Entrevistas
Roberto Bruna, autor de “La Mala Raza”: «Es un homenaje a la última generación de verdaderos lectores”
Por Jacmel Cuevas + Roberto Bruna | Oct 01, 2018
La ópera prima del periodista Roberto Bruna es una novela social de tipo realista que, según reconoce, “es vista hoy como una rareza”. Aunque sabe que la sola extensión de su relato probablemente lo aleja de la “cultura millennial”, aun así asume el riesgo de contar la violencia de la Dictadura y, especialmente, la Transición.

Roberto Bruna.
Hubo un momento en la historia de Chile que la sociedad consagró el fraude social y económico naturalizando la brutalidad, la impunidad y el saqueo cometidos en dictadura. La Transición se instala como un telón de fondo permanente, ese periodo que convirtió en normal todo aquello que sería anómalo en el mundo (pagar por estudiar, por ejemplo). Unos ganaron a manos llenas y otros quedaron debajo de la mesa. “La Mala Raza” es la historia de los que perdieron.
El primer trabajo de Roberto Bruna es una novela que resume la violencia que existe en Chile, una especie de “enciclopedia del abuso” que se construye a partir de hechos verídicos. El argumento de la novela se desarrolla en dos momentos distintos y con personajes distintos, hasta que ambos planos se funden en lo profundo de la Transición, a pocos años de la “revolución pingüina”, en ese desolado “páramo del ciudadano” y “paraíso del consumidor”, como decía Tomás Moulián, donde los derrotados por la Dictadura no tenían más que hacer que remover los escombros de lo que alguna vez fue el pueblo chileno.
Todos ellos son tópicos recurrentes para una generación de chilenos, la generación “de nuestros padres”, dice Roberto Bruna, aquellos que sólo tenían libros y revistas para pasar el tiempo cuando niños, y que no sólo fueron capaces de fortalecer el músculo intelectual para enfrentar libros de largo aliento, sino que alcanzaron a disfrutar de un Chile —si bien bastante más pobre— más humano y solidario.
—Si tuvieras que explicarle a una persona de qué trata tu libro “La Mala Raza”, ¿qué le dirías?
“La Mala Raza” es una novela que condensa, en poco más de 400 páginas, todas las formas de violencia que hay en Chile, situándola en el periodo que comprende la Dictadura y, muy especialmente, la Transición a la democracia. En Chile jamás veremos restos humanos mutilados colgando de un puente como en México, que es el espectáculo que a menudo regala el narco a los mexicanos, pero tiene otras expresiones más sutiles, más simbólicas: la violencia económica, la violencia de clase, la violencia racial, la violencia contra la infancia y contra las mujeres, el abominable empobrecimiento de nuestros ancianos, la apropiación del trabajo ajeno por parte del patrón, etc. “La Mala Raza” es la enciclopedia chilena del abuso, la crónica de una sociedad que se enferma en la búsqueda de dinero, un registro del espantoso vaciamiento moral que vivimos por estar obligados a buscar plata, porque para todo se nos exige plata, en fin; pero “La Mala Raza”, decía yo, es también una historia máxima contada por los personajes más irrelevantes de Chile: una mujer mestiza, un profesor de enseñanza básica… ¿Qué vale un profesor en los años de la Transición? ¿Cuánto vale una mujer migrante medio mapuche para una sociedad como la chilena? Para ambas preguntas la respuesta es la misma: nada. Nada valen. Ellos y un montón de gente más no valen un peso para los que dominan esta especie de hacienda que llamamos Chile.
—El nombre es un tanto controversial. ¿Por qué lleva ese título?
Déjame mencionar el contexto en que surgió este nombre para la novela: siempre fui un aficionado de la literatura porque me permitía ejercitar mis destrezas escriturales como periodista. Los últimos años estaba escribiendo sobre estas violencias, pero faltaba ese espíritu que permitiese vertebrar un relato único. Por razones médicas debí dejar el periodismo de prensa, que es incompatible con la vida familiar, para desempeñarme en el mundo de la comunicación institucional. Y fue mientras trabajaba para el gobierno de Bachelet que pude ver a un político “progresista” rechazar una idea determinada en beneficio de la población porque “en Chile la raza es la mala”. Es decir, todo es inútil. Lo decía en serio, con la resignación de quien tiene una convicción firme sobre la inutilidad de toda iniciativa que mejore la calidad de vida de las personas. ¿Por qué? Porque los chilenos no tienen vuelta. Esta persona asumía, como seguro asumen tantos y tantos chilenos, que existe una carga genética que condiciona nuestro desempeño futuro, incluso nuestra moralidad. Todo muy fascista, ¿no? El caso es que todo lo que aparece narrado en el libro sucedió alguna vez en Chile. La realidad supera la ficción.
