Reseña
Trabajo de tijera: sobre “La Reforma involuntaria” de Brad Gregory
Por Paula Findlen | Jun 27, 2023
Cambiar la manera en que pensamos el surgimiento del capitalismo, el secularismo y el individualismo es lo que pretende Brad Gregory en su libro “La Reforma involuntaria”, quien considera que la sociedad moldeada por el pluralismo religioso y el naturalismo científico no va tras la búsqueda del bien común.

Alrededor de 1820, o por ahí, sólo unos pocos años antes de morir, Thomas Jefferson completó un largo proyecto: la creación de una Biblia personal, a la que llamó La vida y la moral de Jesús de Nazaret, más comúnmente conocida hoy como La Biblia de Jefferson. Años antes, Jefferson había discutido el germen del proyecto con el químico y reformador unitario radical Joseph Priestley. Jefferson explicó que, debido a las demandas y presiones de su presidencia, le correspondería a Priestley crear la Biblia que el mundo requería: un documento estrictamente cronológico y completamente racionalizado de la palabra de Cristo, despojado —según lo veía Jefferson— de cualquier fragmento de doctrina espuria y creencia sobrenatural. Ningún ángel descendería del cielo; ningún milagro se haría en la Tierra; y ningún profeta caminaría por el suelo prediciendo cosas por venir. Para Jefferson, Jesús fue un hombre bueno y profundo, que simplemente nació, y quien persiguió su vocación moral sin pretender nunca ser el único Hijo de Dios; una vez muerto, no regresó, pero sus enseñanzas permanecieron, inspirando a otros a buscar el bien y la verdad.

A pesar de haber sido acusado de infiel y ateo cuando se postuló para el cargo en 1800, Jefferson necesitaba el proyecto más de lo que pensaba. En medio de su primer mandato como presidente, comenzó a cortar y pegar pasajes de diferentes ediciones de la Biblia. En 1813, cuatro años después de finalizar su segundo mandato, aún no había dejado las tijeras. Le confesó a John Adams que estaba en busca de “las verdaderas palabras únicamente de Jesús” para restaurar la sabiduría de un hombre al que admiraba grandemente y de cuyas enseñanzas había aprendido mucho. Por el resto de su vida, Jefferson continuó revisando su texto maestro, eliminando aquellas partes del Nuevo Testamento que consideraba dudosas o llenas de creencias supersticiosas, y buscando Biblias en varios idiomas antiguos y modernos cuya versión del mensaje central del cristianismo encontraba auténtica y confiable. Jefferson nunca publicó La vida y la moral de Jesús de Nazaret: las dolorosas lecciones de la elección de 1800 lo convencieron de mantener sus creencias en privado, por lo que su gran proyecto de fe no se haría público hasta 1895. La Biblia de Jefferson original se conserva en el Museo Smithsoniano de Historia de Estados Unidos, no lejos de la Declaración de Independencia que reside en los Archivos Nacionales.
El afilado estudio de la Biblia de Jefferson difícilmente lo hace único en los anales de las investigaciones escépticas del cristianismo o de cualquier otra religión, ya que la creencia críticamente comprometida siempre ha dejado una profunda huella en el contenido de los textos religiosos. Pero, ¿fue el trabajo de tijera de Jefferson un profundo acto de fe o un ataque a la noción misma de divinidad? Esta pregunta se encuentra en el corazón del apasionante y polémico libro de Brad Gregory, La Reforma involuntaria. Gregory, profesor de historia en la Universidad de Notre Dame y un conocido estudioso de la Reforma europea, busca cambiar las suposiciones de larga data sobre el proceso por el cual han surgido el secularismo, el capitalismo y el individualismo occidentales desde la Reforma. En su formulación, Jefferson es uno de los arquitectos clave de lo que Gregory llama el gran “Reino-de-lo-que-sea”, una sociedad moldeada indeleblemente por el pluralismo religioso y el naturalismo científico, y regida más por las demandas del mercado y los derechos individuales que por la ética comunitaria y la búsqueda del bien común. La apoteosis de la Reforma involuntaria es la sociedad diversa, de hecho, hiperpluralista, en la que todo vale, de los Estados Unidos.
