usan palabras groseras o no? ¿Prefieren la oscuridad o les gusta dejar las luces encendidas? ¿Cierran los ojos o los mantienen abiertos? ¿Están pensando en la persona con la que están o en alguien más? Kundera está conmovedoramente interesado y confiado en lo que encuentra: son las únicas instrucciones escénicas que se obtienen en sus libros. Donde otros observadores podrían afirmar que nuestra especie es más genérica en la cama, y cualquier diferencia que podamos mostrar allí es caprichosa o poco interesante y que la forma en que nos gusta comprar, por ejemplo, es mucho más expresiva y reveladora, Kundera tiene otra opinión. Se merece la etiqueta de “político erótico” mucho más que Jim Morrison.

La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera. Trad. B. de Moura, Editorial Tusquets, Barcelona, 2014, 142 pp.

El modo de los libros es básicamente una farsa seria. Los dispositivos de Kundera van desde encuentros casuales y seducciones espontáneas hasta coincidencias, accidentes automovilísticos y bebés muertos, amenazas e intentos de suicidio y, en un par de ocasiones, un tipo de asesinato por suicidio desagradablemente caprichoso (uno que involucra un automóvil en La insoportable levedad del ser, un ahogamiento en El festival de la insignificancia). Todos estos son básicamente elementos de la farsa: acción rápida y aleatoria. La batidora. Lo que por momentos puede parecer como un mundo es enteramente un laboratorio cuyo propósito es la formación y ruptura de parejas. Kundera es criticado regularmente por misoginia —o recientemente, de manera más suave, Jonathan Coe, en The Guardian, lo ha hecho por “androcentrismo”—, pero no creo que sea eso. Si se quisiera una palabra sería gamogenética: se trata de parejas y emparejamiento. Todos en sus libros son actores sexuales o cifras sexuales, tanto los hombres como las mujeres. La gente se empareja y se desempareja, como lo hacen en el mundo de la opereta o en la farsa del teatro del West End. Es forma, no contenido; la forma en que se juega ese juego en particular. En La ignorancia (2002), el libro anterior a El festival de la insignificancia, y para mí la revelación entre las novelas de Kundera que he releído, la heroína, Irena, está teniendo sexo borracha en una habitación de hotel de Praga con Josef, un hombre al que ella cree que recuerda de antes (ella vive en París desde hace mucho tiempo, él en Dinamarca, ambos son emigrados, es la primera vez que regresan, se encontraron en el aeropuerto a la salida y quedaron para almorzar juntos en su último día ), mientras que al mismo tiempo Gustaf, su novio empresario sueco, algo mayor, un ardiente checofilo, es seducido por la madre de ella con la camiseta que dice “Kafka was born in Prague” que ella (la madre) le regaló. Lo que es la bebida para uno, es el espejo para el otro: distanciamiento, negación casi, desinhibición, la sensación de deseo de que “esto no me está pasando a mí”:

“Sin dejar de bailar, la madre lo condujo hacia el gran espejo colgado de la pared, y los dos giraron la cabeza y se miraron en él. Ella le soltó y, sin tocarse, improvisaron movimientos frente al espejo; Gustaf hacía gestos como si bailara con las manos y, al igual que ella, no dejaba de mirar su propia imagen. Entonces vio la mano de la madre encima de su sexo”.

Un evento por sí solo podría haber sido algo serio; dos, son una farsa, una forma perversa de pulcritud. El autor se ha ocupado de algunos cabos sueltos. Los dos acoplamientos son escandalosos, monstruosos, exactos y probablemente, como en el cuento del siglo XVIII en La lentitud, sin consecuencias.

Probablemente, lo que más cautive de la novela de Kundera sea una función de su área temática. Los perros, como dije, puedo tomarlos o dejarlos; la lentitud, la inmortalidad, la levedad, ídem. La ignorancia es la novela donde aborda cosas que me interesan: el destierro y el cambio de idioma. Para una novela de Kundera, está inusualmente bien surtida; por una vez, no es la invención de los dados y las cartas de la trama. Luego está el sueño de la emigración, que puede ser así: “En otra ocasión, se pasea por una pequeña ciudad de Francia cuando ve un curioso grupo de mujeres que, cada una con su jarra de cerveza en la mano, corren hacia ella, la interpelan en checo, ríen con malintencionada cordialidad, y, horrorizada, Irena se da cuenta de que está en Praga, grita y se despierta”. Está el momento en que el clima inusualmente cálido de Praga la sorprende y se compra un vestido floreado como de una maestra de pueblo “por casi nada”. Entonces se ve a sí misma en un espejo —¡otra vez!— y la persona que veía: “no era ella, era otra persona, o, mejor dicho, cuando se miró más detenidamente en su nuevo vestido sí era ella, pero viviendo otra vida, la vida que hubiera tenido si se hubiera quedado en su país. Esa mujer no era antipática, era incluso conmovedora, pero demasiado conmovedora, conmovedora hasta las lágrimas, digna de compasión, pobre, débil, sometida”.