—“Y lo que aún no ha sucedido todavía, seguro entonces pasará en un futuro no muy lejano”, según dijiste en la presentación de la novela.
Exacto, y lo repito en el prólogo. Esa naturaleza fascista y cíclica tiene a una sociedad entera corriendo en círculos. Y la amnesia juega un rol en todo eso. Pese a que su historial de crímenes es insignificante al de México o Brasil, Chile es país muy aterrador también. Su determinismo es aterrador.
—¿En qué o en quiénes te inspiraste para escribirla?
Más que nada en los destinatarios de este trabajo. “La Mala Raza” es un homenaje a la generación de mis padres, los que eran jóvenes cuando los milicos dieron el Golpe, los que tuvieron que sufrir la reacción en Dictadura, los que crecieron en una infancia sin TV, sólo con diarios, libros, revistas y radio, lo que generó en ellos la capacidad de soñar e imaginar, que es lo que te regala el gusto por la lectura. Ellos formaron parte de la última generación que leyó. ¿Qué leían? Crecieron leyendo a Baldomero Lillo, a Nicomedes Guzmán, a Manuel Rojas, y a escondidas leían a todos esos escritores huachacas que fueron injustamente marginados del canon, como Armando Méndez Carrasco, el mejor de todos; el paco (Luis) Rivano, recientemente fallecido, y también (Alfredo) Gómez Morel. Y ese mundo lector de novelas largas ya está en extinción. Fíjate que en la novela la protagonista obliga a su hijo a leer “El Corsario Negro” de Emilio Salgari pero en la versión original, que tenía más de quinientas páginas, mientras que a sus compañeritos de escuela sus padres les entregan la versión resumida de la editorial Zig Zag. Es de las pocas cosas que extraje de mis vivencias personales, pues mi padre optó por pasarme el original y aprovechó de aclararme que nunca, jamás, me haría leer un resumen. Y se lo agradezco. Yo ahora agarro libros largos y me peino con ellos (ríe). Agarré el Ulises de (James) Joyce y pude sobrevivir a él. Tampoco morí leyendo el “2666” de Roberto Bolaño o “El Traductor” de Salvador Benesdra, una novela de culto en Argentina que tiene más de 700 páginas. Siento una satisfacción mayor cuando acabo de leer novelas largas. Ya terminar algo en la vida es un verdadero triunfo. No importa cuán largo es el viaje, sino cuánto aprendo de él.
—También dijiste que era una novela dedicada a las mujeres.
Tengo dos hijas. Y ambas me preguntan por qué Chile es así, por qué un anciano trabaja y el Tata no, porque las mujeres ganan menos que los hombres, etc. Ya están en edad en que hacen esas preguntas complejas. Y a veces prefiero que ellas lean este libro para que se enteren del tipo de país en que vivimos y la sociedad que hemos construido, con lo bueno y con lo malo. La protagonista es mujer.
UN AUTOR FUERA DE MODA
—¿Qué tan complicado puede ser para un escritor nuevo publicar una novela de 400 páginas?
Casi imposible, a menos que tú como autor vayas recomendado por un mecenas, que casi siempre suele ser un escritor ya consagrado que ve en ti a un continuador de su obra y perpetuador de su estilo. La envié a ocho editoriales y sólo cuatro me respondieron. Una de frentón me respondió que no, mientras que las tres restantes me dieron por respuesta un sí condicionado: sí, pero debemos dejarla en doscientas páginas o menos; sí, pero debemos tirar la novela en dos tandas, aprovechando que son dos historias que en algún minuto se entrecruzan. Una persona me lo dijo con brutal simpleza: “En Chile nadie lee más de doscientas páginas, ni siquiera las personas que leen”. Estuve muy cerca de hacer esto último, de tirarla en dos tandas, pero mi mujer me dijo “y tú, ¿acaso ahora piensas como un comerciante? ¿Desde cuándo estoy casada con un comerciante? Yo pensé que esto era arte y cultura, no un producto”. Fue algo así lo que me dijo, en tono de recriminación. Y yo le creí. Pero no puedo culpar a las editoriales tampoco. Al revés, debemos ser comprensivos porque sacar un libro no es nada barato. No sé el detalle, pero hubo que sacrificar un corrector de pruebas ya que los costos se estaban disparando mucho, y esa decisión redundó en “motes”. Es obvio que los costos se terminen disparando, más todavía en un mundo donde nadie lee. No podemos desconocer esa realidad.