¿Fue el trabajo de tijera de Jefferson hacia la Biblia un profundo acto de fe o un ataque a la noción misma de divinidad? Esta pregunta se encuentra en el corazón del apasionante y polémico libro de Brad Gregory.
Gregory atribuye la existencia de este reino a seis desarrollos interrelacionados: la disminución de Dios desde finales de la Edad Media; el redescubrimiento del escepticismo durante el Renacimiento y la Reforma; el papel del Estado moderno al dictaminar la forma de la tolerancia y la coexistencia religiosas; la creación de una filosofía moral desprovista de fundamentos religiosos; el canto de sirena del capitalismo, la innovación tecnológica e industrial y la prosperidad impulsada por el consumidor a expensas de la fe; y la institucionalización del saber secularizado en la universidad moderna. En diálogo con destacados filósofos como Alasdair MacIntyre y Charles Taylor, Gregory cuenta una historia que está tan en deuda con elementos de la filosofía moral y la teología católica moderna como con la reconstrucción histórica de los acontecimientos. El pasado en toda su compleja (si no contradictoria) condición pretérita no es el punto focal de Gregory aquí; recrimina a muchos de sus colegas por su tendencia a favorecer la recreación intrincada de un momento específico sobre la gran narrativa sintética de la historia que abarca muchos siglos. Gregory considera la historia como una ocasión para reflexionar y disertar sobre el pasado. Su objetivo es comprender el proceso por el cual los trascendentales actos de reforma del cristianismo occidental realizados en nombre de la fe por Lutero, Calvino y otros disidentes radicales y sus seguidores en el siglo XVI permitieron la creciente ausencia de fe en Europa Occidental, Canadá y los Estados Unidos y un declive en los valores morales compartidos en el siglo XXI.
El punto de partida de Gregory es el trabajo del teólogo y filósofo franciscano de finales del siglo XIII Duns Scoto. Al contrario de Tomás de Aquino, Scoto pensaba que la esencia de una cosa no podía separarse de su existencia. Sus argumentos trajeron a Dios a la tierra. Sin explicar exactamente cómo Scoto influyó en los acontecimientos de la Reforma —y el subsiguiente surgimiento de la teología racional en el siglo XVII y la Ilustración descreída en el XVIII— Gregory enfatiza que la tendencia escolástica a cuestionar y debatir todos los aspectos de la fe abrió la puerta a una nueva concepción de Dios, poniendo en peligro la naturaleza especial de lo divino al medirlo con las nuevas herramientas de la razón.
El retrato de Gregory del legado de la vida intelectual medieval en el mundo moderno se basa en un puñado de ejemplos clave. Una narrativa más densa habría explorado una gama de figuras influyentes y su posteridad intelectual, entre ellas el sucesor de Scoto y colega franciscano, Guillermo de Ockham; el obispo y filósofo del siglo XV Nicolás de Cusa, cuyo platonismo radical puso en duda toda la empresa escolástica; y destacados filósofos modernos como MacIntyre, que han buscado revivir la ética aristotélica. Pero, para ser justos con Gregory, su discusión sobre Scoto aparece como una de una serie de historias entretejidas en un solo capítulo, no como un relato completo del legado escolástico para la teología y la filosofía contemporáneas.
