Dos grandes historiadores se unen. Uno, inglés, comenta una compilación del otro, italiano. Keith Thomas destaca la irresistible mixtura de erudición y penetrante inteligencia de Carlo Ginzburg.

Una vez acompañé a Carlo Ginzburg en una visita a Blackwells, la famosa librería de Oxford. No tuvo interés en ver la inmensa sección dedicada a la historia. En cambio, se dirigió directamente a los estantes que contenían obras de antropología, filosofía y teoría literaria. En ese momento aprendí la diferencia entre un simple historiador y un intelectual europeo.

El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio, la última colección de ensayos de Ginzburg sobre historiografía y método histórico, abunda en referencias a filósofos desde Platón a Wittgenstein, antropólogos desde Lafitau a Geertz y figuras literarias desde Homero a Proust. Los pensamientos de Benedetto Croce, Erich Auerbach, Walter Benjamin y Siegfried Kracauer son invocados repetidamente. El hilo y las huellas se mueve con igual facilidad de la retórica clásica a los Protocolos de los sabios de Sión, y de la Menorca del siglo V a la Venecia del siglo XIV. Ginzburg afablemente confiesa que el placer de dominar nuevos temas lo lleva a áreas con las que no estaba antes familiarizado. Al igual que un estudiante dotado, puede escribir un ensayo deslumbrante al final de la semana sobre un tema del que nunca había escuchado al principio de la misma.
Esta inquietud intelectual tiene sus desventajas. Ginzburg se sumerge en un tema, ilumina brillantemente algún aspecto de él, y luego se lanza a algo completamente distinto. Él sugiere nuevas preguntas para ser formuladas, pero no se queda para responderlas. Sus ensayos no siempre persiguen un argumento secuencial, y su agitación y aparente falta de dirección se ven exacerbados por su práctica de dividirlos en párrafos numerados. Con todo, su mixtura de erudición y penetrante inteligencia es irresistible.

Gran parte de esta colección se refiere a la relación entre la historia y la ficción. En compañía de la mayor parte de los historiadores practicantes, Ginzburg es hostil a los escépticos posmodernistas que niegan la existencia de cualquier distinción firme entre los dos géneros. Al igual que Pierre Vidal-Naquet antes que él, sabe muy bien que el Holocausto tuvo lugar y que los escritos de un testigo como Primo Levi no se deben descartar como simples textos literarios que nunca podrán darnos una ventana a la realidad. Sin embargo, Ginzburg también es consciente de que las historias son creaciones literarias que compiten con las novelas y la poesía como formas de representar el pasado. Nos recuerda que, a lo largo de los siglos, los historiadores y los contadores de historias se han obligado mutuamente a elevar su juego mediante préstamos recíprocos. Los primeros historiadores modernos reforzaron sus afirmaciones de decir la verdad sobre el pasado al dejar de poner discursos imaginarios en la boca de su elenco de personajes y trazar una firme distinción entre fuentes «primarias» y «secundarias». En respuesta, los novelistas trataron de mejorar el estatus de su arte simulando que las historias que contaban eran historias verdaderas. Más tarde, ellos dejaron su sensación de inferioridad y se lanzaron a la ofensiva, afirmando que la ficción podía iluminar áreas del pasado que los historiadores habían ignorado. Los autores de The Athenian Letters (1741) y Le Voyage du jeune Anarchasis (1788) inventaron documentos que evocaban vívidamente la etnografía de la antigua Grecia. Stendhal, Manzoni, Balzac y Flaubert afirmaban ofrecer una imagen más completa de la vida que la que ofrecían los historiadores que se limitaban a los asuntos públicos. Curiosamente, Ginzburg no hace referencia a la contribución esencial de Sir Walter Scott, el inventor de la historia social moderna.
El hilo y las huellas abunda en vislumbres sorprendentes sobre una variedad de temas, desde los orígenes de la microhistoria italiana hasta la importancia de leer documentos contra la corriente. Como señala Ginzburg, cada texto contiene elementos no controlados, y todos los escritores dejan huellas involuntarias sobre sí mismos. Ginzburg deja algunas voluntarias también, ya que es un autor muy consciente de sí mismo que especula libremente sobre sus propias motivaciones inconscientes. Su voz distintiva proviene de su judaísmo, de su política de izquierda y, sobre todo, de la impresión que le causó el «feroz desdén por la historia vacía y convencional de los historiadores», de Tolstoi.
*Reseña aparecida en Common Knowledge 20:1 (2013). Traducción de Patricio Tapia.
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