—Al parecer la novela estaba destinada a morir en un cajón.
Desde luego. El caso es que pensaba que no sería posible sacarla, y ya me estaba olvidando de ella porque estaba abocado a escribir una novela muy distinta tanto en forma como en contenido. Pero “La Mala Raza” me terminó penando y me impedía seguir escribiendo. Una y otra vez volvía a ella. Era como la voz de un muerto que está ahí, rondando por mi conciencia de arrepentido, como si hubiera matado a una persona sin siquiera haberle dado una digna sepultura. Y salió entonces la posibilidad de sacarla a través de un sello nuevo que apunta a constituir un catálogo que incluya a esos escritores enterrados por la posmodernidad.
—¿Dónde está el valor de la novela?
En mi opinión, el valor de un libro está en cuánto uno aprende de él, no si es entretenido o no, pese a que uno igual debe procurar una acción dinámica que aligere la lectura. En Chile estamos muy jodidos con eso de “entretenerse”. Enseñamos a nuestros hijos a hacer cosas “entretenidas”, pero la vida no es entretenida. Al revés. Piensa tú en todos esos tipos que a esta hora están haciendo ejercicio en la plaza. ¿Lo están pasando bien? Yo te diría que no. Más bien los veo sufriendo mientras sudan la gota gorda. Ellos no están haciendo ejercicio porque lo pasan bien, sino por la satisfacción de hacer algo que les hace bien. Esa misma reflexión deberíamos hacer con la lectura. Uno ejercita la cabeza leyendo. Ojalá que en el futuro alguien, dando vueltas por una biblioteca, se encuentre el libro, lo lea y pueda reflexionar acerca de lo chiflados que estábamos en nuestro tiempo, de lo monstruoso que era Chile. El Chile donde un padre debía hacer bingos para tratar la enfermedad de su hija, el país donde un culto imponía su visión valórica al resto de la sociedad, el Chile de la deuda, del trabajo mal remunerado. Ojalá el Chile del futuro sea más crítico con nuestro presente. Tengo mis dudas.
—¿Podrían apreciarla los nuevos lectores, jóvenes que ven Youtube y casi ni visitan los sitios de los diarios en internet?
No lo sé. No creo. Quizás estoy subestimando al “lector millennial”. Por ahí me equivoco. Cuando hice radio en ADN tuve por tarea realizar reportajes con una fuerte carga editorial, y para generar el colorido necesario tuve que echar mano a ciertos elementos de la antigua radiofonía que ya estaban en desuso, como, por ejemplo, el radioteatro. Incorporaba sonidos ambientales, efectos de sonido, diálogos cómicos entre actores (que, entre paréntesis, eran mis propios compañeros de trabajo). ¡Y fíjate que funcionó! La propuesta fue un éxito, pese a que yo también tenía mis dudas. De repente es bueno ir a cachurear a esa bodega oscura que es la historia. Pero si me preguntas… mmmm… No sé. No sé si los jóvenes de hoy querrían ver narrados en páginas de un libro los mismos quebrantos que ven sufrir a sus papás. Quizás esos jóvenes buscan evasión, no leer lo que para ellos es un drama masivamente cotidiano. Quizás no les importa nada.
—¿No es un poco trágico asumir a priori una posición tan desventajosa?
Es la realidad. La realidad es lo que es, no la que uno quisiera. Una novela social del tipo realista es vista hoy como una rareza. Es algo de otro tiempo. Es como construir un edificio neoclásico en mitad del Sanhattan. Hoy la lleva la autoficción, el frikerío, la narración en primera persona… en fin; una cosa muy ‘selfie’. Hoy se estila escribir novelas cortitas. Cien páginas, ciento cincuenta páginas… qué sé yo. Aun cuando pueden ser novelas muy buenas, son novelas muy cortitas. Muchas de ellas son cuentos largos. Hay novelas construidas en base a cuentos muy distintos entre sí, cuentos que a veces no tienen nada que ver entre sí, pero que pueden ser unidos bajo un esquema de novela sólo porque tienen personajes en común, por ejemplo. Hay una tendencia en Chile al minimalismo, y sobre eso tengo mis críticas.
—¿Por qué?