Si los debates filosóficos eruditos hubieran quedado confinados a las salas de conferencias de la Baja Edad Media en Oxford, París y Colonia, los debates sobre la esencia de Dios habrían permanecido como algo puramente académico. Pero una revolución intelectual medieval en los monasterios y universidades dio paso a un renacimiento filosófico ilimitado que abrazó las ideas paganas acerca de que la materia es la piedra angular del universo, propugnada por primera vez por escritores de la Antigüedad como Demócrito, Epicuro y Lucrecio, y también legitimó la posibilidad de duda mientras busca explicaciones naturales de las fuerzas que actúan en el mundo. Montaigne, Galileo, Descartes, Hobbes y Hume, entre otros, figuran en el linaje intelectual que Gregory traza (con muchos saltos en el camino) hasta los nuevos ateos como Richard Dawkins y Daniel Dennett, quienes, alardeando de su agresivo secularismo, han declarado a Dios como una hipótesis defectuosa que no puede resistir el escrutinio científico. Al mismo tiempo, Gregory explica cómo los detractores del poder y la autoridad en expansión de la Iglesia medieval tardía desenmascararon su arrogancia y abusos y los fundamentos cuestionables de sus prácticas e instituciones fundamentales. Los iracundos ejercicios de fe monástica de Lutero, el examen casi jurídico de Calvino al Nuevo Testamento griego y las ideas religiosas de varias generaciones de los primeros reformadores comenzaron a descartar la necesidad teológica y moral de la Iglesia Católica romana. Los principios centrales del cristianismo occidental universal, cuyas prácticas crearon un marco moral común y mantuvieron un fuerte sentido de comunidad, quedaron irrevocablemente en duda. La religión había quedado a la deriva de sus amarras medievales para todos, excepto para los católicos más creyentes.
Montaigne, Galileo, Descartes, Hobbes y Hume, entre otros, figuran en el linaje intelectual que Gregory traza hasta los nuevos ateos como Richard Dawkins y Daniel Dennett, quienes, alardeando de su agresivo secularismo, han declarado a Dios como una hipótesis defectuosa que no puede resistir el escrutinio científico.
Sin embargo, la Palabra de Dios tampoco fue un ancla firme. Al hacer de la Biblia únicamente la fuente de una fe renovada, los sabios e inquisitivos humanistas cristianos y los reformadores protestantes la expusieron inadvertidamente a lecturas e interpretaciones contrapuestas. Su entusiasta edición y traducción del Nuevo Testamento planteó dudas sobre la autoridad de cualquier texto (no olvidemos el error de imprenta en la “Biblia Malvada” de 1631 que transformó el séptimo mandamiento en una frase de infamia: “cometerás adulterio”). Los reformadores radicales apreciaron en la Palabra la base para una revolución social y política, lo que proporcionó razones convincentes para el matrimonio de la política y la religión como fuerza estabilizadora en un mundo cada vez más inestable. Como comenta Gregory, eventos devastadores como la Guerra de los campesinos alemanes, las Guerras de religión de Francia y la Guerra civil inglesa forzaron a la religión organizada a una posición subordinada a la autoridad secular. Sin embargo, no importa cómo los gobernantes dictaron la práctica de la religión en un mundo pos-Reforma, no pudieron sofocar la duda intelectual y la disidencia religiosa. Los primeros Estados modernos tuvieron que resistir o adaptarse a esta nueva realidad. Cada vez más, eligieron lo segundo.
Las consecuencias intelectuales de estos desarrollos no fueron menos revolucionarias. Surgieron nuevas formas de la verdad, y debido a que ya no se basaban en las Escrituras sino en la naturaleza, o tal vez en la claridad de la mente poscartesiana sin otro límite mayor que ella misma, la cuestión de cómo reconciliar diferentes verdades se volvió más urgente y apremiante. Galileo, citando a san Agustín, declararía de manera célebre que dos verdades no pueden contradecirse (lo que, irónicamente, es la posición de la Iglesia Católica romana hoy); una cuestión igualmente apremiante era cómo asegurar que la verdad singular de la fe estuviera afianzada en sus textos esenciales. A medida que los eruditos y teólogos buscaban establecer la Biblia definitiva mediante la aplicación de nuevas formas de conocimiento, las respuestas cambiaron.
