Una noche con Sasha

Nuestro colaborador nunca fue al Eurocentro y nunca sintió interés por los gamers o sus rituales. «A pesar de ello —escribe—, Christopher Rosales construye con eficacia y verosimilitud a personajes que deambulan por estos lugares».

Mi vida junto a Sasha Grey
Christopher Rosales
Abducción Editorial
2017


La noche del viernes me llamó por teléfono una amiga a la que dejé de ver hace mucho tiempo. Las razones no las recuerdo; en verdad, miento, sí, las recuerdo, pero son cosas sobre las que es mejor poner un colchón de silencio.

Sollozaba al otro lado de la línea y me pidió juntarnos un rato. Yo, que estaba comiendo un completo y escuchando cuarteros de Rodrigo, le dije —más por compromiso que por interés— que si quería fuera hasta mi departamento. Llegó a los cinco minutos con una botella de pisco. Se tomó una piscola al seco y volvió a llorar, como si el brebaje aumentara su pena, como si el copete hiciera más crudo el otoño. Después de poner canciones de Salo Reyes en YouTube me contó que su pololo la abandonó: se fue con otra una madrugada y ella lo extrañaba a rabiar.

La intenté tranquilizar con lugares comunes. Paso a paso se fue calmando. Quería hacerla entender que las parejas son esporádicas, son circunstanciales. Ella no lo entendía, o más bien se negaba a creer que fuera así. Se automentía. Tampoco la juzgo —ni a ella ni a nadie—,  a los veinte años se creen muchas falsedades. Ya lo dijo Roberto Bolaño: “La juventud es una estafa”.

Cerca de las cinco de la mañana se fue, y antes de encender el último pucho me dijo: “El pico está sobrevalorado”. Me quedé pensando en su afirmación. No me dejó indiferente. Me paseé por mi biblioteca buscando algo para leer y me encuentro con el libro “Mi vida junto a Sacha Grey” (Abducción Editorial) de Christopher Rosales. Lo tomé preguntándome si Sasha Grey —la mítica actriz de porno alternativo— pensaba lo mismo que mi amiga.

Comencé a leer los cuentos desordenadamente. Buscando respuestas partí por el último que lleva el mismo nombre que el título. Me atrapó la historia de un adolescente que vive en una casa ocupa. Habla del punto de inflexión que fue en su vida conocer a Sasha Grey. Antes de su presencia tenía una mediocre banda de metal y un padre muerto por el cual nunca sintió orgullo. Todo cambió el día de su graduación de cuarto medio. Previo a dar el discurso en el acto de cierre, su mejor amigo le mostró un video de Grey teniendo sexo. Se desconcentró completamente, en el escenario hizo el ridículo, cuestión por la que se ganó el odio de apoderados y compañeros. Desde ese instante su mundo se empapó de cuadernos, videos y afiches que involucraban a la actriz porno. Vivía y moría por ella sin que ella nunca lo supiera. Un día todo cambió. Una —esperable— noticia mandó su vida varios centímetros más abajo del suelo. Ahora, en una pieza fría y tomando ron Dorado extraña a Sasha hasta las lágrimas, hasta anegarse su garganta de pena y alcohol.  Yo leo y me entretengo, mientras la afirmación de mi amiga se evapora con prisa y sin pausa. Ya no busco respuestas. En la ventana la aurora hace su estreno mientras continúo por el primero cuento.

Nunca fui al Eurocentro. Nunca me llamaron la atención los gamers ni sus rituales, por ende, me son mundos bastantes ajenos. A pesar de ello, Rosales construye con eficacia y verosimilitud a personajes que deambulan por estos lugares. Sitios que ven como templos del amor, la amistad y el ocio en los cuales gastar los pocos pesos de sus mesadas con el fin de satisfacer su consumo cultural. Un ejemplo de ello es el cuento» Las películas de Tony Jaa», el cual narra la historia de un adolescente fanático de las películas de este luchador tailandés. Al igual que con Sasha Grey, asistimos a la devoción de un personaje mediático que se pretende imitar y alcanzar. Lejos de poder conseguirlo, la vida del adolescente transcurre entre peleas escolares y conversaciones sobre las películas de Chuck Norris.

«El último gol» es un relato que transcurre durante los funerales de José, un adolescente dedicado al micro tráfico y la delincuencia. El día de su muerte, la población completa sale a despedirlo. Lejos de las redundancias y los lugares comunes, el ritual final ocurre dentro de una cancha de fútbol. Una simbología particular y peculiar que me hizo recordar los mejores cuentos de Roberto Fontanarrosa. El sol ya estaba arriba. La pregunta de mi amiga no existía. Los cuentos de Rosales me atrapaban.

Termino el libro por la mitad y casualmente lo hago por el que —a mi juicio— es el mejor cuento. Un estudiante de historia que considera a Eric Hobsbawm un pajero, se obsesiona con una joven que vende hamburguesas de soya en los patios de la universidad. Nunca le habla, nunca intenta nada. Años después, se entera por las noticias de que pertenecía a una secta que quemó vivo a un lactante.

Cuando son cerca de las dos de la tarde termino el libro, prendo el computador y comienzo a escribir esta reseña. En mi cabeza rebota insistentemente el consumo cultural de masas que une a todos los personajes del libro. Pretendo comenzar por allí, por ese hecho sociológico, pero me detengo y prefiero optar por mi amiga a la cual —sin que ella lo sepa— comienzo a convertir en una ficción.

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