Para Josef, mientras tanto, es el idioma checo el que parece haber cambiado:

“¿Qué había ocurrido con el checo a lo largo de esos dos pobres decenios? ¿Había cambiado tal vez el acento? Aparentemente sí. Si antes se situaba con firmeza en la primera sílaba, ahora había perdido fuerza; la entonación había quedado como deshuesada. La melodía parecía más monótona que antes, como si se arrastrara. ¡Y el timbre! Había pasado a ser nasal, lo cual otorgaba a la palabra un tono desagradablemente hastiado”.

Está su familia y la de ella, está un viejo comunista, “el comisario rojo”, la viudez para la mujer y la viudez para el hombre, las provincias y la capital, un viejo cuadro retrovanguardista que tenía en su poder, la incomunicabilidad del exilio (es muy gracioso sobre los franceses), recuerdos, recuerdos, recuerdos…

En el contexto de Kundera, cuyos libros pueden parecer esquemáticos y escuálidos, se lee como si fuera un autobús de dos pisos victoriano. Y El festival de la insignificancia, tal vez como un espantapájaros. Se lee como algo que uno de los enemigos de Kundera podría haber escrito y hecho pasar como suyo. Es difícil señalar un incidente, una oración, una palabra que sea interesante, que no sea superficial, que sea digna de mención. (Recuerdo a J.M.R. Lenz en la historia de ese nombre según mi padre, tratando de que su padre se interesara en un manuscrito: “¡Mira, una coma!”). Julie señala en una aparición, tal vez retenida de La lentitud: “los movimientos de su trasero le hacían guiños, le incitaban”. Aprietas los dientes. Quaquelique es el último en la línea de seductores poco carismáticos de Kundera. Obedientemente toma nota de eso. “¡El crepúsculo de las bromas! ¡La era de la posbroma!”, exclama alguien. Crees que Kundera puede estar en alguna parte por aquí. Pero Ramón, Charles, Alain, el ombligo de mujer, el camarero “pakistaní”, Kalinin y su problema de próstata, una viejísima botella de Armagnac que se cae de un armario y se rompe, la historia de una hazaña de caza de Stalin, ¿la madre de alguien que se enferma? Todos parecen secundarios, y la forma en que están vinculados, no vinculados, es ciertamente de segunda categoría.

Quizá queden dos cosas. La última de las conexiones volubles de Kundera parece proponer que Stalin es un bromista, es, para no ser demasiado sutil, Don Quijote. Entonces los confines del mundo de Kundera se habrían dado la mano y girado, se habrían enrocado. La otra cosa son las últimas diez líneas más o menos del libro. No, no son nada especial, pero sus partes constituyentes —niños, música, los Jardines de Luxemburgo, un carruaje esperando para partir, La Marsellesa— quizá sean algo así como una nota de agradecimiento a Francia por su hospitalidad de los últimos cuarenta años, una fiesta de despedida:

“La coral de los niños está ya dispuesta formando un semicírculo perfecto, y el director, un niño de diez años en esmoquin, la batuta en ristre, se prepara para dar la señal que dé comienzo al concierto. Pero debe aún esperar un poco porque, en aquel mismo instante, irrumpe ruidosamente una pequeña calesa, pintada de rojo y amarillo, llevada por dos ponis. El bigotudo, enfundado en su vieja parka usada, levanta bien alto su larga escopeta de caza. El cochero, otro crío, obedece y detiene el carruaje. El bigotudo y el viejo de la barbita puntiaguda suben, se sientan y saludan por última vez al público que, encantado, agita los brazos, mientras la coral de los niños entona La Marsellesa”.

“La calesa arranca y se aleja lentamente por una larga alameda del Jardin du Luxembourg hacia las calles de París”.

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