A imitación de Lutero, William Tyndale tradujo audazmente el Nuevo Testamento al inglés en 1525; el rey Jacobo I requirió no menos de cuarenta y siete expertos discutiendo cada línea para crear la Biblia del rey Jacobo en 1611. Detrás de estas Biblias modernas yace un mundo de incertidumbre sobre los textos bíblicos en idiomas antiguos. En 1707, el teólogo anglicano John Mill identificó más de 30.000 variaciones en diferentes versiones del Nuevo Testamento, en griego y latín. ¡No hay que extrañarse de que Jefferson leyera una biblioteca de Biblias con unas tijeras en la mano! Sin embargo, ¿podrían tales ejercicios racionales realmente apuntalar la creencia y disipar la duda? En ausencia de una tradición fuertemente católica, con su acumulación de siglos de doctrina aprendida, autoridad e instituciones que ofrecían el camino hacia buenas respuestas a las preguntas de la vida, la fe de muchos protestantes se basó cada vez más en una experiencia personal de Dios.
De esta manera, argumenta Gregory, la consecuencia inmediata no buscada de la Reforma fue un banquete de degustación religiosa, una aparentemente interminable fiesta de fes, que condujo a la creación de naciones modernas que finalmente acomodaron todas las permutaciones posibles de creencias que no violaran sus leyes civiles. Como observó J. Hector St. John de Crèvecoeur en sus Cartas de un granjero estadounidense (1782), su patria adoptiva era «una extraña mezcla religiosa», y concluyó que toda esta cohabitación y matrimonio mixto generaría “indiferencia religiosa”. Crèvecoeur tenía razón al pensar que los estadounidenses se acostumbrarían a vivir con personas de otras religiones y que la familiaridad atenuaría la naturaleza de estas distinciones para muchos, pero se equivocó al concluir que la tolerancia conduciría necesariamente a la complacencia o a una completa fusión de creencias. Muchos estadounidenses son tan propensos a cambiar de religión como a comprar un auto nuevo, sin mencionar a mudarse a una casa nueva, pero la gran mayoría aún cree. Según una encuesta de Gallup de 2011, el 92 por ciento de los estadounidenses —un 6 por ciento menos que en una encuesta de 1967— informaban que creían en Dios.
El núcleo del relato de Gregory sobre la Reforma involuntaria es su análisis de la Edad de Oro holandesa, un puente entre el legado del cristianismo medieval y la promesa pluralista del liberalismo angloamericano. Después de una sangrienta liberación del dominio católico español que condujo a una declaración de independencia holandesa en 1581, los contemporáneos de Rembrandt decidieron enfatizar la ganancia compartida en lugar de persistir en sus luchas por las divisiones a causa de la fe. El resultado fue la primera sociedad pos-Reforma, tolerante sin ser ecuménica. Ya no guiados por la ética cristiana medieval, con su crítica de la avaricia y la usura, los holandeses reinventaron su economía y, lo que es más importante, sus actitudes hacia la riqueza y el consumo, para adaptarse a las necesidades de una próspera sociedad comercial dedicada también al comercio a larga distancia, así como a la producción y consumo local.
Los holandeses invitaron a personas de muchas religiones diferentes a su entorno para maximizar las ganancias en el camino hacia la prosperidad, creando nuevos niveles de interacción e intimidad entre personas que vivían y trabajaban juntas pero que no compartían las mismas creencias. Gregory vuelve a examinar la formulación clásica de Max Weber sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, desplazando su centro de gravedad de Inglaterra a los Países Bajos. Debemos los orígenes del centro comercial primero a los holandeses, quienes disiparon el sentimiento de culpa del deseo de adquirir, y posteriormente a los puritanos de Nueva Inglaterra y su progenie liberal, quienes insistieron en que la generación de riqueza era un bien común que construiría una sociedad mejor. Considere las consecuencias, a escala global, del capitalismo y el consumismo en nuestros días, y comprenderá por qué Gregory lamenta la debilidad de la religión institucionalizada cuando se enfrenta al poderío económico de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.