Porque ahí donde algunos ven minimalismo, yo veo una falta de imaginación pura y dura. Ahí donde algunos ven una pluma directa, yo veo pura falta de recursos estilísticos; ahí donde algunos ven un lenguaje sencillo, yo veo un léxico pobre; ahí donde la prescindencia de contexto es asumida como una simplificación textual yo advierto un interés por hacer negocio, un intento por facilitar su comprensión y adaptación de la novela en el extranjero. Es un cosmopolitismo muy tramposo. Diría que es un lenguaje narrativo muy funcional al neoliberalismo que nos gobierna.
UNA NOVELA SOCIAL
—¿La narrativa minimalista está vinculada al capitalismo neoliberal? Así lo dijiste en el lanzamiento… ¿Ese neoliberalismo en qué se nota? ¿La literatura minimalista es consecuencia de la cultura neoliberal o más bien opera como sustento, como podría ser un sitio web que propaga su ideología?
Un poco de las dos cosas. Es reflejo-consecuencia y también opera como cimiento discursivo de esa versión extrema del capitalismo. Las novelas posmodernas no sólo carecen de una historia, sustituyéndola por un estado de ánimo (entre paréntesis, creo que la crítica puntual de Gonzalo Contreras en ese sentido es correcta), sino de la Historia con mayúscula, del contexto. Vemos pocos personajes, casi sin pasado, viviendo en lugares imprecisos. La novela minimalista es una novela dentro de cuatro paredes, intimista, y eso refuerza la idea de que sólo somos presente y que todo depende de nosotros. Da lo mismo si la acción transcurre en Berlín, Santiago o Los Vilos. Esa prescindencia de contexto refuerza el gran mito del neoliberalismo, ese gran mito fundante, que es que el único conflicto valioso se da en el ámbito personal y que nuestro destino depende única y exclusivamente de nosotros, de nuestro esfuerzo, de nuestra previsión, y que nada cuanto exista más allá de nuestro metro cuadrado, de nuestro hogar, influirá en nuestras vidas.
—Pero la protagonista de “La Mala Raza”, Maritza Cayumán, cree que se puede desconectar del mundo hostil que le rodea, y no veo por dónde ella sea un personaje que adhiera a los principios neoliberales…
La protagonista se encarga de instalar barreras con el mundo exterior y de crear un mundo especial para su hijo, pero en algún minuto descubre, a raíz de un crimen horroroso que le toca de refilón, que no tiene control sobre todas las variables. Y que un plan, por muy bien urdido y bien pensado que pueda estar, también se puede venir abajo por imponderables que escapan a nuestro control. Es falso que el destino dependa sólo de nosotros mismos. Eso es mentira. Pero ese gol los neoliberales ya lo hicieron y ahí tú ves a millones de personas que se han enfermado de la cabeza, castigándose por su fracaso en un emprendimiento, culpándose de la desdicha que les ha tocado vivir.
—Toda creación literaria es un intento por transmitir algo que se supone valioso. ¿Qué quieres transmitir con una novela como “La Mala Raza”?
Es ante todo un ejercicio de memoria, pero también de empatía. Yo en la novela escribo que todo aquel que se propone borrar la memoria tiene cuentas pendientes con la historia. De hecho, la novela parte con el despojo de las tierras a los mapuche luego de la “contrarreforma” agraria que sobrevino al Golpe, y lo duro que fue para ellos asistir al despojo y a la destrucción del bosque nativo para sustituirlo por pinos y eucaliptus. Una anciana oriunda de Renaico me contó cómo fue para su comunidad ver las maquinarias echando abajo todo su mundo. Ella lloraba mientras me lo contaba. Para nosotros tal cosa quizás es irrelevante, pero para ellos fue como presenciar su apocalipsis. ¿Cómo sería para nosotros ver que desaparece Santiago?
—La memoria es obstinada…
Mira tú lo que sucede hoy con el revisionismo de derechas, oponiéndose al Museo de la Memoria, relativizando lo ocurrido, justificando el asesinato y el robo, aunque muchos refieran a ese ejercicio justificador como una “contextualización”. Creo que “La Mala Raza” echa luz sobre los crímenes de la Dictadura pero también sobre el esperpento que vino después, que es la Transición, ese periodo que muchos han dado por superado pero que, al parecer, no queremos dejar atrás. Sigue siendo nuestro telón de fondo. También pretende salir al paso del otro mito que domina el relato neoliberal, que es la idea de un país poblado por gente hambrienta, desnutrida, tuberculosa, y que se vuelve próspero gracias a la modernización pinochetista. Eso es absurdo. Con un tercio del producto argentino teníamos cifras de vanguardia en América Latina, como nutrición infantil, mortalidad infantil, analfabetismo y un largo etcétera, todo gracias al trabajo que realizó el Estado desde el surgimiento del Frente Popular, o incluso desde antes, con Arturo Alessandri, que se apresta intervenir en la cuestión social. Es evidente el intento de ciertos sectores por borrar la memoria y fabricar una historia en base a mentiras.
—En el lanzamiento participaron la periodista y candidata presidencial Beatriz Sánchez, también Marco Kremerman, que es investigador de la Fundación Sol. Es un libro muy político.
Completamente. Y lo reconozco al tiro. No me interesaba convertir su lanzamiento en un acto cultural con escritores, poetas, críticos, periodistas del sector cultura. En absoluto. Creo que debemos reconectar al mundo de la cultura con la política. Hay una desconexión que se nutre de la autocomplacencia, algo que se torna muy patente en artistas que se acomodaron al establishment concertacionista y que al cabo los vimos agarrando agregadurías culturales en el extranjero, algunos cargos en la administración pública, o a la cabeza de museos, formando parte de un nuevo jet set con epicentro en El Liguria, o convirtiéndose políticamente conforme fueron descubriendo el valor de decir las cosas que los más ricos de Chile querían que ellos dijesen. Me tocó conocer algunos de ellos en mi calidad de periodista y ya me resultaba evidente que estaban en otra onda. Y están los otros, los que se dejaron abatir por la anomia y la desafección.
—¿Prefieres ser llamado “escritor” a “periodista”?
Yo no soy escritor. Creo que podemos nombrar como escritor a quien publica un segundo trabajo. Aún así preferiría ser llamado “periodista”, no “escritor”. El gremio de los escritores suele enfrascarse en peleas de conventillo; además tienen un ego demasiado grande, y eso se nota mucho en la manera en que resienten las críticas. Son muy blandos de pera. Me da la impresión de que se toman muy en serio cosas que ya no son tan importantes. Yo creo que lo mejor sería no tomarse las cosas muy a pecho, creo que hay que quitarle solemnidad a lo que hacemos; creo que debemos chacotear un poco, pasarlo bien porque la literatura fue y ha sido un hermoso pasatiempo para el 99% de los que han escrito alguna vez en su vida. Sólo para una minoría resultó ser un trabajo. Creo que hay que dejar de ir en busca de la gloria, de la fama o lo que sea, porque la gloria suele ser muy esquiva con quienes se la pasan yendo en su búsqueda. Es tiempo que aceptemos nuestra irrelevancia. Que nuestros nombres no aparezcan en Wikipedia no significa que nuestras vidas pasarán en vano. En Chile debemos ser más como los peruanos, que lo pasan bien, que escriben con soltura, que demuestran un dominio virreinal de la lengua y una erudición mayor. Por eso son los mejores. Dejemos de lado esa pretensión minimalista que se torna verbicida y provinciana, dejemos de buscar la aprobación de un crítico español con influencia y contactos. Aprendamos a vivir sin pedirle permiso a nadie.
—Dijiste que estabas escribiendo una nueva novela pero que no podías avanzar en ella por estar atrapado por “La Mala Raza”. ¿De qué se trata ese nuevo trabajo?
Es una novela completamente distinta a “La Mala Raza”. De partida será mucho más breve, pero lo será no para facilitar su publicación o para abaratar costos, sino porque simplemente uno se libra de la necesidad de incorporar datos históricos que contextualicen el conflicto y el argumento. Será una “novela porno”, por llamarla de un modo. Porno, neoliberal y futurista. Será una sátira de la posmodernidad a la chilena, que alcanza las más altas cotas de delirio e irracionalidad. Será un relato lleno de animalistas, veganos, orinoterapeutas, ecofeministas, evangélicos, seguidores de Salfate y que cada uno decida ser lo que quiera y que se salve cómo pueda… en fin. Creo que Chile va para allá. Si “La Mala Raza” es un homenaje a los grandes cultores del realismo chileno como Nicomedes Guzmán, Baldomero Lillo, o a esos huachacas como Armando Méndez Carrasco, esta nueva novela será un guiño al Marqués de Sade y Breton Ellis. Si “La Mala Raza” la escribí pensando que la leerían mujeres, esta nueva novela será escrita para hombres, aun cuando las mujeres también podrán leerla para saber más de la tórrida y a veces torcida sexualidad masculina.
«La mala raza» está disponible en la librería Qué Leo de Providencia. También pueden encontrarla en el sitio www.inamible.cl. El delivery es gratuito a cualquier punto de Chile.