Así como las observaciones de Maquiavelo sobre el papado renacentista separaron la política de la moralidad cristiana, la laboriosidad profana de los holandeses del siglo XVII convirtió en virtud otro vicio. La locura de los tulipanes, un proyecto de especulación de mercado manejado en gran parte por los menonitas holandeses, fue un subproducto de un mundo herido con instrumentos fiscales novedosos y que disfrutaba de nuevos niveles de comodidad material. Pero, ¿qué papel jugó la Reforma en el estímulo de estas nuevas actitudes? En siglos anteriores, los comerciantes solían registrar en sus libros que estaban haciendo la contabilidad “para Dios y el beneficio”. El lento pero constante declive del piadoso hombre de negocios medieval en favor del capitalista amoral de pleno derecho marca el proceso por el cual Dios dejó de ser un accionista. Que este cambio ocurriera en tierras católicas, así como en la diáspora protestante que se extendía desde Ámsterdam hasta la Nueva Ámsterdam, desde Londres hasta Bombay, en realidad no figura en el análisis de Gregory.
La pieza final del rompecabezas de Gregory se refiere a los esfuerzos por encontrar las respuestas a las preguntas más importantes de la vida en proyectos seculares de conocimiento que desafiarían cada vez más el monopolio de la religión sobre la verdad. Desde que Lutero rompió con Roma, no ha habido un camino único y evidente hacia la verdad para los cristianos creyentes. Uno de los resultados involuntarios de la Reforma ha sido la elección de creer lo que quieras: en un Dios cristiano particular, en un Dios sin denominación, en la verdad de una fe diferente (un tema ausente del enfoque exclusivo de Gregory en la historia del cristianismo), o no creer en absoluto. La búsqueda de respuestas, argumenta Gregory, ha dado lugar a la proliferación de formas de conocimiento, al liberalismo político y su sentido expansivo de ciudadanía, así como a instituciones y a una ética de los derechos cuidadosamente limpiada de un compromiso de fe particular.
Siguiendo a MacIntyre y Taylor, Gregory cuestiona muchos de estos resultados. Lamenta la incapacidad de la filosofía moderna para idear soluciones efectivas a cuestiones importantes sobre la naturaleza de la condición humana, y ve las raíces de estos esfuerzos anodinos en el fracaso del liberalismo para crear una sociedad buena basada únicamente en la razón. También ofrece una réplica a los defensores científicos del naturalismo como Dawkins al definir la ciencia como fundamentalmente amoral en el sentido literal: incapaz de crear un código de ética para el comportamiento humano a partir de su reserva de observaciones empíricas sobre el mundo natural. Gregory no tiene nada que reprochar a la ciencia como ciencia, y reprende a quienes descartan los hallazgos y el consenso de la comunidad científica sobre temas como el calentamiento global. En cambio, le preocupa por qué los científicos —esos «sacerdotes de la naturaleza», en el lenguaje de la época de Newton— desean definir la fe sin declarar la naturaleza de sus propias creencias.
Éstas son críticas enérgicamente planteadas y profundamente sentidas que los lectores que no comparten tales convicciones pueden descartar con demasiada facilidad. Si bien Gregory tiene mucho cuidado en demostrar lo que sabe sobre el pasado, a menudo se apresura a hacer grandes declaraciones sobre el presente, creando una tensión incómoda entre su erudición meticulosa y sus útiles críticas de la sociedad contemporánea. De hecho, los elementos de su interpretación del secularismo moderno rayan en la caricatura y es poco probable que le ganen el respeto de aquellos con quienes busca debatir, a saber, sus colegas en muchas universidades e instituciones educativas que, independientemente de sus creencias religiosas, ven las cosas de manera diferente. En el espíritu de John Henry Newman y C.S. Lewis, Gregory nos invita a considerar cómo la fe puede ser fundamental no solamente para el estudio de la religión, sino también para muchos proyectos diferentes de conocimiento dentro de las salas de la academia. Expresa la esperanza de que tal educación tenga un efecto de recuperación en la sociedad al restaurar algunos de los mejores elementos de la comunidad cristiana medieval que se han perdido en un mundo pos-Reforma. Dicho de otra manera, quiere una coda diferente a la Reforma, una que proporcione una base ecuménica para la universidad del siglo XXI.
Si bien la fe puede animar grandes proyectos de aprendizaje y proporcionar una base sólida y positiva para la reflexión moral y la comunidad, también ha sido invocada como justificación de la violencia y el asesinato. Para no ser acusado de ser puramente nostálgico de un mundo que hemos perdido, Gregory destaca los problemas del catolicismo medieval tardío y reconoce que había razones de peso —como los abusos fiscales del papado, la laxitud moral y la ambición secular de crear un Estado fuerte— para cuestionar algunas de sus prácticas. Sin embargo, su relato de cómo la escisión protestante del cristianismo occidental dio origen al mundo moderno no aborda varios temas cruciales, como las tensiones y divisiones en curso dentro del catolicismo desde la Reforma hasta el día de hoy. ¿Cómo contribuyó la Iglesia Católica romana al pluralismo religioso y la erosión de un sentido de comunidad y propósito compartido? ¿Qué papel jugaron las interacciones del cristianismo con otras religiones en la creación del pluralismo y la tolerancia modernos?
La Reforma involuntaria de Gregorio es una historia decididamente protestante. Sin embargo, la historia del catolicismo pos-Reforma está repleta de ejemplos de cómo los encuentros de la Iglesia con un mundo más amplio —ya sea en la América Latina colonial, la China de la dinastía Ming o el Harlem italiano del siglo XX, en el famoso relato de Robert Orsi sobre el catolicismo estadounidense presenciado en el altar de la Virgen de la calle 115— provocó muchos ajustes, antes de las encíclicas de León XIII (que definían la relación de la Iglesia con la época moderna) e incluso después del Concilio Vaticano Segundo. Gregory conoce bien esta historia, lo que hace que su casi ausencia en La Reforma involuntaria sea especialmente notoria. Sin ella, uno podría concluir que el mayor lamento de Gregory es el hecho de que los cristianos renunciaron a una fe unificada en favor de creencias personales, y a expensas de cualquier sentido compartido de comunidad.
Si he entendido bien a Gregory, su respuesta al fracaso de la Ilustración es un llamado a una ética cristiana renovada y su infusión en los ámbitos de la educación y la vida pública como un primer paso hacia la solución de problemas actuales.
¿Qué espera lograr Gregory al escribir la historia como teología moral? Admite a regañadientes que ningún relato razonable del pasado haría que las sociedades de la era premoderna, en gran parte analfabetas, políticamente restrictivas, materialmente empobrecidas, plagadas de enfermedades y devastadas por la guerra, parecieran preferibles a la vida en una sociedad que, mientras espera su “segunda religiosidad”, ofrece alguna promesa razonable de salud, educación y bienestar. Las grandes preguntas con las que lidiamos hoy incluyen cómo rectificar el equilibrio de las cosas a la luz de la globalización, la sobreproducción, el aumento del consumo, el aumento de la población, la pobreza endémica en muchas partes del mundo, las consecuencias de una infraestructura cada vez más impulsada por la tecnología y la depredación ambiental. Si he entendido bien a Gregory, su respuesta al fracaso de la Ilustración es un llamado a una ética cristiana renovada y su infusión en los ámbitos de la educación y la vida pública como un primer paso hacia la solución de estos problemas.
La Reforma involuntaria es una empresa ambiciosa, y no puedo dejar de admirar a Gregory por atreverse a salir de su rincón académico para escribir un manifiesto para el presente informado por el pasado. Sin embargo, creo que sus argumentos se ven obstaculizados por su falta de voluntad para comprender a las personas con las que más está en desacuerdo, bajo la premisa de que han renunciado a la verdad. Su relato de los habitantes modernos del Reino-de-lo-que-sea no hace justicia a los matices de los no creyentes; mediante ningún esfuerzo de la imaginación se puede describir a la mayoría de esta minoría como nuevos ateos. Además, la cuestión de si los mejores aspectos de la política y la religión liberales han fracasado tan rotundamente como él parece pensar, está lejos de estar resuelta. Lo que más elude la comprensión de Gregory es la pluralidad de la sociedad estadounidense contemporánea que se propone describir. Al final, no comunica las muchas manifestaciones de la fe en los Estados Unidos, ni explica por qué alguien pensaría que el mundo moderno está reencantado en lugar de desencantado frente a la duda.
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